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—¿Por qué?

—Las profecías deben cumplirse. Te dejaremos vagar libremente, sabiendo quién eres, porque de lo contrario el mundo que conocemos perecerá y el Oscuro cubrirá la tierra de fuego y muerte. Repara bien en esto: no todas las Aes Sedai comparten la misma visión. Hay algunas aquí en Fal Dara que te fulminarían si estuvieran enteradas de la décima parte de lo que tú eres y no tendrían por ello más remordimiento que si hubieran destripado un pescado. Asimismo, hay hombres que han reído contigo que harían lo mismo, si lo supieran. Ten cuidado, Rand al’Thor, Dragón Renacido.

Las miró una a una. «Yo no tengo nada que ver con vuestras profecías». Le devolvieron la mirada con tal impavidez que era difícil creer que estuvieran intentando convencerlo de que era el hombre más odiado, más temido en la historia del mundo. Había experimentado el miedo y había acabado sintiendo frío. La rabia era lo único que ahora le aportaba calidez. Podían amansarlo o quemarlo hasta convertirlo en un tizón allí mismo, y ya no le importaba en lo más mínimo.

Recordó parte de las instrucciones de Lan. Con la mano izquierda sobre la empuñadura, hizo girar la espada tras él, asiendo la vaina con la derecha; luego se inclinó, con los brazos rectos.

—Con vuestra venia, madre, ¿puedo abandonar este lugar?

—Te concedo mi venia, hijo mío.

Tras incorporarse, permaneció en pie un momento.

—No dejaré que me utilicen —les dijo.

Hubo un largo silencio mientras se volvía y se encaminaba a la salida.

El silencio se prolongó en la habitación después de la partida de Rand hasta que lo interrumpió una larga exhalación de la Amyrlin.

—No consigo considerar con buenos ojos lo que acabarnos de hacer —confesó—. Era necesario, pero… ¿ha surtido efecto, hijas?

Moraine sacudió la cabeza con un leve movimiento.

—No lo sé. Pero era necesario, y sigue siéndolo.

—Necesario —convino Verin, que se tocó la frente y luego observó la humedad de sus dedos—. Es fuerte. Y obstinado como habías dicho, Moraine. Tiene más fortaleza de la que esperaba. Después de todo, quizás hayamos de amansarlo antes de que… —Abrió desorbitadamente los ojos—. Pero no podemos, ¿verdad? Las profecías. Que la Luz nos perdone por lo que estamos dejando andar suelto en el mundo.

—Las profecías —repitió Moraine, asintiendo—. Después haremos lo que debamos. Al igual que lo hacemos ahora.

—Lo que debamos —acordó la Sede Amyrlin—. Sí. Pero, cuando aprenda a encauzar el Poder, que la Luz nos asista a todos.

El silencio ocupó de nuevo la estancia.

Se avecinaba una tormenta. Nynaeve lo percibía. Una gran tormenta, más terrible que las que había presenciado hasta entonces. Ella podía escuchar la voz del viento y oír las predicciones del tiempo. Todas las Zahoríes pretendían poseer dicha habilidad, aun cuando la mayoría de ellas estaban incapacitadas para ello. Nynaeve se había sentido más a gusto con aquella cualidad antes de enterarse de que era una manifestación del Poder. Toda mujer capaz de escuchar el viento podía encauzar el Poder, si bien la mayoría de ellas eran inconscientes de lo que hacían, al igual que lo había sido ella antes de la revelación, y sólo lograban resultados de manera incontrolada.

En aquella ocasión, sin embargo, notaba algo insólito. Afuera, el sol de la mañana era una esfera dorada que flotaba en un claro cielo azul y los pájaros trinaban en los jardines, pero eso no era todo. No habría sido nada extraordinario escuchar el viento si no pudiera prever el tiempo antes de que se manifestaran señales palpables. Aquella vez su sensación estaba dotada de algo extraño, algo distinto de lo habitual. Captaba la tormenta en una lejanía demasiado extrema para advertirla y, no obstante, la sentía como si el cielo debiera estar ya descargando la lluvia, la nieve y el granizo a un tiempo, acompañados de vientos cuyos aullidos serían capaces de agitar las piedras de la fortaleza. Y percibía, asimismo, el buen tiempo, que ya duraba dos días, pero sobre ello prevalecía la otra sensación.

Un pinzón se encaramó en una aspillera, como si se burlara de sus predicciones meteorológicas, y se asomó al corredor. Al verla, desapareció como una exhalación en la que apenas entrevió su plumaje.

Miró fijamente el lugar donde se había posado el pájaro. «Hay una tormenta y no la hay. Esto tiene algún significado. Pero ¿cuál?»

A lo lejos, en el pasillo lleno de mujeres y niños, vio a Rand caminando a grandes zancadas, acompañado de las mujeres que lo escoltaban, las cuales habían casi de correr para mantener su paso. Nynaeve asintió: si había una tormenta que no era tal, él sería el centro de ella. Recogiéndose las faldas, se apresuró a seguirlo…

Algunas mujeres con quienes había trabado relación desde su llegada a Fal Dara trataron de entablar conversación con ella; sabían que Rand había llegado con ella y que ambos eran de Dos Ríos y querían indagar por qué la Amyrlin lo había mandado llamar. «¡La Sede Amyrlin!» Con el estómago constreñido, echó a correr, pero, antes de salir de los aposentos de las mujeres, ya lo había perdido entre la multitud de corredores y gentes con las que se había cruzado.

—¿Por dónde ha ido? —preguntó a Nisura. No era preciso especificar quién. Oía el nombre de Rand en la charla que sostenían las otras mujeres arracimadas en tomo a la arqueada entrada.

—No lo sé. Nynaeve. Salió tan deprisa como si estuviera pisándole los talones la Perdición del Corazón. No me extraña que lo haga, después de haber entrado aquí con una espada en el cinto. El Oscuro debería ser la menor de sus preocupaciones después de esto. ¿En qué está convirtiéndose el mundo? Y a él lo han presentado ante la Amyrlin en sus habitaciones, nada menos. Decidme, Nynaeve, ¿es realmente un príncipe de vuestro país? —Las otras mujeres pararon de hablar y se aproximaron para escuchar.

Nynaeve no estaba segura de cuál fue su respuesta. Algo que las obligó a dejarla marchar. Se alejó precipitadamente de los aposentos de las mujeres, asomándose en cada cruce de corredores para buscarlo, con los puños apretados. «Luz, ¿qué le habrán hecho? Debí haberlo apartado de Moraine de alguna manera, así la ciegue la Luz. Yo soy su Zahorí».

«¿Lo eres? —la martirizó una voz interior— Has abandonado el Campo de Emond a su suerte. ¿Todavía tienes derecho a considerarte su Zahorí?»

«No los he abandonado —dijo fieramente para sí—. Llevé a Mavra Mallen desde Deven Ride para que se ocupara de las cosas hasta mi regreso. Ella puede tratar con el alcalde y el Consejo del Pueblo y mantiene buenas relaciones con el Círculo de Mujeres».

«Mavra habrá de volver a su pueblo. Ninguna población puede permanecer durante mucho tiempo sin su Zahorí» Nynaeve se debatía interiormente. Hacía meses que se había ido de Campo de Emond.

—Yo soy la Zahorí de Campo de Emond —manifestó en voz alta.

Un sirviente vestido con librea que llevaba una pieza de tela la miró pestañeando y luego le hizo una reverencia antes de escabullirse a toda prisa. A juzgar por su semblante, se hallaba ansioso por encontrarse en cualquier otro lugar.

Ruborizada, Nynaeve miró en torno a sí para averiguar si la había oído alguien más. Sólo había unos cuantos hombres en el corredor, absortos en su propia conversación, y algunas mujeres ataviadas de dorado y negro que acudían a sus quehaceres, inclinándose ante ella al pasar. Había mantenido aquella discusión consigo misma un centenar de veces antes, pero aquélla era la primera en que había acabado hablando en voz alta. Murmuró para sus adentros y luego cerró con fuerza los labios al advertir lo que estaba haciendo.

Estaba comenzando a inferir la inutilidad de su búsqueda cuando topó con Lan, de espaldas a ella, mirando el patio exterior por una aspillera. Los sonidos que de allí llegaban eran de gritos de hombres y relinchos de caballos. Lan observaba con tanta atención que por una vez, no pareció oírla. Detestaba el hecho de no ser capaz de pasar inadvertida junto a él, por más quedamente que caminara. Ella estaba considerada una buena rastreadora en el Campo de Emond, a pesar de no ser aquélla una habilidad por la que solían interesarse las mujeres.