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—Pero si las puertas están cerradas —objetó Mat—, ¿cómo vamos a salir nosotros?

—¿Nosotros? —inquirió Rand mirando fijamente a Mat. Debía irse solo. Él acabaría siendo demasiado peligroso para cualquiera que lo acompañara, y ni siquiera Moraine había podido precisar cuándo llegaría ese momento— Mat, sabes bien que tienes que ir a Tar Valon con Moraine. Ella dijo que ése era el único lugar donde era posible separarte de esa maldita daga sin darte muerte. Y ya sabes lo que pasará si continúas llevándola.

Mat se tocó la chaqueta por encima del arma, al parecer sin advertir lo que hacía.

—«Los regalos de las Aes Sedai son como el cebo para un pez» —citó—. Bueno, tal vez no esté dispuesto a que me pongan el anzuelo en la boca. Tal vez lo que quiere hacerme en Tar Valon resulta peor que si no voy allí. A lo mejor está mintiendo. «La verdad que expresa una Aes Sedai no es siempre la que uno cree».

—¿Tienes algún otro dicho tradicional del que quieras librarte? —preguntó Rand— ¿«El viento del sur trae un cálido huésped, el viento del norte una casa vacía»? ¿«Por más que la mona se vista de seda, mona se queda»? ¿Y qué te parece el de «El que a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija»? ¿«A palabras necias, oídos sordos»?

—Tranquilo, Rand —lo calmó Perrin— No es preciso que te comportes así.

—¿Que no lo es? Quizá yo no desee que vosotros dos vengáis conmigo, siempre pegados a mí, metiéndoos en embrollos y esperando a que yo os saque de ellos. ¿No se os ha ocurrido nunca pensarlo? Diantre, ¿no habéis pensado nunca que tal vez esté cansado de encontraros siempre cuando me doy la vuelta? Siempre ahí, y estoy harto. —La expresión herida de Perrin le produjo el dolor de una cuchillada, pero prosiguió despiadadamente— Algunas personas aquí me consideran un señor, un lord. A lo mejor me gusta. Pero miraos vosotros, jugando a dados con mozos de cuadra. Cuando me vaya, me iré solo. Vosotros podéis ir a Tar Valon o colgaros de una cuerda, pero yo me marcho solo.

Mat, con el semblante tenso, aferró la daga por encima de la chaqueta hasta que los nudillos se le tornaron blancos.

—Si es eso lo que quieres… —replicó fríamente— Creía que éramos… Como desees, al’Thor. Pero, si decido partir al mismo tiempo que tú, lo haré, y ya puedes apartarte de mí.

—Nadie va a ir a ninguna parte —observó Perrin— si las puertas están atrancadas. —Otra vez estaba mirando el suelo. Las risotadas resonaron en la pared, señalando la aparición de un nuevo perdedor.

—Que os vayáis u os quedéis —intervino Loial—, juntos o separados, no importa. Los tres sois ta’veren. Incluso yo soy capaz de percibirlo, a pesar de no tener gran talento para eso, sólo por lo que ocurre a vuestro alrededor. Y Moraine Sedai también lo afirma.

—Basta ya, Loial —protestó Mat, extendiendo las manos— No quiero oír nada más sobre eso.

—Lo escuches o no, no deja de ser cierto. La Rueda del Tiempo teje el Entramado de la Era, utilizando las vidas de los hombres como hilos. Y vosotros tres sois ta’veren, puntos centrales del tejido.

—Ya basta, Loial.

—Durante un tiempo, la Rueda urdirá el Entramado en torno a vosotros tres, hagáis lo que hagáis. Y sea lo que fuere lo que decidáis, lo más probable es que la Rueda haya elegido por vosotros. Los ta’veren precipitan los acontecimientos históricos y conforman el Entramado con su mera existencia, pero la Rueda teje a los ta’veren con un diseño más rígido que a los otros hombres. Vayáis donde vayáis y hagáis lo que hagáis, hasta que la Rueda decida lo contrario, vais…

—¡Ya basta! —gritó Mat. Los jugadores miraron a su alrededor y él les asestó una furibunda mirada, obligándolos a volver a concentrarse en su juego.

—Lo siento, Mat —tronó Loial— Ya sé que hablo demasiado, pero no era mi intención…

—No pienso quedarme aquí —anunció Mat a las vigas—, con un Ogier lenguaraz y un necio al que se le han subido los humos a la cabeza. ¿Vienes, Perrin? —Perrin exhaló un suspiro y lanzó una ojeada a Rand antes de asentir.

Rand observó cómo se alejaban con un nudo en la garganta. «Debo irme solo. Que la Luz me asista, debo hacerlo».

Loial también estaba contemplándolos, con las cejas abatidas de preocupación.

—Rand, de veras no era mi intención…

—¿A qué estás esperando tú? —espetó con deliberada rudeza— ¡Ve con ellos! No entiendo por qué estás todavía aquí. No me sirves para nada si no conoces ninguna manera de salir. ¡Vete! Ve a buscar tus árboles y tus preciosas arboledas, si aún no las han cortado, y viento fresco con ellas si ya no existen.

Los ojos de Loial, tan grandes como tazones, reflejaron sorpresa y disgusto al principio, pero poco a poco fueron endureciéndose para expresar algo parecido al enojo. Rand no creía posible que fuera enojo. Algunas de las antiguas historias decían que los Ogier podían enfadarse, aunque nunca especificaban de qué manera, pero Rand nunca había conocido a alguien tan apacible como Loial.

—Si ése es tu deseo, Rand al’Thor —repuso secamente Loial, realizando una rígida reverencia antes de alejarse en pos de Mat y Perrin.

Rand se dejó caer sobre los sacos de grano apilados. «Bien —lo martirizó una vocecilla interior—, ya lo has hecho, ¿no?» «Debía hacerlo —replicó—. Seré un peligro para quienes se hallen a mi lado. Demonios, voy a volverme loco y… ¡No! ¡No, no voy a perder la cabeza! No voy a utilizar el Poder y así no enloqueceré y… Pero no puedo correr el riesgo. No puedo, ¿no lo comprendes?» La voz, sin embargo, sólo le respondió con una carcajada.

Advirtió que todos los jugadores se habían vuelto para mirarlo. Los shienarianos de toda condición eran casi invariablemente educados y correctos, incluso con los enemigos acérrimos, y los Ogier nunca habían sido enemigos de Shienar. Los ojos de quienes lo observaban expresaban estupor. Sus rostros permanecían inexpresivos, pero sus miradas indicaban que había obrado mal. Una parte de sí les otorgó la razón, haciéndole acusar con más fuerza su silenciosa recriminación. Se limitaban a mirarlo, pero él salió precipitadamente de la estancia, como si estuvieran persiguiéndolo.

Envarado, prosiguió el recorrido de los almacenes, en busca de un lugar donde ocultarse hasta que se permitiera de nuevo el tráfico en las puertas. Entonces tal vez podría esconderse en alguna carreta, si no registraban los carros que salían de la ciudad. Obstinadamente se negó a considerar aquel albur, concentrándose en hallar un lugar seguro. Pero en todos los sitios que encontraba —un hueco en una pila de sacos de grano, un angosto pasaje entre barriles de vino— imaginaba que iban a localizarlo. Imaginaba, asimismo, al vigilante imperceptible, fuera quien fuera… o lo que fuese… encontrándolo allí. Por todo ello continuó escudriñando sediento, y cubierto de polvo, con telarañas prendidas en el pelo.

Al fin salió a un corredor tenuemente iluminado por antorchas, y vio a Egwene que avanzaba, deteniéndose para asomarse a los almacenes delante de los que pasaba. Llevaba el oscuro cabello atado con una cinta roja y un vestido gris a la usanza de Shienar, con ribetes rojos en los bordes. Al verla, lo invadió la tristeza y la sensación de pérdida, aún con más intensidad que cuando había alejado de sí a Mat, Perrin y Loial. Había crecido abrigando la expectativa de casarse un día con Egwene; ambos lo habían creído así. Pero ahora…

La muchacha dio un salto cuando él se plantó frente a ella, pero su tono de voz no expresó ninguna turbación.

—Vaya, aquí estás. Mat y Perrin me han contado lo que has hecho. Y Loial. Sé lo que pretendes conseguir, Rand, pero es una auténtica tontería. —Cruzó los brazos bajo el pecho y fijó severamente sus grandes y oscuros ojos en él. Siempre se había preguntado cómo conseguía dar la impresión de mirarlo desde arriba a pesar de ser mucho más baja que él, y dos años menor, además.