—¿Todo eso por nosotros? —exclamó Mat, incrédulo—. ¿Quiénes creen que somos?
A Rand se le ocurrió una respuesta, que desechó antes de que tomara forma en su cerebro.
—Tampoco podemos seguir por el otro lado, lord Rand —advirtió Hurin—. Vienen Capas Blancas, cientos de ellos.
Rand volvió grupas para mirar en dirección adonde apuntaba el husmeador. Una larga hilera blanca avanzaba lentamente hacia ellos entre las colinas.
—Lord Rand —murmuró Hurin—, si esa gente pone el ojo en el Cuerno, jamás conseguiremos llevarlo hasta una Aes Sedai. Ni tampoco podremos acercarnos a ella nosotros.
—Quizá sea ése el motivo de que estén concentrándose los seanchan —aventuró Mat, esperanzado—. A causa de los Capas Blancas. Tal vez no guarde ninguna clase de relación con nosotros.
—Tanto si la guarda como si no —señaló secamente Perrin— aquí va a librarse una batalla dentro de pocos minutos.
—Tanto unos como otros podrían matarnos —observó Hurin— aun cuando no vean el Cuerno. Y si lo ven…
Rand no acertaba a centrar el pensamiento en los Capas Blancas ni en los seanchan. «He de regresar. Debo hacerlo». Cayó en la cuenta de que estaba contemplando el Cuerno de Valere. Los demás también lo observaban. El curvado Cuerno de oro colgado en la perilla de la silla de Mat era el blanco de todas las miradas.
—Ha de ser en la Última Batalla —reflexionó Mat, humedeciéndose los labios—. No hay ninguna referencia a que no pueda utilizarse antes. —Descolgó el Cuerno y los miró ansiosamente—. No hay nada que lo prohíba.
Nadie expresó comentario alguno. Rand se sentía incapaz de hablar; sus pensamientos eran demasiado urgentes para dar cabida al habla. «He de volver. He de volver a Falme». Cuanto más miraba el Cuerno, más conminatorias eran sus reflexiones. «He de hacerlo. He de hacerlo».
La mano de Mat temblaba al acercarse el Cuerno de Valere a los labios.
Sonó una clara nota, dorada como el Cuerno. Los árboles que los rodeaban parecieron conferirle resonancia, al igual que la tierra que hollaban y el cielo bajo el que se encontraban. Aquel prolongado sonido lo envolvía todo.
Comenzó a formarse una niebla, primero con finas volutas que flotaban en el aire, después lenguas que fueron incrementando su grosor, hasta oscurecer la tierra cual nubarrones de tormenta.
Geofram Bornhald se irguió sobre la silla cuando un sonido llenó el aire, una nota tan dulce que sentía deseos de reír, tan triste que le venían ganas de llorar. Pareció provenir de todas direcciones a un tiempo. Mientras miraba, una neblina empezó a tomar cuerpo.
«Los seanchan. Están tratando de valerse de una artimaña. Saben que estamos aquí».
Con un gesto prematuro, pues la ciudad se encontraba aún lejos, desenvainó la espada —un eco de hojas desenfundadas recorrió la mitad de su legión— y gritó:
—Que la legión avance al trote.
Aun cuando la niebla lo cubriera todo ahora, sabía que Falme seguía allí, más adelante. Los caballos aligeraron el paso; no podía verlos, pero los oía.
De improviso el suelo se abrió ante ellos con un estruendoso revuelo de tierra y guijarros. Procedente de la blanca pantalla cegadora de su derecha oyó una nueva detonación, seguida de los relinchos y gritos de sus hombres y luego sonó otra más. Y otra. Truenos y gritos, ocultos tras la niebla.
—¡A la carga!
Su caballo saltó de estampida al clavarle las espuelas y a sus espaldas sonó un fragor cuando los componentes todavía ilesos de la legión lo secundaron arreciando el paso.
Truenos y gritos, envueltos en opacidad blanca.
Sus últimos pensamientos fueron un lamento por que Byar no pudiera explicar a su hijo Dain de qué modo había muerto.
Rand ya no distinguía los árboles que los rodeaban. Aun cuando Mat hubiera bajado la mano con que sostenía el Cuerno, con los ojos muy abiertos por el asombro, su toque aún resonaba en los oídos de Rand. La niebla lo tapaba todo en ondulantes olas tan blancas como la más fina lana blanqueada y, no obstante, Rand podía ver. Podía ver, pero lo que percibía era una locura. Falme flotaba en algún punto allá abajo, con sus límites terrestres abarrotados de filas de seanchan, mientras los rayos hendían sus calles. Falme estaba suspendida sobre su cabeza. Acá los Capas Blancas pasaban a la carga y perecían a un tiempo que la tierra abría pozos de fuego bajo los cascos de sus caballos. Acullá los hombres corrían por las cubiertas de altos barcos cuadrados amarrados en el puerto, y en una embarcación, una embarcación que le resultaba conocida, unos marineros temerosos aguardaban. Incluso pudo reconocer el rostro del capitán Bayle Domon. Se llevó las manos a la cabeza. Los árboles estaban ocultos, pero aún veía claramente a sus compañeros. Hurin ansioso; Mat murmurando amedrentado; Perrin con cara de constatar algo previsto. La niebla subía en espiral en tomo a ellos.
—¡Lord Rand! —exclamó Hurin.
No fue preciso que señalara con la mano.
Descendiendo por la ondulante neblina, como si ésta fuera la ladera de una montaña, se aproximaban unas formas a caballo, al principio apenas perceptibles entre la densa bruma. Cuando se hallaron cerca, Rand se sumió en la perplejidad. Los conocía. Hombres, no todos revestidos de armaduras, y mujeres. Sus atuendos y armas provenían de todas las eras, pero él los conocía a todos.
Rogosh Ojo de Águila, un hombre de aspecto paternal con el pelo blanco y mirada tan intensa que su nombre apenas si rendía idea de ella. Gaidal Cain, un individuo de tez morena en cuyos anchos hombros asomaban las empuñaduras de sus dos espadas. Birgitte, la de cabellos dorados, con su resplandeciente arco de plata y el carcaj rebosante de argentinas flechas. Había más. Conocía sus rostros, conocía sus nombres. Al mirar cada una de las caras, no obstante, oyó cientos de nombres, algunos tan diferentes que no los reconocía como tales, pese a saber que lo eran. Michael en lugar de Mikel. Patrick en vez de Paedrig. Oscar por Otarin.
También conocía al hombre que cabalgaba a la cabeza. Alto, de nariz aguileña, hundidos ojos oscuros, con su gran espada Justicia a su lado. Artur Hawkwing.
Mat los miró boquiabierto cuando se detuvieron ante ellos.
—¿Sois…? ¿Sois todos los héroes muertos?
Eran menos de un centenar, advirtió Rand, cayendo en la cuenta de que de algún modo ése era el número que él esperaba. Hurin tenía la mandíbula desencajada y los ojos a punto de saltarle de las cuencas.
—El arrojo no es el único requisito para vincular a un hombre al Cuerno. —La voz de Artur Hawkwing era profunda y sonora, acostumbrada a impartir órdenes.
—O a una mujer —puntualizó vivamente Birgitte.
—O a una mujer —convino Hawkwing—. Son pocos los que están ligados a la Rueda para ser despedidos por sus giros una y otra vez y cumplir la voluntad de la Rueda en el Entramado de las Eras. Vos podríais explicárselo, Lews Therin, si pudierais recordar el tiempo en que erais de carne y hueso. —Estaba mirando a Rand.
Rand sacudió la cabeza, pero no quería perder el tiempo con negativas.
—Han llegado unos invasores, gentes que se autodenominan seanchan, los cuales utilizan Aes Sedai encadenadas en los combates. Deben ser hostigados hacia el mar. Y… y hay una muchacha, Egwene al’Vere, una novicia de la Torre Blanca. Los seanchan la tienen prisionera. Debéis ayudarme a liberarla.
Para su sorpresa, varios de los componentes de la reducida hueste rieron entre dientes y Birgitte, comprobando la tensión de su arco, soltó una carcajada,
—Siempre elegís mujeres que os ocasionan problemas, Lews Therin. —Su tono era cariñoso, como si se dirigiera a un viejo amigo.
—Me llamo Rand al’Thor —precisó con brusquedad—. Debéis apresuraros. El tiempo apremia.
—¿El tiempo? —dijo Birgitte, sonriendo—. Tenemos todo el tiempo del mundo.
Gaidal Cain soltó las riendas y, guiando el caballo con las rodillas, desenvainó una espada con cada mano. Los demás aprestaron espadas, arcos, lanzas y hachas.