Dejando atrás un número suficiente de hombres para que los interrogadores creyeran que la totalidad de su legión se hallaba aún diseminada por el llano de Almoth, se había llevado consigo más de un millar de Hijos, con los cuales había atravesado casi toda la Punta de Toman sin levantar sospechas, por cuanto él había percibido. Las tres escaramuzas habidas con patrullas seanchan habían concluido de forma rápida. Los seanchan se habían acostumbrado a pelear con un populacho derrotado de antemano y el sorprendente encuentro con los Hijos de la Luz había tenido para ellos consecuencias catastróficas. Los seanchan, no obstante, tenían una belicosidad comparable a las hordas del Oscuro y aún recordaba con pesadumbre el combate que le había costado más de cincuenta hombres. Todavía no estaba seguro de cuál de las dos mujeres acribilladas de flechas que había contemplado después era la Aes Sedai.
—¡Byar! —Uno de sus subalternos le tendió una taza de barro con agua, sustraída de uno de los carros; la notó helada en la garganta.
El hombre de rostro demacrado desmontó junto a él.
—¿Sí, mi capitán?
—Cuando me enfrente al enemigo, Byar —anunció lentamente Bornhald—, tú no participarás en la batalla. Observarás desde cierta distancia y notificarás a mi hijo su resultado.
—¡Pero mi señor capitán…!
—¡Ésa es mi orden, Hijo Byar! —espetó—. ¿Vais a obedecer?
Byar enderezó la espalda y dirigió la vista al frente.
—Como ordenéis, mi señor capitán.
Bornhald lo examinó un momento. Ese hombre cumpliría con lo indicado, pero sería preferible darle un motivo de más peso que el hecho de comunicar a Dain la muerte de su padre. No era que no fuera consciente de la urgencia con que había de llevar la noticia a Amador. Desde aquella escaramuza con la Aes Sedai —«¿Era una o eran dos? Treinta soldados seanchan, buenos luchadores, y dos mujeres me costaron el doble de bajas que las que sufrieron ellos»—, desde entonces, ya no abrigaba expectativas de partir con vida de la Punta de Toman. En el caso, harto improbable, de que los seanchan no se encargaran de darle muerte, era muy probable que lo hicieran los interrogadores.
—Cuando hayas encontrado a mi hijo, que debe de estar con el capitán Elmon Valda en las proximidades de Tar Valon, y hayas hablado con él, cabalgarás hasta Amador e informarás al capitán general. A Pedron Niall en persona, Hijo Byar. Le dirás lo que hemos averiguado de los seanchan; eso te lo anotaré yo mismo. Cerciórate de que comprenda bien que ya no podemos contar con que las brujas de Tar Valon se contenten con manipular los acontecimientos desde la sombra. Si luchan de forma declarada en las filas de los seanchan, sin duda habremos de enfrentarnos a ellas en otros lugares. —Vaciló. Aquel último detalle era el más importante. Bajo la Cúpula de la Verdad habían de saber que, a pesar de los juramentos de que se preciaban, las Aes Sedai marcharían hacia el campo de batalla. No estaba seguro de abandonar con pesar un mundo que le parecía aborrecible, un mundo donde las Aes Sedai esgrimían el poder en contiendas militares. Sin embargo, había otro mensaje que deseaba remitir a Amador—. Y, Byar… dile a Pedron Niall cómo fuimos utilizados por los interrogadores.
—Como ordenéis, mi capitán —respondió Byar, pero Bornhald suspiró al advertir la expresión de su rostro. Ese hombre no lo comprendía. Para él, las órdenes habían de obedecerse tanto si provenían del capitán general como de los interrogadores, fuera cual fuese su comportamiento.
—También te pondré esto por escrito para que lo entregues a Pedron Niall —declaró, sin saber a ciencia cierta si ello surtiría un resultado más apetecido. Al acudirle un pensamiento a la mente, miró con entrecejo fruncido la posada, donde varios de sus hombres clavaban con estrépito los postigos y puertas—. Perrin —murmuró—, ése era su nombre. Perrin, de Dos Ríos.
—¿El Amigo Siniestro, mi capitán?
—Tal vez, Byar. —Él no tenía una certeza absoluta al respecto, pero un hombre a cuyo lado se prestaban a luchar los lobos no podía ser otra cosa. Además, ese Perrin había matado a dos de los Hijos—. Me ha parecido verlo al entrar en el pueblo, pero no recuerdo que ninguno de los prisioneros tuviera aspecto de herrero.
—El herrero del pueblo se marchó hace un mes, mi capitán. Algunos se quejaban de que se habrían podido ir antes de nuestra llegada si no hubieran tenido que arreglar ellos mismos las ruedas de los carros. ¿Creéis que era realmente ese Perrin, mi capitán?
—Quienquiera que fuese, no lo han liquidado, ¿no? Y puede que denuncie nuestra presencia a los seanchan.
—Un Amigo Siniestro lo haría sin duda, mi señor capitán.
Bornhald dio cuenta del agua que quedaba en la taza y la tiró a un lado.
—Los hombres no comerán aquí, Byar. No permitiré que esos seanchan me sorprendan sesteando, tanto si es Perrin de Dos Ríos u otra persona quien los ponga en alerta. ¡Montad la legión, Hijo Byar!
En el cielo, a gran distancia de sus cabezas, una descomunal forma alada giró en círculo sin que ellos la advirtieran.
En el claro del bosquecillo que coronaba la colina donde habían montado el campamento, Rand practicaba figuras con la espada, deseoso de distraer la mente de cavilaciones. Ya había cumplido su turno de acompañar a Hurin en busca del rastro de Fain, al igual que todos los demás, en grupos de dos o tres para no llamar la atención, y hasta entonces no habían encontrado nada. Ahora aguardaban el regreso de Mat y Perrin con el husmeador; hacía horas que habrían debido estar allí.
Loial estaba leyendo, como de costumbre, y no era fácil predecir si la agitación de sus orejas se debía al libro o a la tardanza del grupo de exploración, pero Ino y la mayoría de los soldados shienarianos permanecían rígidamente sentados, engrasando las espadas, o vigilaban entre los árboles como si esperaran que los seanchan fueran a aparecer de un momento a otro. Únicamente Verin aparentaba sosiego. La Aes Sedai estaba sentada en un tronco junto a una pequeña hoguera, murmurando para sí y escribiendo en la tierra con un largo palo; de vez en cuando sacudía la cabeza y lo borraba todo con el pie para volver a iniciar el proceso. Los caballos estaban ensillados y listos para partir; los de los shienarianos, atados a una lanza clavada en el suelo.
—La grulla arremetiendo en los juncos —observó Ingtar, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol, afilando la espada con una piedra de esmeril y observando a Rand—. No deberías molestarte en perfeccionar esa forma. Deja el pecho al descubierto.
Por un instante, Rand equilibró el peso del cuerpo en un pie, con la espada asida con ambas manos sobre la cabeza, y luego lo apoyó lentamente sobre el otro.
—Lan dice que es bueno para desarrollar el equilibrio.
Ello no era, sin duda, tarea fácil. Envuelto en el vacío, con frecuencia tenía la impresión de ser capaz de mantenerlo sobre un canto rodado en movimiento, pero no osaba invocarlo, pues temía perder el dominio de sí.
—Lo que se practica demasiado a menudo se utiliza irreflexivamente. Clavarás la espada a tu contrincante con eso, si eres rápido, pero no antes de que él te haya atravesado las costillas. Prácticamente estás invitándolo a hacerlo. No creo que yo pudiera ver a un hombre tan desprotegido y no horadarlo con mi espada, aun sabiendo que podría darme muerte por ello.
—Sólo es para el equilibrio, Ingtar. —Rand vaciló, con un pie en el aire, y hubo de apoyarlo para no caer. Enfundó de golpe la hoja y recogió la capa gris que había utilizado a modo de disfraz. Estaba apolillada y deshilachada en los bordes, pero revestida con gruesa lana, de lo cual se felicitaba a causa del frío viento del oeste que volvía a arreciar—. Qué ganas tengo de que lleguen.