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Ingtar desmontó delante del único edificio grande que aún se mantenía en pie. En el letrero que se bamboleaba sobre su puerta había una mujer haciendo malabarismos con estrellas, pero no constaba nombre alguno en él; el agua caía en las esquinas a chorros. Verin se apresuró a entrar mientras Ingtar daba indicaciones.

—Ino, registra todas las casas. Si queda alguien, tal vez puedan explicarnos lo ocurrido aquí y proporcionarnos más información sobre los seanchan. Y, si hay algo de comida, tráela también. Y mantas. —Ino asintió y comenzó a designar hombres. Ingtar se volvió hacia Hurin—. ¿Qué hueles? ¿Ha pasado Fain por aquí?

—Él no, mi señor —repuso Hurin, frotándose la nariz—, ni tampoco los trollocs, pero quienquiera que hizo esto dejó un hedor. —Apuntó a los escombros de las casas—. Ha habido asesinatos, mi señor. Había gente ahí adentro.

—Seanchan —gruñó Ingtar—. Pasemos adentro. Ragan, busca algún establo para los caballos.

Verin ya había encendido fuego en las dos grandes chimeneas, situadas en ambos extremos de la sala principal, y estaba calentándose las manos en una de ellas, después de haber extendido su empapada capa en una de las numerosas mesas. También había encontrado varias velas que ahora ardían en una mesa sujetas con su propio sebo. La soledad y el silencio, sólo interrumpido de tanto en tanto por un trueno, contribuían junto con las vacilantes sombras a crear el clima de un lugar cavernoso. Rand arrojó sobre una mesa su capa y chaqueta, igualmente empapadas, y se reunió con ella. Únicamente Loial parecía más interesado en verificar el estado de sus libros que en calentarse.

—Nunca encontraremos el Cuerno de Valere a este paso —se lamentó Ingtar—. Han pasado tres días desde… que llegamos aquí… —se estremeció y se mesó el cabello, lo cual indujo a Rand a preguntarse qué habría visto el señor shienariano en sus otras vidas— …y transcurrirán dos más, como mínimo, hasta Falme, y no hemos detectado ni un indicio de la presencia de Fain ni de los Amigos Siniestros. Hay veintenas de pueblos bordeando la costa. Podría haber ido a cualquiera de ellos y haber tomado un barco rumbo a cualquier sitio… suponiendo que hubiera estado aquí.

—Está aquí —afirmó con calma Verin— y fue a Falme.

—Y todavía está allí —añadió Rand. «Esperándome. Por favor, Luz, que aún esté esperándome».

—Hurin todavía no ha percibido ni el más mínimo rastro de él —objetó Ingtar—. El husmeador se encogió de hombros como si él se sintiera en parte responsable—. ¿Por qué habría de elegir Falme? Si hemos de dar crédito a esos lugareños, Falme está ocupada constantemente por los seanchan. Daría mi mejor sabueso por saber quiénes son y de dónde provienen.

—No nos importa quiénes son. —Verin se arrodilló, desabrochó sus alforjas y sacó ropas secas—. Al menos disponemos de habitaciones para cambiarnos de ropa, lo cual no nos servirá de mucho si el tiempo no cambia. Ingtar, cabe la posibilidad de que lo que nos han contado esas gentes sea cierto, que sean los descendientes de los ejércitos de Artur Hawkwing. Lo importante es saber si Fain ha ido a Falme. Las escrituras que dejaron en las mazmorras de Fal Dara…

—… no mencionaban para nada a Fain. Perdonadme, Aes Sedai, pero eso hubiera podido ser una treta con tanta probabilidad como una profecía siniestra. No puedo creer que incluso los trollocs fueran tan estúpidos como para revelarnos de antemano todo lo que iban a hacer.

La mujer se movió para mirarlo a la cara.

—¿Y qué pretendéis hacer, si no queréis seguir mi consejo?

—Quiero obtener el Cuerno de Valere —aseguró con vehemencia Ingtar—. Disculpadme, pero he de atenerme a mi propio juicio antes que a algunas palabras garabateadas por un trolloc…

—Un Myrddraal, seguramente —murmuró Verin, pero Ingtar siguió hablando sin hacerle caso.

—… o un Amigo Siniestro que parece traicionarse a sí mismo con su propia boca. Voy a rastrear el terreno hasta que Hurin huela una pista o que encontremos a Fain en persona. Debo hacerme con el Cuerno, Verin Sedai. ¡Es mi deber!

—Ésa no es manera —murmuró quedamente Hurin—. Con «deber» o sin él, lo que ha de ocurrir, ocurre. —Nadie le prestó atención.

—Es el deber de todos nosotros —puntualizó Verin, revisando el interior de sus alforjas—. No obstante, hay cosas que son aún más importantes que eso.

Aun cuando no agregó nada más, Rand esbozó una mueca. Estaba ansioso por alejarse de ella y de sus acicates e indicios. «Yo no soy el Dragón Renacido. Luz, qué ganas tengo de deshacerme por completo de las Aes Sedai».

—Ingtar, creo que yo iré a Falme. Fain está allí, estoy convencido de ello, y si no voy pronto, va… va a hacer algo contra los habitantes de Campo de Emond. —No había mencionado esa parte hasta entonces.

Todos lo observaron: Mat y Perrin, ceñudos y preocupados; Verin, como si acabara de descubrir una nueva pieza que añadir a un rompecabezas; Loial con estupefacción, y Hurin, confuso. Ingtar demostraba una patente incredulidad.

—¿Por qué iba a hacer eso? —preguntó el shienariano.

—No lo sé —mintió Rand—, pero eso afirmó en el mensaje que dejó a Barthanes.

—¿Y Barthanes dijo que Fain iba a ir a Falme? —inquirió Ingtar—. Aunque tampoco importa si lo ha hecho. —Exhaló una amarga carcajada—. Los Amigos Siniestros mienten con la misma naturalidad con que respiran.

—Rand —dijo Mat—, si supiera cómo impedir que Fain hiciera daño a las gentes de Campo de Emond, lo haría. Pero necesito esa daga, Rand, y Hurin es la persona más indicada para encontrarla.

—Yo iré a donde vayas tú, Rand —se ofreció Loial que, habiendo verificado el buen estado de sus libros, se quitaba la chaqueta mojada—. Pero no veo de qué modo van a modificar las cosas el paso de unos días. Intentad ser menos atolondrados por una vez.

—A mí me da igual si vamos a Falme ahora, después o nunca —aseguró Perrin, encogiéndose de hombros—, pero, si Fain está realmente dispuesto a atacar el Campo de Emond… Bien, Mat tiene razón: Hurin es la persona más indicada para localizarlo.

—Yo puedo encontrarlo, lord Rand —intervino Hurin—. Sólo con que pueda olerlo una vez, os llevaré directamente hasta él. No hay nadie que deje un rastro más claro que él.

—Debes llegar a una decisión propia, Rand —advirtió Verin con tacto—. Recuerda, no obstante, que Falme está ocupada por invasores acerca de los que ignoramos casi todo. Si vas a Falme solo, tal vez caigas prisionero o corras una suerte peor, lo cual no beneficiaría a nadie. Estoy segura de que, sea cual sea tu elección, ésta será correcta.

ta’veren —dijo con voz cavernosa Loial.

Rand alzó los brazos al cielo.

Ino volvió de la plaza, sacudiéndose la lluvia de la capa.

—Ni una condenada alma, mi señor. A mí me parece que huyeron como cerdos rayados. Los animales de corral también se han esfumado y tampoco queda ni un maldito carro o carromato. La mitad de las casas están vacías. Apuesto la paga del próximo mes a que podríamos seguirlos por los malditos muebles que han abandonado en los márgenes de la carretera al caer en la cuenta de que estaban obstaculizándoles la marcha.

—¿Qué hay de las ropas? —preguntó Ingtar.

Ino pestañeó con sorpresa su ojo tuerto.

—Sólo algunas prendas y retales, mi señor. Principalmente, lo que no les pareció digno de llevarse.

—Habremos de conformarnos con eso. Hurin, quiero que tú y unos cuantos más, tantos como sea posible, os vistáis a la usanza local, para no llamar la atención, y que rastreéis el terreno de norte a sur, hasta cruzar el rastro. —Los soldados que acababan de entrar se reunieron en tomo a Ingtar y Hurin para escuchar.

Rand apoyó las manos en la repisa de la chimenea, con la mirada fija en las llamas. Estas le recordaron los ojos de Ba’alzemon.

—El tiempo apremia —dijo—. Siento… algo… que me atrae hacia Falme, y el apremio del tiempo. —Al ver cómo lo observaba Verin, añadió con voz ronca—: No, eso no. Es a Fain a quien he de encontrar. No tiene nada que ver con… eso.