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Un tenso silencio se había adueñado de la sala, un silencio que Ba’alzemon dejó prolongar antes de volver a hablar.

—Hay ahora uno que camina por el mundo, uno que fue y será, pero que todavía no es, el Dragón.

Los oyentes emitieron un murmullo de asombro.

—¡El Dragón Renacido! ¿Debemos darle muerte, Gran Señor? —inquirió el shienariano, llevándose ansiosamente la mano al lugar donde debería haber estado prendida su espada.

—Tal vez sí —repuso simplemente Ba’alzemon—. Y tal vez no. Quizá sea posible desviarlo para que me sea de utilidad. Tarde o temprano así será, en esta era o en otra.

El hombre autodenominado Bors parpadeó. «¿En esta era o en otra? Creía que el Día del Retorno se hallaba próximo. ¿Qué me importa a mí lo que ocurra en otra era si envejezco y muero esperando en ésta?» Pero Ba’alzemon estaba hablando de nuevo.

—Ya se está formando un recodo en el Entramado, con múltiples puntos en los que aquel que se convertirá en el Dragón puede pasar a estar a mi servicio. ¡Debe convertirse! ¡Será mejor que me sirva en vida que después de perecer, pero, vivo o muerto, debe servirme y lo hará! A estos tres debéis conocerlos, pues cada uno de ellos es un hilo del Entramado que yo tengo previsto tejer y a vosotros os corresponderá encargaros de situarlos como yo ordene. Examinadlos bien para que podáis reconocerlos.

De súbito se hizo un completo silencio. El hombre que se hacía llamar Bors se movió con inquietud y vio a otros que también hacían lo mismo. Todos menos la mujer illiana, advirtió. Con las manos extendidas sobre su escote como si quisiera cubrir las redondas carnes que mostraba, los ojos desorbitados, medio amedrentados y medio en éxtasis, asentía vigorosamente como si tuviera un interlocutor frente a ella. En ocasiones parecía dar una respuesta, pero el supuesto Bors no oyó ni una palabra. De repente se arqueó hacia atrás, temblando y con los pies de puntillas. No alcanzaba a comprender cómo no caía, a menos que algo invisible la sostuviera. Después, tan de improviso como antes, volvió a apoyar los pies y asintió de nuevo, realizando una reverencia, estremecida. Cuando todavía estaba incorporándose, una de las mujeres que llevaba un anillo con la Gran Serpiente dio un respingo y comenzó a realizar gestos afirmativos.

«De modo que cada uno de nosotros escucha sus propias instrucciones y nadie oye las de los demás». El hombre que se autodenominaba Bors murmuró presa de frustración. Si supiera al menos lo que le ordenaban a uno de los otros, podría utilizar aquella información para cobrar ventaja, pero de aquella manera… Aguardó con impaciencia a que llegara su turno, conservando la suficiente compostura como para mantenerse erguido.

Uno a uno los presentes iban recibiendo órdenes silenciosas para los demás, expresando atormentadores indicios que no era capaz de interpretar. El hombre perteneciente a los Atha’an Miere, los Marinos, se enderezó con ademán reacio mientras asentía. El semblante del shienariano denunció la confusión mientras mostraba su conformidad. La segunda mujer de Tar Valon se sobresaltó como si hubiera tenido una conmoción, y la figura envuelta en paño gris cuyo sexo no alcanzaba a determinar sacudió la cabeza antes de postrarse de rodillas y asentir vigorosamente. Algunos se veían aquejados por convulsiones similares a la de la mujer illiana, como si el propio dolor los obligara a ponerse de puntillas.

—Bors.

El hombre que se hacía llamar Bors dio un respingo cuando una máscara roja ocupó su campo visual. Todavía podía ver la estancia, percibir la forma flotante de Ba’alzemon y las tres figuras situadas ante él, pero al mismo tiempo todo cuanto le era dado ver era el rostro cubierto con la tela roja. Presa de vértigo, sintió como si le partieran la cabeza y le arrancaran los ojos. Por un momento le pareció advertir llamas a través de los orificios oculares de la máscara.

—¿Eres fiel… Bors?

La burla insinuada en el nombre le produjo un escalofrío.

—Soy fiel. Gran Señor. No puedo ocultarme ante vuestros ojos. —«¡Soy fiel! ¡Lo juro!»

—No, no puedes.

La certeza que expresaba la voz de Ba’alzemon le secó la boca, pero logró hablar.

—Dadme vuestras órdenes, Gran Señor, y os obedeceré.

—Primeramente, debes regresar a Tarabon y proseguir con tus buenos oficios. De hecho, te ordeno que redobles tus esfuerzos.

Miró a Ba’alzemon, sumido en la perplejidad, pero entonces el fuego llameó de nuevo tras la máscara y aprovechó la excusa de una reverencia para apartar la mirada de su semblante.

—Como ordenéis, Gran Señor, así será.

—En segundo lugar, vigilarás a los tres jóvenes e indicarás a tus seguidores que hagan lo mismo. Ten cuidado; son peligrosos.

El hombre que se autodenominaba Bors lanzó una ojeada a las figuras suspendidas delante de Ba’alzemon. «¿Cómo pudo hacerlo? Puedo percibirlos, pero no me es posible ver nada salvo su cara». Le parecía que iba a estallarle la cabeza. El sudor le humedecía las manos bajo los finos guantes y tenía la camisa pegada a la espalda.

—¿Peligrosos, Gran Señor? ¿Muchachos campesinos? ¿Es uno de ellos el…?

—Una espada resulta peligrosa para el hombre a quien apunta, no para el que la empuña. A menos que el hombre que la esgrime sea un idiota, un insensato o un inexperto, en cuyo caso es tan peligroso para sí mismo como para los demás. Es suficiente con que te haya indicado que los conozcas. Basta con que me obedezcas.

—Como ordenéis, Gran Señor.

—En tercer lugar, respecto a los que han tomado tierra en la Punta de Toman y a los domani, no hablarás de ello a nadie. Cuando vuelvas a Tarabon.

El hombre que se hacía llamar Bors advirtió mientras escuchaba que se había quedado boquiabierto. Las instrucciones carecían de sentido. «Si supiera lo que les ha dicho a algunos de los otros, quizá podría aclarar el rompecabezas».

De pronto sintió como si la mano de un gigante lo agarrara por la cabeza, aplastándole las sienes, y lo levantara, y el mundo se desintegró en un millar de estallidos luminosos, cada uno de los cuales se convertía en una imagen que recorría, rauda, su mente o giraba y se empequeñecía en la lejanía antes de que hubiera tenido ocasión de apresarla. Un cielo irreal de nubes estriadas, rojas, amarillas y negras, sucediéndose a una vertiginosa velocidad, como impulsadas por el más potente vendaval que había azotado el mundo. Una mujer —¿una muchacha?— vestida de blanco retrocedió hacia la negrura y se esfumó tan rápidamente como había aparecido. Un cuervo lo miró a los ojos, reconociéndolo, y desapareció. Un hombre vestido con armadura, tocado con un brutal yelmo, de la forma y el color de algún monstruoso insecto venenoso, alzó la espada y se precipitó a un lado, más allá de su punto de mira. Un cuerno, curvado y dorado, surgió como un rayo de la lejanía. Exhaló una penetrante nota mientras se precipitaba hacia él, atrayendo su alma. En el último instante se convirtió en un cegador anillo de luz dorada que lo traspasó y lo llenó de una gelidez más terrible que la de la muerte. Un lobo se abalanzó de un salto, procedente de las sombras, y lo degolló. Era incapaz de gritar. El torrente visual prosiguió, anegándolo, enterrándolo. Apenas recordaba quién era o lo que era. El cielo escupía fuego y la luna y las estrellas caían; los ríos corrían teñidos de sangre y la muerte campaba por sus respetos; la tierra se resquebrajaba y escupía chorros de rocas fundidas…

El hombre autodenominado Bors se encontró medio agazapado en la sala con los demás, la mayoría de los cuales lo observaban en silencio. Donde quiera que mirase, arriba, abajo o en cualquier sentido, el semblante enmascarado de Ba’alzemon ocupaba su vista. Las imágenes que habían invadido su cerebro estaban disipándose; estaba seguro de que ya no conservaba la memoria de la mayor parte de ellas. Titubeante, se irguió y halló el rostro de Ba’alzemon ante él.