Egwene retrocedió del calabozo hasta que topó con Rand y únicamente el reborde de la luz rozó sus barrotes. La oscuridad circundaba al buhonero, pero todavía escuchaban sus risas. Aun sin poder verlo, Rand tenía la certeza de que Fain seguía escrutando algo perdido en la nada.
Con un estremecimiento, rodeó con los dedos la empuñadura de la espada.
—¡Luz! —exclamó con voz ronca— ¿Esto es a lo que tú llamas recobrar su antigua naturaleza?
—A veces está mejor y otras peor. —La voz de Egwene reflejaba turbación— Esto es peor… mucho peor de lo habitual.
—Me pregunto qué estará viendo. Está loco, observando el techo de piedra en medio de la oscuridad. —«Si la piedra no estuviera ahí, estaría mirando directamente los apartamentos de las mujeres —pensó— Donde están Moraine y la Sede Amyrlin». Volvió a estremecerse—. Está loco.
—No ha sido una buena idea venir aquí, Rand. —Mirando por encima del hombro en dirección a la celda, lo alejó de ella y bajó el tono de voz como si temiera que Fain los oyese. Comenzaron a caminar seguidos de las carcajadas de aquél— Aun cuando no vengan a registrar aquí, soy incapaz de quedarme estando él de esta manera y no creo que tú debas hacerlo tampoco. Hoy está muy raro… —Exhaló una bocanada entrecortada— Hay otro lugar todavía más seguro que éste. No lo he mencionado antes porque era más sencillo llegar aquí, pero nunca irán a mirar en los aposentos de las mujeres. Bajo ningún concepto.
—¡Los aposentos de…! Egwene, si Fain está loco, tú aún lo estás más. No puedes ocultarte de las avispas en un avispero.
—¿Qué otro sitio hay mejor? ¿Cuál es el sitio en la fortaleza donde no entrará ningún hombre sin ser invitado por una mujer, aunque éste sea lord Agelmar? ¿Cuál es el sitio donde a nadie se le ocurriría buscar a un hombre?
—¿Cuál es el único sitio de toda la fortaleza que está sin duda lleno de Aes Sedai? Es una insensatez, Egwene.
—Debes envolverte la espada y el arco con la capa —indicó, dando por sentada su aceptación— y entonces parecerá que estás transportando cosas para mí. No será difícil encontrarte un jubón y una camisa que no sea tan elegante. Pero tendrás que caminar cabizbajo.
—Ya te he dicho que no pienso ir.
—Ya que estás dando muestras de la tozudez de una mula, mereces hacerte pasar por mi bestia de carga. A menos que prefieras quedarte aquí abajo con él.
Las susurrantes risas de Fain sonaron entre las sombras.
—La batalla nunca termina, al’Thor. Mordeth lo sabe bien.
—Tendría más oportunidades si saltara por la muralla —murmuró Rand, que, no obstante descolgó sus bultos y se dispuso a envolver espada y arco tal como ella había propuesto.
En la oscuridad, Fain prorrumpió en carcajadas.
—Nunca concluye la guerra, al’Thor. Nunca.
4
La audiencia
Sola en sus aposentos del apartamento de mujeres, Moraine se ajustó sobre los hombros el chal, bordado con hiedra trepadora y sarmientos de parra, y estudió el efecto en el alto espejo enmarcado ubicado en una esquina. Sus grandes y oscuros ojos podían adquirir igual dureza que los de un halcón cuando estaba enojada. En aquellos momentos parecían penetrar el plateado cristal. Únicamente por azar llevaba aquella prenda en las alforjas al llegar a Fal Dara. Con la resplandeciente Llama de Tar Valon centrada en la espalda y largos flecos destinados a mostrar el Ajah de quien los llevaba —los de Moraine eran azules como un cielo matinal—, los chales apenas se utilizaban fuera de Tar Valon y aun allí su uso estaba casi restringido al interior de la Torre Blanca. Pocos acontecimientos, salvo un encuentro de la Antecámara de la Torre, requerían la formalidad de los chales, y, fuera de las Murallas Resplandecientes, la imagen de la Llama induciría a mucha gente a echar a correr, para ocultarse o para llamar a los Hijos de la Luz. Una flecha de un Capa Blanca era tan fatal al clavarse en una Aes Sedai como en cualquier otra persona, y los Hijos de la Luz eran demasiado astutos para dejar que una Aes Sedai viera al arquero antes de que su proyectil se hundiera en su cuerpo, cuando todavía podía contrarrestar el ataque de algún modo. Moraine no había abrigado ninguna expectativa de lucir el chal en Fal Dara, pero, para acudir a una audiencia con la Sede Amyrlin, debían respetarse ciertas normas.
Moraine era delgada y de baja estatura, y la peculiar tersura de la piel propia de las Aes Sedai le daba aspecto de ser más joven de lo que en realidad era, pero tenía un donaire y una calmada apostura que la hacían destacar y dominar en cualquier reunión. Los modales aprendidos durante su infancia en el palacio real de Cairhien se habían perfeccionado, en lugar de desaparecer con los años, aún más numerosos, en que había ejercido como Aes Sedai. Era consciente de que los necesitaría ese día. No obstante, su exterior no reflejaba más que tranquilidad. «Deben de haber surgido problemas o de lo contrario no habría venido en persona», pensó por décima vez, lo cual originaba un centenar de interrogantes más: «¿Qué problemas y a quién ha elegido para acompañarla? ¿Por qué aquí? ¿Por qué ahora? No podemos permitirnos que ahora se tuerzan nuestros esfuerzos».
El anillo con la Gran Serpiente que rodeaba un dedo de su mano derecha emitió un opaco destello cuando tocó la delicada cadena de oro prendida en sus oscuros cabellos, los cuales pendían en ondas sobre sus hombros. Una pequeña piedra azul claro colgaba de la cadena, en medio de su frente. Muchas de las mujeres de la Torre Blanca conocían los trucos que era capaz de realizar usándola como foco de energía, aunque sólo era un pedazo de cristal azul pulido, algo que había utilizado una jovencita para su temprano aprendizaje, sin disponer de ninguna guía. Aquella muchacha había rememorado cuentos sobre los angreal y los incluso más poderosos sa’angreal, aquellos fabulosos vestigios de la Era de Leyenda que permitían que una Aes Sedai encauzase una cantidad de poder que la habría destruido sin su ayuda, y había llegado a la conclusión de que era preciso algún objeto en el que centrarse para encauzar la energía. Sus hermanas de la Torre Blanca conocían algunas de sus artimañas y abrigaban sospechas acerca de otras, incluyendo algunas que no existían, las cuales la habían sorprendido al llegar a sus oídos. Los efectos que obtenía de la piedra eran sencillos y poco espectaculares, y raras veces tenían una utilidad práctica; eran el tipo de cosas que imaginaría un niño. Aun así, si habían venido con la Sede Amyrlin mujeres con las que no compartía tendencias similares, el cristal podría servirle para amedrentarlas, debido a los rumores.
En la puerta de la habitación sonó un rápido e insistente repiqueteo. Ningún shienariano llamaría de ese modo, a ninguna puerta, pero aún menos a la suya. Continuó contemplando el espejo hasta apartar una mirada serena, en cuyas oscuras profundidades se ocultaba cualquier rastro de pensamiento. «Sean cuales sean los problemas que la han impulsado a salir de Tar Valon, los olvidará cuando yo le plantee éste». Oyó una segunda llamada, incluso más apremiante que la primera, antes de cruzar la habitación y abrir la puerta y dirigir una relajada sonrisa a las dos mujeres que habían venido a buscarla.
Reconoció a ambas. Anaiya, de pelo oscuro y con un chal de flecos azules, y Liandrin, de cabello rubio y con una prenda de flecos rojos. Liandrin, que no sólo aparentaba lozanía, sino que era en verdad joven y hermosa, con un rostro de muñeca y una pequeña y petulante boca, había levantado la mano para volver a llamar. Sus morenas cejas y aún más oscuros ojos formaban un marcado contraste con la multitud de pálidas trenzas que le rozaban los hombros, pero aquella combinación no era rara en Tarabon. Las dos mujeres eran más altas que Moraine, si bien Liandrin superaba su estatura por pocos centímetros.
La achatada cara de Anaiya dibujó una sonrisa tan pronto como Moraine hubo aparecido en el umbral. Aquella sonrisa le confería la única belleza que podía lucir, pero era suficiente; casi todo el mundo se sentía cómodo, protegido y mimado cuando Anaiya le sonreía.