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—¡La Amyrlin! —exclamó Liandrin— ¿Pretendes que ella actúe como curandera de tu… chico de compañía? Estás loca, Moraine.

—La Sede Amyrlin —replicó con calma Moraine— no comparte tus prejuicios de Ajah Rojo, Liandrin. Ella curará a un hombre sin exigir nada a cambio de él. Adelante —ordenó a los porteadores.

Liandrin miró cómo se alejaban Moraine y los hombres que transportaban a Mat y Egwene y luego se volvió para observar a Rand. Éste trató de no reparar en ella, concentrándose en enfundar la espada y cepillar la paja prendida en su camisa y pantalones. Cuando volvió a erguir la cabeza, no obstante, ella seguía examinándolo, con el rostro tan duro como el hielo. Sin decir nada, ella se giró para estudiar pensativamente a los otros hombres. Uno de ellos sostenía el cuerpo del ahorcado mientras que otro intentaba desatar la correa. Ingtar y los demás aguardaban respetuosamente. Tras lanzar una última ojeada a Rand, la Aes Sedai se marchó, con la cabeza tan enhiesta como una reina.

—Una mujer de carácter —murmuró Ingtar, que a continuación mostró sorpresa por haber expresado su apreciación—. ¿Qué ha ocurrido aquí, Rand al’Thor?

—No lo sé, salvo que Fain ha escapado por algún medio. Y que ha herido a Egwene y a Mat al hacerlo. He visto al guarda —se estremeció— pero aquí adentro… Sea lo que fuere, Ingtar, ha asustado lo bastante a ese individuo como para que se colgara a causa del terror. Creo que el otro prisionero ha perdido el juicio por lo que ha visto.

—Todos vamos a perder el juicio esta noche.

—El Fado… ¿lo habéis matado?

—¡No! —Ingtar envainó con fuerza la espada; la empuñadura sobresalía por encima de su hombro derecho. Parecía enfadado y avergonzado a un tiempo—. En estos momentos está fuera de la fortaleza, junto con el resto de los que no hemos podido matar.

—Al menos habéis salido con vida, Ingtar. ¡Ese Fado acabó con siete hombres!

—¿Con vida? ¿Acaso es eso tan importante? —De pronto Ingtar ya no evidenciaba enfado, sino cansancio y dolor— Lo hemos tenido en nuestras manos. ¡En nuestras manos! Y lo hemos perdido, Rand. ¡Perdido! —A juzgar por su voz, no podía dar crédito a sus palabras.

—¿Qué es lo que hemos perdido? —inquirió Rand.

—¡El Cuerno! El Cuerno de Valere. Ha desaparecido, con el arcón.

—Pero estaba en la cámara acorazada…

—La cámara acorazada ha sido saqueada —explicó Ingtar, desfalleciente—. Apenas se han llevado nada, a excepción del Cuerno. Lo que han podido meterse en los bolsillos. Ojalá se lo hubieran llevado todo y hubieran dejado el Cuerno. Ronan ha muerto, al igual que los guardianes a los que había encargado la custodia de la cámara acorazada. —Su voz se apaciguó un tanto— Cuando yo era un niño, Ronan protegió la Torre Jahaan con veinte hombres contra el ataque de mil trollocs. Al menos, no lo abatieron fácilmente: el anciano tenía sangre en su daga. Nadie podía pedirle más. —Guardó silencio durante un momento—. Han entrado por la Puerta de los Perros y han salido por allí también. Hemos dado muerte a unos cincuenta o más, pero han huido demasiados. ¡Trollocs! Nunca hasta ahora habíamos tenido trollocs en el interior de la fortaleza. ¡Nunca!

—¿Cómo es posible que hayan traspasado la Puerta de los Perros, Ingtar? Un solo hombre puede contener a cien allí. Y todas las puertas estaban atrancadas. —Se revolvió incómodo, rememorando el motivo—. Los centinelas no la habrían abierto para dejar entrar a nadie.

—Los degollaron —repuso Ingtar—. Eran dos buenos soldados y los sacrificaron como a cerdos. Lo hicieron desde dentro. Alguien los mató y después abrió la puerta. Alguien que podía acercarse a ellos sin despertar sospechas. Alguien a quien conocían.

Rand miró la celda vacía que había ocupado Padan Fain.

—Pero eso significa…

—Sí. Hay Amigos Siniestros en Fal Dara. O había. Pronto sabremos cuál es el caso. Kajin está comprobando ahora si falta alguien. ¡Paz! ¡Traidores en Fal Dara! —Se volvió ceñudo hacia los hombres que lo esperaban, todos con espadas, prendidas sobre elegantes atuendos festivos, y algunos con yelmos— No estamos haciendo nada útil aquí. ¡Afuera! ¡Todos! —Rand se retiró con ellos. Ingtar dio una palmada a su jubón—. ¿Qué es esto? ¿Has decidido convertirte en un mozo de caballeriza?

—Es una larga historia —respondió Rand—, demasiado larga para contarla. Tal vez en otra ocasión. —«Tal vez nunca. Quizá pueda escapar aprovechando la confusión. No, no puedo. No hasta saber que Egwene está bien. Y Mat. Luz, ¿qué le pasará sin la daga?»—. Supongo que lord Agelmar ha multiplicado la guardia en todas las puertas.

—Triplicado —repuso Ingtar con tono satisfecho—. Nadie las transpondrá, ni para entrar ni para salir. Tan pronto como se ha enterado de lo ocurrido, ha ordenado que nadie abandone la fortaleza sin su autorización personal.

«¿Tan pronto como se ha enterado…?»

—Ingtar, ¿y qué hay de antes? ¿Qué hay de la orden dada anteriormente según la cual nadie podía salir?

—¿Una orden anterior? ¿Qué orden? Rand, la fortaleza no se ha cerrado hasta que lord Agelmar ha tenido noticia de lo sucedido. Alguien ha debido de informarte mal.

Rand sacudió lentamente la cabeza. Ni Ragan ni Tema hubieran inventado algo así. E, incluso si la Sede Amyrlin hubiera dado la orden, Ingtar habría tenido conocimiento de ello. «¿Quién ha sido entonces? ¿Y cómo la ha transmitido?» Miró de soslayo a Ingtar, considerando la posibilidad de que éste mintiera. «Realmente estás volviéndote loco si sospechas de Ingtar».

Ahora se encontraban en la estancia que ocupaban los guardias. Las cabezas sesgadas y los pedazos de sus cuerpos habían sido retirados, si bien todavía quedaban manchas rojas en la mesa y retazos húmedos en la paja que indicaban los lugares donde se habían hallado. Había dos Aes Sedai allí, mujeres de plácido semblante con chales de flecos marrones que examinaban las palabras garabateadas en las paredes sin importarles que el borde de sus faldas se arrastrara por la paja. Cada una de ellas llevaba un estuche de madera prendido al cinturón con un tintero en su interior y efectuaba anotaciones en un pequeño cuaderno con una pluma. En ningún momento desviaron la vista hacia los hombres que avanzaban en tropel.

—Mira esto, Verin —dijo una, señalando un retazo de piedra cubierto con líneas de inscripciones trolloc—. Parece interesante.

La otra se apresuró a inspeccionarlo, manchándose de rojo la falda.

—Sí, ya lo veo. Un trazo más claro que el del resto. No es de trolloc. Muy interesante. —Comenzó a escribir en su cuaderno, levantando a menudo la mirada para leer las angulosas letras del muro.

Rand salió precipitadamente. Aun cuando no hubieran sido Aes Sedai, no habría sentido deseos de permanecer en la misma estancia con alguien que encontraba «interesante» escrituras trolloc realizadas con sangre humana.

Ingtar y sus soldados caminaban con premura, ocupados en sus obligaciones. Rand vacilaba, sin saber adónde encaminarse. Sin disponer de la ayuda de Egwene, no sería fácil regresar a los aposentos de las mujeres. «Luz, haz que Egwene se recupere. Moraine ha dicho que se pondría bien».

Lan lo encontró antes de que llegara a las primeras escaleras que conducían al piso superior.

—Puedes volver a tu habitación, si quieres, pastor. Moraine ha mandado que recogieran tus cosas de la de Egwene y las llevaran allí.

—¿Cómo ha sabido que…?

—Moraine sabe muchas cosas, pastor. Ya tendrías que comprenderlo a estas alturas. Será mejor que vigiles tu comportamiento. Las mujeres están propagando la noticia de que ibas corriendo por los pasillos, esgrimiendo una espada. Y mirando por encima del hombro a la Amyrlin, según cuentan.