El hombre que se hacía llamar Bors finalizó su profesión de fe sin resuello, como si hubiera corrido diez kilómetros. El sonido de la respiración trabajosa de los demás le indicó que éstos se encontraban en similar estado.
—Levantaos. Levantaos todos.
Aquella voz meliflua lo tomó por sorpresa. Era evidente que ninguno de sus compañeros, tumbados boca abajo con sus enmascarados rostros pegados a las baldosas, habría osado hablar, pero aquélla no era la voz que esperaba en… Con cautela, irguió levemente la cabeza para mirar con un ojo.
La figura de un hombre flotaba en el aire por encima del Myrddraal, con una túnica del color rojo de la sangre cuyo borde mediaba un palmo de la cabeza del Semihombre. La máscara del rostro tenía también el mismo tono sanguinolento. ¿Era factible que el Gran Señor de la Oscuridad se personara ante ellos como un hombre? ¿Y enmascarado además? El Myrddraal, con la mirada llena de terror, temblaba y casi doblegaba el cuerpo bajo la sombra de la figura. El hombre autodenominado Bors se afanaba en hallar una respuesta que su mente pudiera albergar sin estallar. Uno de los Renegados, tal vez.
Aquel pensamiento era menos angustiante. Aun así, el hecho de que uno de los Renegados estuviera libre representaba que el día del retorno del Oscuro se encontraba próximo. Los Renegados, treinta de los más destacados poseedores del Poder Único en una era plagada de potentes esgrimidores, habían sido encarcelados en Shayol Ghul junto con el Oscuro, apresados por unos sellos creados por Lews Therin y los Cien Compañeros, que los mantenían desterrados del mundo de los hombres. El contraataque producido por aquella acción había contaminado la parte masculina de la Fuente Verdadera; y todos los varones Aes Sedai, aquellos malditos esgrimidores del Poder, enloquecieron y desmembraron el mundo, lo hicieron añicos como una taza de cerámica aplastada contra las rocas, y pusieron así fin a la Era de Leyenda antes de morir, descomponiéndose aún en vida. Una muerte adecuada para Aes Sedai, a su juicio. Demasiado benigna para ellos. Su único pesar era que las mujeres no se hubieran visto afectadas por igual suerte.
Lenta y dolorosamente, se esforzó por ahuyentar el pánico de su mente, por confinarlo en lo más recóndito y retenerlo allí a pesar de sus forcejeos por salir a la luz. Era todo cuanto podía hacer. Ninguno de los que estaban postrados en el suelo se había incorporado y sólo unos cuantos se habían atrevido a levantar la cabeza.
—Levantaos. —La voz de la figura enmascarada de rojo sonó como un restallido esta vez. Gesticuló con ambas manos— ¡De pie!
El hombre que respondía al nombre de Bors se enderezó con torpeza, pero vaciló cuando ya estaba casi erguido. Aquellas manos estaban horriblemente quemadas, cuarteadas por negras fisuras entre las que se percibía una carne al vivo tan rojiza como los ropajes que vestía aquel personaje. «¿Acaso el Oscuro aparecería de aquella manera? ¿O incluso uno de los Renegados?» Los orificios visuales de aquella máscara de color sangre lo recorrieron lentamente y él se apresuró a terminar de incorporarse. Tenía la impresión de que de aquella mirada emanaba el mismo calor de un horno abierto.
Los demás obedecieron a la orden tan desmañada y temerosamente como él. Cuando todos se encontraron de pie, la figura flotante tomó la palabra.
—Se me han otorgado muchos nombres, pero vosotros me conoceréis por el de Ba’alzemon.
El hombre que se hacía llamar Bors apretó los dientes para evitar que le castañetearan. Ba’alzemon. En la lengua de los trollocs, significaba «Corazón de la Oscuridad», e incluso los infieles sabían que ése era el nombre trolloc para designar al Gran Señor de la Oscuridad, Aquel Cuyo Nombre No Debe Pronunciarse. No era su verdadero nombre, Shai’tan, pero aun así pesaba sobre él una prohibición. Entre los congregados allí y otras personas de sus mismas tendencias, era una blasfemia mancillar cualquiera de las dos designaciones con la lengua humana. Su aliento silbaba al atravesar las ventanas de su nariz y a su alrededor escuchaba a otros que jadeaban tras las máscaras. Los criados habían desaparecido, al igual que los trollocs, aun cuando él no los hubiera visto marcharse.
—El lugar donde os halláis se encuentra a la sombra de Shayol Ghul. —Al oír aquella afirmación, más de uno exhaló un lamento; el hombre que se autodenominaba Bors no estaba seguro de si él no había gemido también. Ba’alzemon incorporó a su voz un matiz de algo muy similar a la burla mientras extendía los brazos— No temáis, pues el día de la ascensión de vuestro amo sobre el mundo está a nuestro alcance. El Día del Retorno se acerca. ¿No os lo indica el hecho de que yo esté aquí, a la vista de vosotros, los privilegiados entre vuestros hermanos y hermanas? Pronto se quebrarán la Rueda del Tiempo. Pronto la Gran Serpiente perecerá y con el poder de su muerte, de la muerte del propio Tiempo, vuestro amo rehará el mundo a su imagen para que perdure durante esta era y todas las eras venideras. Y aquellos que me sirven, fiel y diligentemente, se sentarán a mis pies sobre las estrellas del cielo y gobernarán para siempre el mundo de los hombres. Así lo he prometido y así será a perpetuidad. Viviréis y gobernaréis eternamente.
Un murmullo de expectación recorrió a los presentes y algunos dieron incluso un paso adelante, en dirección a la flotante figura de color carmesí, con la mirada perdida, embelesados. El propio hombre que se autodenominaba Bors sintió el arrebato de aquella promesa, la misma promesa por la que había vendido su alma un centenar de veces.
—El Día del Retorno se aproxima —reiteró Ba’alzemon—, pero queda mucho por hacer. Mucho por hacer.
El aire que ocupaba el lado izquierdo de Ba’alzemon comenzó a brillar y a solidificarse y entonces apareció allí la figura de un joven, apenas algo más bajo que Ba’alzemon. El hombre que se hacía llamar Bors no acababa de determinar si era un ente vivo o no. Parecía un muchacho campesino, a juzgar por su vestimenta, con un pícaro brillo en los ojos marrones y el esbozo de una sonrisa en los labios, como si rememorara o planeara una broma. Su cuerpo parecía tibio, pero el pecho no se movía con el compás de la respiración y los ojos no pestañeaban.
A la derecha de Ba’alzemon el aire ondeó como agitado por el calor y una segunda imagen vestida con atuendos campesinos se materializó un poco más abajo de Ba’alzemon. Era un joven con el pelo rizado, tan musculoso como un herrero, con un detalle curioso: un hacha de guerra pendía a su costado, una gran media luna de acero equilibrada por un grueso pico. El autodenominado Bors se inclinó de improviso hacia adelante, acusando una sorpresa aún mayor: el joven tenía ojos amarillos.
Por tercera vez el aire se solidificó, adoptando la forma de un joven, esta vez directamente bajo los ojos de Ba’alzemon, casi a sus pies. Era un chico alto, con ojos que tan pronto se veían grises como azules según las fluctuaciones de la luz, y el cabello rojizo oscuro; otro pueblerino o granjero. El hombre que se hacía llamar Bors emitió una exhalación. Éste también tenía algo fuera de lo común, si bien se preguntaba por qué motivo había de esperar que algo fuera ordinario en aquel lugar. De la cintura de la figura pendía una espada, una espada con una garza de bronce en la vaina y otra en la larga empuñadura. «¿Un muchacho de pueblo con una espada con la marca de la garza? ¡Imposible! ¿Qué puede significar? ¿Y un chico con ojos amarillos?» Advirtió cómo el Myrddraal observaba a las figuras, trémulo; y, a menos que se equivocara en su apreciación, su temblor ya no respondía al miedo sino al odio.