—¿Esta campesina es tu amiga? —preguntó Suroth.
Egwene comenzó a incorporarse pero, al percibir la sorpresa en la ceja que enarcó Suroth, se quedó postrada y se limitó a alzar la cabeza. Debía salvar a Min. «Si para ello había de rebajarse…» Separó los labios, con la confianza de que sus dientes apretados dieran la impresión de una sonrisa.
—Sí, Augusta Señora.
—Y si soy clemente con ella, si permito que te visite de vez en cuando, ¿trabajarás duro y aprenderás cuanto te enseñen?
—Lo haré, Augusta Señora. —Hubiera prometido mucho más para evitar que esa espada partiera la cabeza de Min. «Incluso mantendré la promesa —pensó con amargura— mientras sea necesario».
—Monta a la chica en su caballo, Elbar —ordenó Suroth—. Átala si no se mantiene erguida por sí misma. Si esta damane me decepciona, tal vez entonces te otorgaré su cabeza. —Ya estaba caminando hacia su palanquín.
Renna la obligó a levantarse con un rudo tirón y la empujó en dirección a Bela, pero Egwene sólo tenía ojos para Min. Aun cuando Elbar no la trató con más miramientos que Renna a ella, le pareció que Min estaba bien. Al menos, se zafó de Elbar cuando éste intentó atarla a la silla y subió a lomos de su caballo bayo sin apenas ayuda.
La curiosa comitiva se puso en camino hacia poniente, con Suroth a la cabeza y Elbar a pocos pasos del palanquín, lo bastante cerca como para ejecutar de inmediato una posible orden. Renna y Egwene cabalgaban a la zaga con Min y las otras sul’dam y damane, detrás de los soldados. La mujer que al parecer pretendía acollarar a Nynaeve acariciaba la correa plateada que aún llevaba en la mano con furioso semblante. El ondulante terreno estaba poblado por escasa arboleda, y el humo del cedro incendiado pronto se redujo a una mancha en el ciclo que dejaban tras de sí.
—Has sido depositaria de un gran honor —le anunció Renna momentos después—, al hablarte la Augusta Señora directamente a ti. En otra ocasión, te hubiera puesto un lazo para resaltar el honor. Pero dado que has atraído tú misma su atención…
Egwene dio un grito al sentir una especie de latigazo en la espalda y luego otros más en la pierna y en el brazo. Parecían proceder de todas direcciones; sabía que no había modo de protegerse, pero no pudo evitar cubrirse con los brazos como si así pudiera contener los golpes. Aunque se mordió el labio para reprimir los gemidos, las lágrimas le rodaban por las mejillas. Bela relinchó y caracoleó, pero Renna, atenazando la correa plateada, le impidió alejarse para separarla de Egwene. Ninguno de los soldados les dedicó siquiera una mirada.
—¿Qué estáis haciéndole? —gritó Min—. ¿Egwene? ¡Parad!
—Está sufriendo… Min, ¿no es cierto? —dijo con suavidad Renna—. Pues bien, ésta será una lección para ti también. Mientras trates de interponerte, no pararé.
Min alzó un puño, que enseguida dejó caer.
—No me interpondré. Pero, por favor, parad. Egwene, lo siento.
Los invisibles golpes continuaron unos momentos más, como para demostrar a Min que su intervención no había servido de nada, y luego cesaron, pero Egwene no paraba de estremecerse. Aquella vez el dolor no desapareció. Se arremangó el vestido, segura de que tendría verdugones; no había marca alguna en su piel, a pesar de la sensación de que debería tenerlas. Tragó saliva.
—No ha sido culpa tuya, Min —aseguró. Bela dio un respingo, con los ojos en blanco, y Egwene le dio una palmada en el cuello—. Tampoco ha sido tuya.
—Tú has sido la responsable, Egwene —la acusó Renna. Hablaba tan pacientemente, como si tratara con extrema amabilidad a alguien demasiado estúpido para ver qué era lo justo, que Egwene sintió deseos de gritar—. Cuando una damane recibe castigo, siempre es ella la culpable, aunque no sepa por qué. Una damane debe prever lo que quiere su sul’dam. Las damane son como muebles, o herramientas, siempre dispuestos a ser utilizados, pero sin llamar la atención. Y sobre todo jamás deben pretender suscitar sobre ellas el interés de alguien de la Sangre.
Egwene se mordió el labio hasta notar el sabor de la sangre. «Esto es una pesadilla. No puede ser real. ¿Por qué ha hecho esto Liandrin? ¿Por qué está ocurriendo?»
—¿Puedo… puedo haceros una pregunta?
—A mí sí —sonrió Renna— Serán muchas las sul’dam que llevarán tu brazalete con el paso de los años, pues siempre hay más sul’dam que damane, y algunas te arrancarían la piel a tiras si levantaras la mirada del suelo o abrieras la boca sin permiso, pero yo no veo inconveniente en dejarte hablar, siempre que pongas cuidado en lo que dices. —Otra de las sul’dam, unida a una hermosa mujer de cabellos oscuros de mediana edad que mantenía los ojos fijos en las manos, resopló ruidosamente.
—Liandrin… —Egwene no estaba dispuesta a agregar nunca más el título honorífico tras su nombre— …y la Augusta Señora han hablado de un amo a cuyo servicio se hallan ambas. —A su mente acudió la imagen de un hombre con el rostro desfigurado por quemaduras casi curadas y ojos y boca que a veces exhalaban fuego; aunque éste era sólo una figura que visitaba sus sueños, era una posibilidad demasiado horrible sobre la que basar conjeturas—. ¿Quién es? ¿Qué quiere de mí y… de Min?
Sabía que era una tontería evitar pronunciar el nombre de Nynaeve, pues no creía que ninguna de esas personas fuera a olvidarse de ella porque no se mencionara su nombre, en especial la sul’dam de ojos azules que manoseaba su inútil correa, pero era el único recurso de contraataque que se le ocurrió en ese momento.
—Los asuntos de la Sangre —respondió Renna— no son de mi incumbencia y de buen seguro no de la tuya. La Augusta Señora me comunicará lo que desee que yo sepa y yo te transmitiré lo que yo quiera que tú conozcas. Cualquier otra cosa que oigas o veas, has de considerarla como algo que jamás ha sido dicho y que no ha acaecido. En este camino reside la seguridad, sobre todo en el caso de una damane. Las damane son demasiado valiosas para darles muerte, pero podrías encontrarte no solamente con un severo castigo, sino sin lengua para hablar o manos para escribir, dado que las damane pueden cumplir su cometido sin tales miembros.
Egwene se estremeció, a pesar de la tibieza del aire. Al taparse los hombros con la capa, rozó la correa y movió espasmódicamente la mano.
—Esto es algo horrible. ¿Cómo podéis hacerle esto a alguien? ¿Qué mente insana tuvo tal ocurrencia?
—Ésta podría ya prescindir de su lengua, Renna —gruñó la sul’dam de ojos azules y correa vacía.
—¿Cómo ha de ser horrible? —replicó Renna con una paciente sonrisa—. ¿Podríamos permitir que anduviera libremente alguien capaz de hacer lo que hace una damane? De vez en cuando nacen hombres que se convertirían en marath’damane de ser mujeres; aquí también se dan casos, tengo entendido, y deben recibir muerte, desde luego, pero las mujeres no enloquecen. Es preferible que devengan damane a que ocasionen problemas queriendo competir por el poder. En cuanto a la mente que tuvo la idea del a’dam, fue la de una mujer que se autodenominaba Aes Sedai.
Egwene fue consciente de la incredulidad que debió de traslucir su rostro por las risas de Renna.
—Cuando Luthair Paendrag Mondwin, hijo de Hawkwing, se enfrentó a los Ejércitos de la Noche, encontró a muchas entre ellos que se hacían llamar Aes Sedai. Se disputaban entre sí la supremacía y utilizaban el Poder Único en el campo de batalla. Una de ellas, una mujer llamada Deain, que creyó más conveniente para sí servir al emperador, que no era por aquel entonces aún emperador, claro está, dado que éste no disponía de Aes Sedai en sus huestes, se personó ante él con un artilugio que había creado, el primer a’dam, ajustado en torno al cuello de una de sus hermanas y, a pesar de que esa mujer no quería ponerse al servicio de Luthair, el a’dam la obligaba a hacerlo. Deain hizo otros a’dam, se localizaron las primeras sul’dam, y las mujeres capturadas que se hacían llamar Aes Sedai descubrieron que de hecho no eran más que marath’damane: Las que Deben Ser Atadas con Correa. Se dice que, cuando ella misma fue acollarada, los gritos de Deain hicieron estremecer las Torres de Medianoche, pero, por supuesto, ella también era una marath’damane y no se puede dejar circular libremente a las marath’damane. Tal vez tú seas una de esas que tienen la capacidad de crear a’dam. En ese caso, estarás consentida, puedes quedarte tranquila.