—Oh, Luz, Ingtar. —Rand soltó al otro hombre y se apoyó en la pared del establo—. Yo creo… Creo que con la intención basta, que todo cuanto habéis de hacer es dejar de ser… uno de ellos. —Ingtar pestañeó como si Rand lo hubiera pronunciado: Amigo Siniestro.
—Rand, cuando Verin nos trajo aquí con el Portal de Piedra, experimenté… otras vidas. En algunas tenía el Cuerno en mis manos, pero nunca lo tocaba. Intentaba huir del personaje en que me había convertido y nunca lo lograba. Siempre había algo más que exigirme, algo peor que lo anterior, hasta que… Tú estabas dispuesto a renunciar a él por socorrer a una amiga. Que no ansíe la gloria. Oh, Luz, ayúdame.
Rand no sabía qué decir. Era como si Egwene le hubiera confesado que había matado a niños. Demasiado horrible para creerlo. Demasiado horrible para que alguien lo reconociera a menos que fuera cierto. Demasiado horrible.
Pasado un tiempo, Ingtar habló de nuevo, con firmeza.
—Ha de haber un precio, Rand. Siempre hay un precio. Tal vez pueda pagarlo aquí.
—Ingtar, yo…
—Todo hombre tiene derecho, Rand, a decidir cuándo ha de Envainar la espada. Incluso alguien como yo.
Antes de que Rand acertara a objetar algo, Hurin llegó corriendo por el pasaje.
—La patrulla ha cambiado de dirección —anunció apresuradamente— y ahora van hacia abajo. Parece que se concentran en un punto. Mat y Perrin ya han salido. —Dirigió una breve ojeada a la calle y retrocedió—. Será mejor que hagamos lo mismo, lord Ingtar, lord Rand. Esos seanchan de cabeza de bicho están casi aquí.
—Ve, Rand —indicó Ingtar. Giró hacia la calle y no volvió a dirigir la mirada a Rand ni a Hurin—. Llevad el Cuerno al lugar al que pertenece. Siempre supe que la Amyrlin debió ponerte a ti al mando. Pero todo cuanto yo quería era mantener la integridad de Shienar, impedir que fuéramos barridos del mapa y olvidados.
—Lo sé, Ingtar. —Rand aspiró profundamente—. Que la Luz brille sobre vos, lord Ingtar de la casa Shinowa, y que el Creador os dé cobijo en la palma de su mano. —Tocó el hombro de Ingtar—. Que el último abrazo de la madre os dé la bienvenida al hogar. —Hurin emitió una exclamación de asombro.
—Gracias —respondió quedamente Ingtar, liberado, al parecer, de una tensión.
Por vez primera desde la noche en que los trollocs habían atacado Fal Dara, mostró el mismo ademán que tenía cuando Rand lo conoció: confiado y relajado. Contento.
—Es hora de que nos vayamos.
—Pero lord Ingtar…
—Obra según debe —lo atajó Rand—. Pero nosotros nos vamos.
Hurin asintió y Rand partió al trote tras él. Rand oía ahora el martilleo acompasado de las botas de los seanchan. No volvió la mirada atrás.
47
La tumba no constituye una frontera a mi llamada
Mat y Perrin ya habían montado cuando Rand y Hurin les dieron alcance. Rand oyó cómo Ingtar alzaba la voz atrás, a lo lejos.
—¡La Luz y Shinowa! —El choque del acero se sumó al fragor de otras voces.
—¿Dónde está Ingtar? —gritó Mat—. ¿Qué está pasando?
Tenía el Cuerno de Valere atado a la alta perilla de su silla como si se tratara de un cuerno cualquiera, pero la daga la llevaba al cinto y recubría con ademán protector su empuñadura con una pálida mano que no parecía formada más que de huesos y tendones.
—Está muriendo —repuso Rand con voz ronca mientras saltaba a lomos de Rojo.
—Entonces hemos de socorrerlo —dijo Perrin—. Mat puede llevar el Cuerno y la daga para…
—Se expone para que todos nosotros podamos escapar —explicó Rand. «Para eso también»—. Entregaremos el Cuerno a Verin y después podréis ayudarla a llevarlo donde ella considere que debe estar.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Perrin.
Rand hincó los talones en los flancos del caballo alazán y éste se precipitó hacia las colinas que rodeaban la ciudad.
—¡La Luz y Shinowa!
El grito de Ingtar se elevó tras él con sones triunfales y un relámpago retumbó en el cielo a modo de respuesta.
Rand azotó a Rojo con las riendas y luego se pegó al cuello del semental cuando éste emprendió un galope tendido con la crin y la cola flotando en el viento. Quería desprenderse de la sensación de que huía del grito de Ingtar, de que huía de lo que se suponía que había de hacer. «Ingtar, un Amigo Siniestro. No me importa. De todas maneras era mi amigo. —La carrera del alazán no podía alejarlo de sus propios pensamientos—. La muerte es más liviana que una pluma, el deber más pesado que una montaña. Tantas obligaciones… Egwene, el Cuerno, Fain, Mat y la daga… ¿Por qué no podrán presentarse de una en una? He de ocuparme de todas ellas. ¡Oh, Luz, Egwene!»
Tiró tan repentinamente de las riendas que Rojo se encabritó. Se encontraba en un reducido bosquecillo de árboles de desnudo ramaje en la cumbre de una de las colinas que dominaban Falme. Los demás llegaron al galope tras él.
—¿Qué querías decir? —insistió Perrin—. ¿Qué nosotros podemos ayudar a Verin a llevar el Cuerno a donde debe estar? ¿Adónde vas a ir tú?
—Quizá ya esté perdiendo el juicio —aventuró Mat—. No querría quedarse con nosotros si estuviera enloqueciendo. ¿Verdad, Rand?
—Vosotros tres, llevad el Cuerno a Verin —indicó Rand. «Egwene. Tantos hilos, tantos en peligro… Tantas obligaciones…»—. No me necesitáis a mí.
Mat acarició la empuñadura de la daga.
—Eso está muy bien, pero ¿qué hay de ti? Diantre, no es posible que ya estés enloqueciendo. ¡No es posible! —Hurin los miraba boquiabierto, sin comprender la mitad de lo que oía.
—Voy a volver a Falme —anunció Rand—. No he debido salir de ella. —Por alguna razón, aquello no sonaba exactamente adecuado a sus oídos, entraba en contradicción con algo en su mente—. Debo regresar, ahora mismo. —Eso sonaba mejor—. Egwene aún está allí, no lo olvidéis. Atada por el cuello con uno de esos collares.
—¿Estás seguro? —preguntó Mat—. Yo no la he visto. ¡Aaaah! Si tú dices que está allí, es que está allí. Llevaremos juntos el Cuerno a Verin y volveremos para rescatarla. No creerás que voy a dejarla allí, ¿no es cierto?
Rand sacudió la cabeza. «Hilos. Deberes. —Sentía como si fuera a estallar como un proyectil de fuegos artificiales—. Luz, ¿qué me ocurre?»
—Mat, Verin ha de llevar el Cuerno y la daga a Tar Valon y tú debes ir con ella para librarte finalmente de esa arma. No tienes tiempo que perder.
—Salvar a Egwene no es perder el tiempo. —La mano de Mat, sin embargo, se había cerrado con tal fuerza en el puño de la daga que temblaba.
—Ninguno de nosotros va a regresar a Falme —señalo Perrin—. No por el momento. Mirad. —Apuntó con la mano en dirección a la ciudad.
Los patios de carruajes y las caballerizas eran un hormigueo de millares de soldados seanchan dispuestos en hileras, con tropas de caballería a lomos de bestias con escamas así como hombres vestidos con armaduras sobre caballos, salpicados con pendones de vivos colores que indicaban la ubicación de los oficiales. Entre las filas había grolms y otras extrañas criaturas que guardaban un remoto parecido con monstruosos pájaros y lagartos y seres descomunales que no acertaba a describir, de grisácea piel arrugada y enormes colmillos. De trecho en trecho marchaban grupos de una veintena de sul’dam y damane. Rand se preguntó si Egwene sería una de ellas. En la ciudad, detrás del ejército, un nuevo rayo cayó sobre un tejado. Dos bestias voladoras, con alas membranosas con una envergadura de quince metros, remontaron el vuelo y se mantuvieron apartadas de las áreas donde danzaban las rutilantes descargas.