—¿Vas a quedarte ahí parado hasta que te localicen? Recoge tus cosas, Rand, y ven conmigo. —Sin esperar una respuesta, giró sobre sí y comenzó a caminar por el pasillo. Él la obedeció de mala gana, murmurando para sus adentros.
Había pocas personas, sirvientes en su mayoría, en el recorrido que realizaron por la parte posterior, pero Rand tenía la sensación de que todos reparaban exclusivamente en él. No en un hombre cargado para emprender un viaje, sino en él, Rand al’Thor en concreto. Era consciente de que aquella impresión era producto de su fantasía, o así lo esperaba, pero, con todo, no sintió ningún alivio cuando se detuvieron en un pasadizo subterráneo, ante una gran puerta con una pequeña mirilla de barras de hierro, tan reforzada con bandas del mismo metal como cualquiera de las que daban acceso a la fortaleza. Bajo la ventana pendía un picaporte.
A través de la ventanilla Rand vio las paredes desnudas y dos soldados con coleta sentados con las cabezas descubiertas junto a una mesa sobre la que había una lámpara de aceite. Uno de los hombres estaba afilando una daga con una piedra de esmeril. Sus largos y pausados golpes no vacilaron cuando Egwene llamó, produciendo un estruendoso sonido metálico. El otro hombre, de rostro sombrío, miró a la puerta, como si reflexionara, antes de levantarse finalmente y acudir a ella. Era cuadrado y fornido, apenas lo bastante alto como para mirar por la ventanilla.
—¿Qué queréis? Oh, eres tú otra vez, muchacha. ¿Vienes a ver a tu Amigo Siniestro? ¿Quién es ése? —No realizó ningún ademán de abrir la puerta.
—Es un amigo mío, Changu, que también quiere visitar a maese Fain.
El hombre examinó a Rand, mostrando los dientes al encoger el labio superior, en lo que a Rand no le pareció una sonrisa precisamente.
—Bien —convino al cabo Changu— Bien. Alto, ¿eh? Alto y vestido de una manera curiosa para tu raza. ¿Alguien te atrapó en las Marcas Orientales y te domesticó? —Corrió los cerrojos y abrió la hoja— Bien, entrad de una vez. —Adoptó un tono burlón— Tened cuidado en no golpearos la cabeza, mi señor.
No había peligro de ello, pues el dintel era lo bastante alto para Loial. Rand entró detrás de Egwene, preguntándose ceñudo si Changu pretendía provocar algún altercado. Era el primer shienariano de modales rudos que Rand había conocido; incluso Masema se mostraba distante, pero no hosco. Sin embargo, aquel tipo simplemente cerró de golpe la puerta y volvió a correr los cerrojos; luego se dirigió a uno de los estantes situados al otro lado de la mesa y tomó una de las lámparas que allí había. Su compañero no cesó de afilar su cuchillo, sin levantar la mirada en ninguna ocasión. En la habitación no había nada, salvo la mesa, los bancos, los estantes, paja en el suelo y otra puerta reforzada con hierro que daba al interior del subterráneo.
—Querréis un poco de luz, ¿verdad? —dijo Changu—, allá adentro con vuestro compañero Amigo Siniestro. —Soltó una ronca carcajada carente de humor y encendió el candil— Está esperándote. —Abrió la puerta y alargó la lámpara a Egwene— Esperándoos. Allí, en la oscuridad.
Rand se detuvo con inquietud ante las tinieblas que se extendían más allá y Changu dibujó una sonrisa a su espalda, pero Egwene lo agarró de la manga y tiró de él. La puerta se cerró casi sobre él y se escuchó el sonido de los cerrojos. Únicamente se percibía la luz de la lámpara, una insignificante mancha de claridad entre la lobreguez
—¿Estás segura de que nos dejará salir? —preguntó. Cayó en la cuenta de que el carcelero no había reparado en ningún momento en su espada y arco, ni lo había interrogado acerca del contenido de su equipaje— No son muy buenos guardianes. Por lo que él sabe, hubiéramos podido venir aquí a liberar a Fain.
—Me conocen lo bastante como para saber que no lo haría —repuso Egwene un poco turbada, antes de agregar— parecen tener el carácter más desabrido cada vez que vengo. Todos los carceleros. Se vuelven bruscos y sombríos. Changu me contó chistes el primer día que bajé, y Nidao ya no me dirige la palabra. Pero supongo que el hecho de trabajar aquí no pone de buen humor a nadie. Quizá sean imaginaciones mías. Este lugar no me levanta el ánimo, tampoco.
A pesar de sus palabras, lo guió con firmeza hacia las tinieblas. Rand mantenía la mano libre sobre el puño de la espada.
La pálida luz del candil iluminó una amplia sala con barrotes de hierro a ambos lados, los cuales cerraban celdas de paredes de piedra. Sólo dos de los calabozos frente a los que pasaron estaban ocupados. Los prisioneros se encontraban sentados en sus angostos camastros, protegiéndose los ojos de la súbita luz, mirando airadamente entre los dedos. Aun con los rostros ocultos tras las manos, Rand estaba convencido de que había animadversión en su mirada. Sus ojos relucían con la claridad de la lámpara.
—Ese es un bebedor y pendenciero —murmuró Egwene, señalando a un fornido individuo— En esta ocasión estropeó la sala de una posada de la ciudad sólo con sus manos e hirió de gravedad a algunos clientes. —El otro prisionero llevaba una chaqueta con bordados de oro y anchas mangas, y unas brillantes botas bajas El otro intentó salir de la ciudad sin pagar la cuenta de la posada —soltó un bufido ante tamaño pecado; su padre era posadero, además de alcalde de Campo de Emond— ni a media docena de tenderos y mercaderes a quienes debía dinero.
Los hombres les dedicaron unos gruñidos, profiriendo guturales maldiciones tan groseras como las que Rand había escuchado de boca de los guardas de mercaderes.
—Ellos también están peor con cada día que transcurre —constató Egwene con un nudo en la garganta, antes de aligerar el paso.
La muchacha se encontraba bastante más adelante que Rand cuando llegaron a la celda de Padan Fain, situada al fondo, con lo cual él se hallaba completamente a oscuras. Se paró allí, en las sombras, detrás de la lámpara.
Fain estaba sentado en su camastro, inclinado hacia adelante con aire expectante, como si aguardara algo, tal como había explicado Changu. Era un hombre huesudo, de mirada viva, con largos brazos y una gran nariz, aún más afilada de lo que Rand recordaba. Su delgadez no se debía a la estancia en las mazmorras, pues la comida que se daba allí era idéntica a la que consumía la servidumbre, y hasta el más perverso prisionero recibía copiosas raciones, sino a lo que había hecho antes de llegar a Fal Dara.
La visión de aquel hombre atrajo a la mente de Rand recuerdos que hubiera preferido evitar: Fain en el pescante de su gran carromato de buhonero atravesando el Puente de los Carros a su llegada al Campo de Emond el día de la Noche de invierno. Y en la Noche de Invierno se produjo el ataque de los trollocs, que mataron, quemaron y persiguieron a sus vecinos. Iban en busca de tres jóvenes, según afirmó Moraine. «Me buscaban a mí, aunque no lo supieran, y utilizaban a Fain para seguirnos el rastro».
Fain se puso de pie al acercarse Egwene, sin cubrirse los ojos ni siquiera pestañear al contacto con la luz. Le dedicó una sonrisa que sólo afectó a sus labios Y luego alzó la mirada por encima de su cabeza. Mirando directamente a Rand, oculto en la oscuridad detrás del candil, lo apuntó con un dedo.
—Siento que estás ahí, escondiéndote, Rand al’Thor —dijo, casi canturreando
—No puedes esconderte, no de mí, ni de ellos. Pensabas que ya se había acabado, ¿verdad? Pero la batalla nunca termina, al’Thor. Vendrán por mí, y por ti, y la guerra seguirá su curso. Aunque vivas o mueras, nunca concluirá tu lucha. Nunca. —De improviso, comenzó a recitar:
Dejó caer el brazo, y elevó los ojos para observar concentradamente una esquina sumida en penumbra. Con una mueca que le desfiguraba la boca, rió entre dientes como si percibiera algo divertido.
—Mordeth es más sabio que todos vosotros. Mordeth sabe lo que trae entre manos.