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—Gran Señor, ¿qué …?

—Algunos mandatos son demasiado importantes para que los conozca incluso aquel que los ejecuta.

El hombre que se hacía llamar Bors casi se dobló sobre sí al efectuar una reverencia.

—Como ordenéis, Gran Señor —susurró con voz ronca— Así se hará.

Al incorporarse, estaba de nuevo solo. Otro de los presentes, el gran señor de Taren, asentía y se inclinaba ante alguien invisible para los demás. El hombre que respondía al nombre de Bors se llevó con pulso vacilante una mano a la ceja, tratando de retener algún detalle del torbellino que se había apoderado de su mente, aun cuando no tuviera la certeza de desear recordarlo. El último vestigio se apagó y de improviso se preguntó qué era lo que estaba tratando de rememorar. «Sé que había algo pero ¿qué? ¡Había algo! ¿O no?» Se frotó las manos, esbozando una mueca de disgusto al sentir el sudor bajo los guantes, y desvió su atención hacia las tres figuras suspendidas delante de la forma flotante de Ba’alzemon.

El musculoso joven de pelo rizado, el granjero con la espada y el muchacho con aire travieso en el semblante. Mentalmente, el hombre que se hacía llamar Bors ya les había adjudicado un nombre: el Herrero, el Espadachín y el Bromista. «¿Qué lugar ocupan en el rompecabezas?» Debían de ser importantes o de lo contrario Ba’alzemon no los habría convertido en el centro de la reunión. Sin embargo, a juzgar por sus órdenes, podían morir todos en cualquier momento y era de suponer que algunos de los otros habían recibido instrucciones igualmente mortíferas para los tres. «¿Hasta qué punto son importantes?» Los ojos azules podían representar la aristocracia de Andor —que no se avenía con aquellas ropas— y había personas de las Tierra Fronterizas con ojos claros, al igual que algunos tareni, por no mencionar parte de la población de Ghealdan y, desde luego… No, no hallaría ninguna solución por ese camino. «Pero ¿ojos amarillos? ¿Quiénes son? ¿Qué son?»

Experimentó un sobresalto al sentir que alguien le tocaba el brazo y, al dirigir la vista a su alrededor, vio a uno de los criados vestidos de blanco, un joven que se encontraba de pie a su lado. Los otros también habían vuelto a entrar, en mayor número que antes, uno para cada uno de los enmascarados. Pestañeó. Ba’alzemon había desaparecido. El Myrddraal también se había marchado y en el lugar donde se hallaba la puerta que había utilizado únicamente se apreciaba la rugosa piedra. Los tres jóvenes permanecían en el aire, no obstante. Sintió como si estuvieran mirándolo a él.

—Si sois tan amable, mi señor Bors, os conduciré a vuestra habitación.

Evitando aquellos ojos de muerto, lanzó una última ojeada a las tres figuras y luego caminó tras el criado. Se preguntó con inquietud cómo habría tenido conocimiento aquel joven del nombre que había de utilizar. Hasta después de haber traspuesto las extrañamente labradas puertas, que se cerraron tras él, y haber recorrido diez pasos no advirtió que se encontraba a solas con el sirviente en el corredor. Frunció suspicazmente el entrecejo bajo la máscara, pero, antes de que abriera la boca, el criado tomó la palabra.

—Los demás también se dirigen a sus aposentos, mi señor. ¿Si sois tan amable, mi señor? El tiempo corre deprisa y nuestro amo es impaciente.

El hombre que se autodenominaba Bors hizo rechinar los dientes, tan molesto por la falta de información como por la implicación de igualdad de rango entre él y el sirviente, pero siguió a éste sin realizar ningún comentario. Sólo un necio expresaría divagaciones a un criado y lo que era peor, teniendo en cuenta la mirada vacua de éste, no estaba seguro de que fuera conveniente hacerlo. «¿Y cómo sabía lo que iba a preguntarle?» El sirviente sonrió.

El hombre que respondía al nombre de Bors no se encontró a gusto hasta no haber penetrado en la habitación donde había estado esperando después de su llegada y, una vez allí, tampoco se liberó por completo de su angustia. Incluso el hecho de encontrar intactos los sellos de sus alforjas no le produjo gran consuelo. El criado permaneció en el pasadizo, sin entrar.

—Podéis cambiar de atuendo si lo deseáis, mi señor. Nadie os verá partir de aquí ni llegar a vuestro destino, pero seguramente es preferible que lleguéis vestido de forma adecuada. Alguien vendrá pronto a mostraros el camino.

La puerta se cerró sin que la hubiera empujado ninguna mano visible.

El hombre que se hacía llamar Bors se estremeció a su pesar. Precipitadamente, desató los sellos y las hebillas de sus alforjas y sacó su traje habitual. En el fondo de su mente una vocecilla se cuestionaba si el poder prometido, incluso la inmortalidad, merecían el precio de soportar un encuentro como aquél, pero él la acalló de inmediato con una risotada. «Por tamaño poder, sería capaz de adorar al Gran Señor de la Oscuridad bajo la Cúpula de la Verdad». Recordando las órdenes que le había dado Ba’alzemon, rozó con el dedo el dorado y resplandeciente sol y el rojo cayado de pastor, símbolo de su cargo en el mundo de los hombres, y casi estalló en risas. Tenía una función, una notable función que cumplir en Tarabon y en el llano de Almoth.

1

La llama de Tar Valón

La Rueda del Tiempo gira, y las Eras llegan y pasan, dejando tras de sí recuerdos que se convierten en leyenda. La leyenda se difumina en mito e incluso el mito se ha olvidado mucho antes de que la Edad que lo vio nacer retorne de nuevo. En una Edad, llamada la Tercera Edad por algunos, una Edad que ha de venir, una Edad transcurrida hace mucho, comenzó a soplar un viento en las Montañas Funestas. El viento no fue el inicio, pues no existen comienzos ni finales en el eterno girar de la Rueda del Tiempo. Pero aquél fue un inicio.

Nacido entre escarpados picos negros, en cuyos puertos vagaba la muerte y que sin embargo ocultaban asechanzas aún más terribles, el viento sopló hacia el sur, cruzando la enmarañada foresta de la Gran Llaga, un bosque infectado y desfigurado por la mano del Oscuro. El nauseabundo y dulzón olor de la corrupción se disipó cuando el viento hubo atravesado aquella invisible línea que los hombres denominaban la frontera de Shienar, en donde los árboles estaban cargados de flores. Por aquel entonces debería haber sido verano, pero la primavera había llegado con retraso y la tierra había de afanarse para compensar la demora. El pálido verdor de los nuevos brotes era patente en todos los arbustos y en cada rama de árbol despuntaba la tonalidad rojiza de los retoños. El viento hizo ondear los campos cual verduscos estanques, cargados de cosechas que casi parecían crecer perceptiblemente con cada momento transcurrido.

El hedor de muerte había casi desaparecido por completo antes de que el viento alcanzara la ciudad amurallada de Fal Dara y azotara los contornos de una torre de la fortaleza ubicada en el centro de la población, una torre sobre la que había dos hombres que semejaban ejecutar una danza. Con sus imponentes muros de defensa, asentada sobre elevadas colinas, a la vez fortín y ciudad, Fal Dara nunca había sido tomada, jamás había sido traicionada. El viento gimió sobre los tejados cubiertos con tablillas de madera, alrededor de las altas chimeneas y de las aún más espigadas torres, gimió simulando entonar un canto fúnebre.

Con el torso desnudo, Rand al’Thor se estremeció al sentir la fría caricia del viento y apretó los dedos en torno a la larga empuñadura de la espada de práctica que empuñaba. El cálido sol le lamía el pecho y sus oscuros cabellos rojizos estaban empapados de sudor. Un leve olor en el remolino de aire lo indujo a abrir más las ventanas de la nariz, pero no relacionó aquel aroma con la imagen de una antigua tumba recién abierta que cruzó su cerebro. Apenas era consciente de su olfato y su visión; porfiaba por mantener la mente en blanco, pero el otro hombre que se hallaba en la cúspide de la torre con él no dejaba de entrometerse en el vacío. La cima del torreón, de un diámetro de diez pasos, estaba rodeada por unas almenas que llegaban hasta la altura de su pecho. Era lo bastante espaciosa como para no encontrarse constreñido, salvo cuando se compartía su superficie con un Guardián.