El pasadizo que un momento antes estaba abarrotado de hombres se hallaba solitario ahora. Sólo estaban allí él y los trollocs. Tomado por sorpresa, desenvainó con torpeza la espada y trató de defenderse con El colibrí besa la madreselva. Atónito por topar con trollocs en el corazón de la ciudadela de Fal Dara, realizó tan desmañadamente el floreo que Lan se hubiera marchado para no verlo. Un trolloc con hocico de oso lo esquivó con facilidad, haciendo perder sólo momentáneamente el equilibrio a los otros dos.
De pronto una docena de shienarianos, con elegantes atuendos de fiesta, pero con las espadas prestas, se precipitaron sobre los trollocs. El trolloc de hocico de oso lanzó un gruñido y cayó muerto, mientras sus compañeros se daban a la fuga, perseguidos por hombres que gritaban esgrimiendo armas de acero. El aire estaba henchido de gritos por doquier.
«¡Egwene!»
Rand se adentró en las profundidades de la fortaleza, corriendo por pasadizos despojados de vida, aun cuando de trecho en trecho yaciera un trolloc muerto en el suelo. O un hombre asesinado.
Luego llegó a una encrucijada de corredores y a su izquierda halló el resultado de una escaramuza. Seis guerreros con coleta se desangraban, yertos, en el suelo y un séptimo se enfrentaba al Myrddraal. Éste aplicó un giro suplementario a la espada al arrancar la hoja del vientre del hombre y éste, con un alarido, soltó la espada y se desplomó. El Fado se movía con una gracia viperina y su imagen de serpiente se veía realzada por la armadura de negras escamas imbricadas que le cubría el pecho. Al volverse, su pálido rostro carente de ojos examinó a Rand. Comenzó a caminar hacia él, sonriendo con labios exangües, sin apresurarse. No le era preciso darse prisa para enfrentarse con un solo hombre.
Rand sintió los pies clavados en el suelo y la lengua pegada al paladar. «La mirada del Ser de Cuencas Vacías es el terror», decían en las Tierras Fronterizas. Le temblaban las manos al levantar la espada. Ni siquiera se acordó de invocar el vacío. «Luz, acaba de dar muerte a siete soldados armados a la vez. Luz, qué voy a hacer. ¡Luz!»
De improviso el Myrddraal se detuvo, con la sonrisa desvanecida como por ensalmo.
—Éste es mío, Rand. —Rand dio un respingo cuando Ingtar se acercó a él, sombrío y fornido aun en su atuendo festivo, empuñando la espada con ambas manos. Los oscuros ojos de Ingtar no se apartaron ni un instante del rostro del Fado; si el shienariano sentía miedo ante la mirada del Myrddraal, no dio muestras de ello—. Practica con un trolloc o dos —le aconsejó quedamente— antes de habértelas con uno de estos seres.
—Bajaba para ver si Egwene está bien. Iba a ir a las mazmorras a visitar a Fain y…
—Entonces ve a verla.
—Pelearemos juntos, Ingtar —propuso, tragando saliva, Rand.
—No estás preparado para esto. Ve a ver a la chica. ¡Vete! ¿Quieres que los trollocs la encuentren sola?
Rand permaneció indeciso un momento. El Fado había alzado la espada, dispuesto a atacar a Ingtar. Un silencioso gruñido dobló la boca de Ingtar, pero Rand sabía que no era producto del temor. Y Egwene quizá se hallaba sola en la mazmorra con Fain, o con algo peor. Sin embargo, se sentía avergonzado mientras descendía las escaleras que conducían al subterráneo. Sabía que la mirada de un Fado era capaz de atemorizar a cualquier hombre, pero Ingtar se había sobrepuesto al miedo. Él todavía sentía un nudo en el estómago.
Los pasadizos subterráneos estaban silenciosos y débilmente iluminados por parpadeantes lámparas, espaciosamente dispuestas en los muros. Aminoró el paso al aproximarse a las mazmorras, deslizándose con tanto sigilo como le era posible. Aun así, el roce de sus botas en la piedra desnuda parecía resonar en sus oídos. La puerta de la cárcel permanecía abierta un palmo. Contemplándola, trató en vano de tragar saliva. Abrió la boca para gritar y volvió a cerrarla de inmediato. Si Egwene estaba allí, en peligro, sólo conseguiría poner sobre aviso a sus agresores. Inspirando profundamente, cobró arrestos.
Abrió la puerta de par en par con la funda que llevaba en la mano izquierda y se precipitó en la mazmorra; trastabilló con la paja que cubría el suelo y, recobrando el equilibrio, giró sobre sí, demasiado deprisa para obtener una imagen precisa de la habitación, alerta ante un posible ataque, buscando con desesperación a Egwene. No había nadie allí.
Cuando sus ojos se posaron en la mesa, se detuvo en seco, con la respiración e incluso el pensamiento paralizados. A ambos lados del candil, todavía encendido, se encontraban las cabezas de los guardias, apoyadas sobre sendos charcos de sangre. Sus ojos lo miraban fijamente, desorbitados de terror, y sus bocas estaban desencajadas para exhalar un último grito que nadie podía oír. Rand sintió náuseas y se dobló sobre sí para vomitar sobre la paja. Al fin logró incorporarse, con la garganta atenazada.
Paulatinamente fue cobrando conciencia del resto de la habitación, apenas entrevista durante su apresurada inspección para detectar posibles atacantes. En el suelo estaban esparcidos sanguinolentos pedazos de carne. No había nada que pudiera reconocer como humano salvo las cabezas. Algunos de los trozos parecían masticados. «De modo que eso es en lo que han ido a parar las otras partes de sus cuerpos». Le sorprendió la calma de sus reflexiones, similares a las ocasiones en que había conseguido protegerse con el vacío, y comprendió que era por la conmoción.
No reconoció ninguna de las cabezas; la guardia había sido relevada desde que él había estado allí antes. Le alegró que ello fuera así, pues el hecho de saber quiénes eran, aunque se tratara de Changu, lo habría horrorizado aún más. Las paredes también estaban bañadas de sangre, pero ésta componía letras, palabras sueltas y frases enteras trazadas en todas direcciones. Algunas eran duras y angulares, en una lengua que le era desconocida, pero identificó en ellas la escritura de los trollocs. Otras le resultaron inteligibles, a pesar suyo: blasfemias y obscenidades capaces de hacer palidecer la tez de un mozo de cuadra o de un guarda de mercader.
—Egwene. —La calma se desvaneció. Tras prender la vaina en su cinturón, agarró la lámpara de la mesa, sin advertir casi cómo se desmoronaron las dos cabezas—. ¡Egwene! ¿Dónde estás?
Se encaminó a la puerta interior, dio dos pasos y se detuvo, observando. Las palabras escritas en la madera, oscuras y resplandecientes a la luz del candil, eran suficientemente explícitas:
«VOLVEREMOS A ENCONTRARNOS EN LA PUNTA DE TOMAN. LA LUCHA NUNCA CONCLUYE, AL’THOR».
Su espada cayó de una mano súbitamente entumecida. Sin apartar los ojos de la puerta, se agachó para recogerla, pero, en su lugar, tomó un puñado de paja y comenzó a frotar con furia las palabras escritas en la madera. Jadeante, las restregó hasta que no fueron más que una sangrienta mancha, pero no podía parar.
—¿Qué estás haciendo?
Al oír la dura voz, se volvió, encorvándose para recuperar la espada.
En el umbral exterior había una mujer de pie, con la espalda erguida. Sus cabellos eran como el oro pálido y estaban recogidos en una docena de trenzas, pero sus ojos eran oscuros y despedían un halo que contrastaba con su rostro. No parecía mucho mayor que él y no carecía de belleza, pero no le agradaba la tensa línea de sus labios. Entonces vio el chal que la envolvía, con sus largos flecos rojos.
«Aes Sedai. Y, que la Luz me asista, del Ajah Rojo».
—Estaba… Sólo estaba… Es asqueroso. Vil
—Todo debe conservarse exactamente como está para que podamos examinarlo. No toques nada. —Dio un paso adelante, observándolo, y luego retrocedió uno—. Sí. Sí, tal como suponía. Uno de los acompañantes de Moraine. ¿Qué tienes tú que ver con esto? —Su gesto abarcó las cabezas de la mesa y los sanguinolentos garabatos de las paredes.
Por espacio de un minuto la miró boquiabierto.