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—Se os comunicará lo que debáis saber al llegar a Alcruna. —De improviso, el capitán general había adoptado un aspecto que correspondía a una persona de más edad. Con aire ausente había dado un tirón a su blanca túnica, con el sol emblemático de los Hijos bordado sobre el pecho— Hay fuerzas implicadas que quedan fuera de vuestro conocimiento, Geofram. Fuera de lo que os es posible conocer. Elegid rápidamente a vuestros hombres. Ahora retiraos. No me formuléis más preguntas. Y que la Luz cabalgue con vos.

Ahora Bornhald se enderezó en la silla, tratando de destensarse la espalda. «Estoy envejeciendo», pensó. Tras un día y una noche viajando ininterrumpidamente a caballo, ya sentía el peso de cada una de las canas que poblaban su cabello, algo que no hubiera notado pocos años antes. «Al menos no he matado a ninguna persona inocente». Era capaz de mostrarse tan implacable con los Amigos Siniestros como cualquier hombre que había prestado juramento a la Luz —los Amigos Siniestros debían ser destruidos antes de que arrastraran el mundo hacia la ominosa Sombra— pero él se esforzaba por cerciorarse de que realmente se trataba de Amigos Siniestros. Había sido complicado evitar las miradas de los taraboneses con tantos hombres, aun en la campiña más remota, pero lo había logrado. No había sido preciso silenciar ninguna lengua.

Los exploradores que había enviado en vanguardia regresaron trayendo con ellos más individuos cubiertos con capas blancas, algunos de los cuales llevaban antorchas que iluminaban en la noche a cuantos se hallaban en cabeza de la columna. Murmurando una imprecación, Bornhald ordenó el alto mientras examinaba a quienes se aproximaban a él.

Sus capas tenían el mismo sol resplandeciente que lucía él en el pecho, idéntico al de todos los Hijos de la Luz, y su dirigente llevaba incluso los galones dorados correspondientes a alguien de igual rango al de Bornhald. Sin embargo, detrás del sol había rojos cayados de pastor: interrogadores. Con hierros candentes, tenazas y chorros de agua, los interrogadores atrancaban la confesión e inducían al arrepentimiento a los Amigos Siniestros, pero había quien sostenía que ellos decidían la culpabilidad desde el inicio. Geofram Bornhald era uno de los que compartían aquella opinión.

«¿Me han enviado aquí para mantener un encuentro con interrogadores?»

—Os estábamos esperando, capitán Bornhald —anunció el cabecilla con voz ronca. Era un hombre alto de nariz aguileña, cuyos ojos tenían el mismo brillo de certeza presente en las miradas de todos los interrogadores— Hubierais podido ir más deprisa. Yo soy Einor Saren, lugarteniente de Jaichin Carridin, el cual tiene a su cargo la dirección de la Mano de la Luz en Tarabon. —La Mano de la Luz, la Mano que sonsacaba la verdad, o así decían. El nombre de interrogadores no era de su agrado— Hay un puente en el pueblo. Ordenad a vuestros hombres que lo atraviesen. Hablaremos en la posada. Es sorprendentemente acogedora.

—El capitán general en persona me indicó que evitara toda mirada.

—El pueblo ha sido… pacificado. Haced que avancen vuestros hombres. Ahora soy yo quien da las órdenes. Dispongo de documentos explícitos al respecto, sellados por el capitán general, si tenéis alguna duda.

Bornhald contuvo el gruñido que pugnaba por remontar su garganta. Se preguntó si los cadáveres habrían sido apilados en las afueras del pueblo o arrojados al río. Sería un acto propio de los interrogadores, que tenían la sangre fría para perpetrar la matanza de todo un pueblo y la estupidez necesaria para tirar los muertos al agua para que flotaran río abajo y proclamaran su hazaña de Alcruna a Tanchico.

—Mis dudas están relacionadas con la razón por la que me hallo en Tarabon con dos mil hombres, interrogador.

El semblante de Saren adoptó una nueva rigidez, pero su voz permaneció dura e intransigente.

—Es muy simple, capitán. Hay ciudades y pueblos en el llano de Almoth que no están sujetas a mayor autoridad que la de un alcalde o un Consejo de Pueblo. Ya es hora de que sean encaminados hacia la senda de la Luz. Habrá muchos Amigos Siniestros en tales sitios.

El caballo de Bornhald coceó el suelo.

—¿Estáis diciendo, Saren, que he traído en secreto a una legión entera a través de Tarabon para exterminar a algunos Amigos Siniestros de unos cuantos puebluchos?

—Estáis aquí para hacer lo que se os ordene, Bornhald. ¡Para trabajar al servicio de la Luz! ¿O acaso estáis apartándoos de la Luz? —La sonrisa de Saren era una mueca— Si es batallas lo que buscáis, seguramente tendréis ocasión de entrar en combate. Los extranjeros disponen de una gran hueste en la Punta de Toman, probablemente mayor de la que podrían contener las fuerzas conjuntas de Tarabon y Arad Doman, aun cuando sean capaces de dejar de reñir entre sí. Si los extranjeros se abren paso, dispondréis de cuantas luchas podáis haceros cargo. Los taraboneses pretenden que los extranjeros son monstruos, criaturas del Oscuro. Algunos afirman que tienen Aes Sedai luchando a su lado. Si son Amigos Siniestros, deberemos ocuparnos de ellos también, en su momento.

Bornhald retuvo el aliento por espacio de unos instantes.

—Entonces los rumores son ciertos. Los ejércitos de Artur Hawkwing han regresado.

—Extranjeros —se limitó a repetir Saren, quien, a juzgar por su tono de voz, lamentaba haberlos mencionado— Extranjeros y probablemente Amigos Siniestros, procedan de donde procedan. Eso es cuanto sé y todo cuanto debéis conocer vos. Ellos no son asunto que os concierna. Estamos desperdiciando el tiempo. Haced que vuestros hombres atraviesen el río, Bornhald. Os comunicaré las órdenes en el pueblo. —Volvió grupas y partió al galope por donde había venido, seguido por los soldados que lo iluminaban con antorchas.

Bornhald cerró los ojos para precipitar el retorno de la visión nocturna. «Están utilizándonos como piezas de un tablero».

—¡Byar! —Abrió los párpados cuando su lugarteniente apareció a su lado, irguiendo la espalda sobre la silla ante su capitán. El hombre de rostro enjuto presentaba casi el mismo brillo en los ojos que los interrogadores, pese a lo cual era un buen soldado— Hay un puente más adelante. Trasladad la legión al oro lado del río y montad el campamento. Me uniré con vosotros tan pronto como me sea posible.

Tiró de las riendas y cabalgó en la dirección que había tomado el interrogador. «Piezas de un tablero. Pero ¿quién está moviéndolas? ¿Y por qué?»

Las sombras de la tarde daban paso al crepúsculo mientras Liandrin caminaba hacia los aposentos de las mujeres. Al otro lado de las aspilleras la oscuridad iba en aumento, cercando la luz de las lámparas del corredor. El atardecer era una hora turbadora para Liandrin en los últimos tiempos, así como lo era la aurora. El día nacía con el alba, al igual que el crepúsculo traía consigo la noche, pero, al despuntar del día, moría la noche y, al anochecer, el día. El poder del Oscuro estaba enraizado en la muerte, se alimentaba de ella, y en tales ocasiones tenía la sensación de que sentía cómo se incrementaba su poderío. Algo se agitaba en la penumbra, algo que casi pensó alcanzar si se volvía con la suficiente celeridad, algo que estaba segura de percibir si miraba con bastante atención.

Sirvientas ataviadas de negro y oro le dedicaban reverencias al pasar, pero ella no respondía con ningún gesto. Mantenía la mirada fija hacia adelante, sin verlas.

Al llegar a la puerta que buscaba, se detuvo para lanzar una rápida ojeada por el pasadizo. Las únicas mujeres que se advertían eran criadas; no había ningún hombre, por supuesto. Abrió la hoja sin dignarse llamar.

La habitación exterior de los aposentos de lady Amalisa estaba profusamente iluminada y un vivo fuego en el hogar mantenía a raya la gelidez de la noche shienariana. Amalisa y sus damas se hallaban sentadas en distintos lugares de la estancia, en sillas y en alfombras, escuchando a una de ellas, que, de pie, leía un libro en voz alta. Se trataba de La danza del halcón y el colibrí, de Teven Aerwin, que pretendía exponer la conducta adecuada que habían de tener los hombres respecto a las mujeres y las mujeres respecto a los hombres. Liandrin frunció los labios; ella no lo había leído, por supuesto, pero había oído hablar lo suficiente de él para servirse de la coyuntura. Amalisa y sus damas reaccionaban a cada recomendación con grandes carcajadas, dejándose caer unas sobre otras y dando taconazos en el suelo como unas chiquillas.