La sorpresa de Rand fue tal que penetró el vacío. «No lo sabe todo. ¡No lo sabe!» Seguro de que su rostro traicionaría su estupor, se abalanzó hacia Ba’alzemon para encubrirlo. El colibrí besa la madreselva. La golondrina surca el cielo. Un arco luminoso unía vara y espada, derramando una fulgurante lluvia de centellas en la niebla. Ba’alzemon retrocedía, despidiendo furiosas llamaradas de las ardientes cavernas de sus ojos.
En el umbral de la conciencia, Rand vio cómo los seanchan se retiraban en las calles de Falme, luchando desesperadamente. Las damane abrían las entrañas de la tierra con el Poder, pero ello no producía efecto alguno en Artur Hawkwing ni en ninguno de los otros héroes del Cuerno.
—¿Vas a seguir siendo una babosa que se esconde bajo las piedras? —se burló Ba’alzemon, cuya silueta se recortaba sobre una oscura masa que se agitaba sin cesar—. Estás caminando hacia tu propia muerte mientras permaneces aquí de pie. El Poder se ensaña contigo, te consume. ¡Está matándote! Yo soy el único que puede enseñarte a controlarlo. Sírveme y vivirás. ¡Sírveme o morirás!
—¡Jamás!
«Ya se lo he repetido suficientes veces. Deprisa, Hawkwing. ¡Deprisa!» Volvió a arremeter contra Ba’alzemon. La paloma alzando el vuelo. La hoja en la brisa.
En aquella ocasión fue él quien hubo de retroceder. Vagamente, vio que los seanchan contraatacaban entre los establos y redobló sus esfuerzos. El martín pescador apresa un pez plateado. Los seanchan cedieron terreno ante la carga de los héroes, a la vanguardia de la cual avanzaba Perrin al lado de Artur Hawkwing. Agavillar la mies. Ba’alzemon contuvo el golpe, lo que originó una luminosa cascada como de luciérnagas carmesí, y él hubo de apartarse de un salto para esquivar una vara que de lo contrario le habría partido la cabeza. Los seanchan embistieron con fuerza. Golpe de pedernal. Las chispas brotaron con la furia del granizo; Ba’alzemon hurtó el cuerpo con un brinco, y los seanchan emprendieron la retirada por las calles de adoquines.
Rand sintió deseos de aullar. De improviso cayó en la cuenta de que ambas batallas estaban conectadas. Cuando él avanzaba, los héroes invocados por el Cuerno hacían retroceder a los seanchan; cuando él perdía terreno, los seanchan recobraban el arrojo.
—Ellos no te salvarán —advirtió Ba’alzemon—. Quienes podrían hacerlo serán trasladadas al otro lado del Océano Aricio. Si algún día vuelves a verlas, serán esclavas encadenadas, y te destruirán siguiendo las órdenes de sus amos.
«Egwene. No puedo consentir que le hagan eso».
La voz de Ba’alzemon cabalgaba sobre sus pensamientos.
—Sólo tienes una posibilidad de salvación, Rand al’Thor. Lews Therin Verdugo de la Humanidad. Yo soy tu salvación. Sírveme y pondré el mundo a tus pies. Resiste y acabaré contigo como lo he hecho incontables veces. Pero esta vez destruiré los cimientos de tu alma, hasta reducirte a la nada desde donde no podrás ya regresar.
«He vuelto a ganar, Lews Therin». A pesar de hallarse fuera del vacío, el recuerdo de todas las vidas en las que había oído esa frase trataba de penetrar en su mente. Movió la espada y Ba’alzemon aprestó la vara.
Por primera vez Rand advirtió que Ba’alzemon se comportaba como si la hoja con la marca de la garza pudiera hacer mella en él. «El acero puede dañar al Oscuro». Ba’alzemon miraba con recelo la espada. Rand conformaba una unidad con ella; sentía cada una de sus partículas integrantes, partes infinitesimales inasequibles a la captación del ojo. Notaba asimismo cómo el Poder que lo bañaba fluía hacia la espada, deslizándose por las intrincadas matrices forjadas por los Aes Sedai durante la Guerra de los Trollocs.
Entonces oyó otra voz, la voz de Lan: «Llegará la hora en que debas cumplir un objetivo aún más preciado que tu vida». La voz de Ingtar: «Todo hombre tiene derecho a decidir cuándo ha de Envainar la espada». Imaginó a Egwene, encollarada, llevando la existencia de una damane. «Hilos de mi vida en peligro. Egwene». Inconscientemente, había adoptado la primera posición de La grulla arremetiendo en los juncos y equilibraba el cuerpo sobre un pie, con la espada en alto, dejando el pecho al descubierto.
—¿Por qué sonríes como un idiota, insensato? —espetó Ba’alzemon, mirándolo fijamente—. ¿No sabes que puedo destruirte por completo?
Rand sentía una calma que no emanaba sólo del vacío.
—Nunca os serviré, Padre de las Mentiras. En el transcurso de un millar de vidas, no lo he hecho jamás. Lo sé. Tengo la más absoluta certeza. Venid. Ha llegado la hora de morir.
Ba’alzemon abrió desmesuradamente los ojos; por un instante se convirtieron en lenguas de fuego que perlaron de sudor el rostro de Rand. La oscuridad que se extendía a espaldas de Ba’alzemon rebulló en torno a él y su semblante se endureció.
—¡Muere pues, gusano! —Arremetió con la vara, como si de una lanza se tratara.
Rand exhaló un grito al sentir cómo penetraba en su costado y lo quemaba como un atizador candente. El vacío tembló, pero lo retuvo con sus últimas fuerzas y clavó la hoja marcada con la garza en el corazón de Ba’alzemon. Éste dio un alarido que corearon las sombras apostadas tras él. El mundo estalló en fuego.
48
La primera reivindicación
Min se abría paso por la calle entre multitudes que permanecían paradas, contemplando algo con semblantes demudados, cuando no chillaban presas de una crisis de nervios. Algunos corrían, al parecer sin rumbo fijo, pero la mayoría de ellos se movían como títeres accionados con descuido, más temerosos de irse que de quedarse en el lugar donde se hallaban. Escrutaba las caras con la esperanza de encontrar a Egwene, Elayne o Nynaeve, pero no veía más que falmianos. Y había algo que determinaba sus pasos, tan certeramente como si tirara de ella con una cuerda.
En una ocasión se volvió para mirar atrás. Junto a los muelles había barcos seanchan incendiados y cerca de la boca del puerto ardían otros. Muchos de los cuadrados bajeles se veían ya como diminutos puntos recortados por el sol poniente, navegando hacia el oeste a la mayor velocidad que las damane lograban conferir a los vientos, y una pequeña embarcación abandonaba la rada, inclinándose para recibir el viento que la impulsaría a lo largo del litoral. Era el Spray. No podía reprochar a Domon que no esperara más, después de lo que había presenciado ella; más bien le extrañó que no hubiera zarpado antes.
Había un navío seanchan que no ardía, a pesar de tener las torres negras a causa de un incendio ya apagado. Cuando el alto bajel se deslizaba hacia la boca del puerto, alrededor de los acantilados que lo cercaban apareció de súbito una figura a caballo, cabalgando sobre las aguas. Min se quedó perpleja. La asombrosa figura levantó un arco de relumbre argentino y de él partió un reluciente haz de plata que unió por un momento el arma con la cuadrada embarcación. Con un estruendo que oyó incluso ella a aquella distancia, el fuego volvió a cubrir la torre y los marinos comenzaron a correr por la cubierta.
Min pestañeó; cuando volvió a abrir los ojos, la silueta a caballo se había esfumado. El navío todavía navegaba lentamente hacia el océano mientras la tripulación trataba de sofocar las llamas.
Reponiéndose, reemprendió el ascenso de la calle. Había visto demasiadas cosas ese día como para que alguien que cabalgaba sobre las aguas pasara de ser una distracción momentánea. «Aun cuando fueran Birgitte y su arco. Y Artur Hawkwing. Lo he visto. Lo he visto».
Se detuvo con incertidumbre delante de los altos edificios de piedra, haciendo caso omiso de la gente que la rozaba al pasar, como si estuviera aturdida. Era a algún lugar de allá adentro a donde debía ir. Subió precipitadamente las escaleras y abrió la puerta.