—¿Entonces Tam no te lo explicó? —dedujo Lan, mirándolo de soslayo—. Él debe saberlo, aunque tal vez no le diera crédito. Muchos no lo creen. —Asió su propia espada, casi idéntica a la de Rand, exceptuando la carencia de garzas, y la desenvainó. La hoja, ligeramente curvada y de un solo filo; despidió destellos plateados al contacto con la luz del sol.
Era la espada de los reyes de Malkier. Lan nunca hablaba de ello y ni siquiera veía con buenos ojos que otros lo hicieran, pero al’Lan Mandragoran era señor de las Siete Torres, señor de los Lagos y rey no coronado de Malkier. Las Siete Torres estaban quebradas ahora y los Mil Lagos eran la guarida de monstruosos seres. Malkier yacía postrada, engullida por la Gran Llaga y, de todos los señores malkieri, únicamente restaba uno con vida.
Algunos opinaban que Lan se había hecho Guardián, vinculándose a una Aes Sedai, para poder buscar la muerte en la Llaga y reunirse con el resto de sus familiares. Rand había visto cómo Lan se exponía a situaciones peligrosas sin aparente consideración por su vida o su integridad física, pero defendía con muchísimo más ahínco que la suya propia la seguridad de Moraine, la Aes Sedai a la que estaba unido. No creía, por tanto, que Lan fuera a buscar conscientemente la muerte mientras Moraine estuviera viva.
Haciendo girar su hoja bajo la luz, Lan continuó hablando.
—En el transcurso de la Guerra de la Sombra, el Poder Único fue utilizado como un arma y se crearon armas mediante el Poder Único. Algunas de ellas utilizaban el Poder Único; eran objetos capaces de destruir una ciudad entera con una explosión o dejar baldía la tierra en varios kilómetros a la redonda. Ésas se perdieron durante el Desmembramiento y nadie recuerda su método de elaboración. Sin embargo, también había armas más simples, pensadas para quienes habían de enfrentarse a los Myrddraal y a entes peores creados por los Señores del Espanto, cara a cara.
»Con el Poder Único, los Aes Sedai extrajeron hierro y otros metales de la tierra, los fundieron y los forjaron, realizando todo el proceso por medio del Poder. Así dieron forma a espadas y a otras armas. Muchas de las que perduraron tras el Desmembramiento del Mundo fueron destruidas por hombres que temían y detestaban lo que habían realizado los Aes Sedai, y otras han ido desapareciendo con el tiempo. Quedan muy pocas y son escasas las personas que conocen su naturaleza. Se han ideado leyendas, desmesuradas historias en las que se habla de espadas que parecían disponer de una fuerza propia. Ya has escuchado los cuentos de los juglares. La realidad es suficientemente portentosa. Son hojas que no se rompen ni mellan y cuyo filo no pierde jamás agudeza. He visto a hombres que las afilaban, o que pretendían afilarlas, pero ello se debía a que se negaban a creer que no fuera preciso hacerlo después de haberlas utilizado. Lo único que hacían era gastar sus piedras de afilar.
»Ésas fueron las armas creadas por los Aes Sedai y nunca habrá otras iguales. Cuando todo acabó, cuando la guerra y la Era tocaron conjuntamente a su fin, con el mundo destrozado, con más cadáveres por recibir sepultura que personas con vida, la mayoría de las cuales huían tratando de encontrar un lugar donde guarecerse, con mujeres sollozando a cada segundo porque no volverían a ver a su marido o a sus hijos, los Aes Sedai supervivientes juraron no volver a forjar ninguna arma destinada a ser esgrimida por los hombres. Todas las Aes Sedai prestaron dicho juramento y todas las mujeres lo han respetado desde entonces. Incluso las del Ajah Rojo, a quienes les tiene sin cuidado la suerte que pueda sufrir cualquier varón.
»Una de esas espadas, una espada ordinaria de soldado —con una mueca apenas perceptible, casi triste, si era posible advertir alguna emoción en el rostro del Guardián, éste volvió envainar su hoja— se convirtió en algo más. Por otra parte, las que se habían realizado para los generales, con hojas tan duras que ningún herrero era capaz ni de arañar y que ya estaban marcadas con una garza, pasaron a ser objetos ansiados.
Rand apartó, sobresaltado, las manos de la espada apoyada en sus rodillas. Ésta se volcó y, en un acto reflejo, la aferró antes de que golpeara las losas del suelo.
—¿Queréis decir que los Aes Sedai hicieron ésta? Pensaba que estabais hablando de vuestra espada.
—No todas las hojas con la marca de la garza son producto del trabajo de los Aes Sedai. Son escasos los hombres que manejan una espada con la destreza necesaria para ser nombrados maestros espadachines y recibir el tributo de un arma marcada con la garza, pero, aun así, no restan suficientes espadas creadas por los Aes Sedai para entregárselas a ese puñado de elegidos. La mayoría proceden de las forjas de eminentes herreros; el más fino acero que el hombre puede producir y que, sin embargo, está fraguado por manos humanas. Pero ésta, pastor… ésta ha sido testigo del paso de tres mil años, como mínimo.
—No puedo librarme de ello —dijo Rand—, ¿no es cierto? —Situó la espada ante él, apoyada en la punta de la vaina; no tenía un aspecto distinto del que presentaba antes de saber la verdad— Forjada por Aes Sedai.
«Pero Tam me la dio —se dijo— Mi padre me la entregó». Prefirió no cuestionarse la manera como un pastor de Dos Ríos se había hecho con una espada con la marca de la garza. Había corrientes peligrosas en tales pensamientos, abismos que no deseaba explotar.
—¿De veras quieres irte, pastor? Volveré a preguntártelo: ¿por qué no te has marchado ya entonces? ¿Por la espada? En cinco años podría hacerte digno de ella, transformarte en un maestro espadachín. Tienes unas muñecas rápidas, buen equilibrio y no cometes dos veces el mismo error. Pero no dispongo de cinco años para enseñarte ni tú dispones de cinco años para aprender. No tienes ni un año por delante y tú lo sabes. De todas maneras, no vas a clavártela en el pie. Tu porte indica que esa espada te pertenece, pastor, y la mayoría de los matones de pueblo lo captarán así. Sin embargo, siempre has dado la misma impresión desde el día en que te la pusiste al cinto. ¿Entonces por qué estás todavía aquí?
—Mat y Perrin aún están aquí —murmuró Rand—. No quiero marcharme antes que ellos. No pienso hacerlo. Tal vez no vuelva a verlos… durante años. —Recostó nuevamente la cabeza sobre el muro—. ¡Diantre! Ellos al menos creen que estoy loco porque no regreso a casa con ellos. La mitad del tiempo Nynaeve me mira como si fuera un chiquillo de seis años que se ha hecho un rasguño en la rodilla y al cual ella va a curar, y la otra mitad, como si estuviera viendo a un extraño, a alguien a quien podría ofender si lo observase con demasiada atención, a decir verdad. Ella es una Zahorí y, además de eso, no creo que haya tenido jamás miedo ante nada, pero… —Sacudió la cabeza— Y Egwene. ¡Rayos y truenos! Sabe por qué tengo que irme, pero cada vez que lo menciono me mira y siento un nudo en el estómago y… —Cerró los ojos, apretando la frente contra la empuñadura de la espada, como si quisiera presionar sus pensamientos y librarse de su presencia—. Ojalá… Ojalá…
—¿Te gustaría que todo volviera a ser como antes, pastor? ¿O que la chica fuera contigo en lugar de ir a Tar Valon? ¿Crees que va a renunciar a convertirse en una Aes Sedai a cambio de una vida errante contigo? Si se lo planteas adecuadamente, tal vez lo haga. El amor es algo especial. —Lan adoptó un tono receloso—. Lo más especial que existe.
—No. —Aquello era lo que había estado deseando, que ella estuviera dispuesta a partir con él. Abrió los ojos, irguió la espalda y dotó de firmeza su voz—. No, no la dejaría venir conmigo si me lo pidiera. —No podía hacerle eso. «Pero, Luz, ¿no sería hermoso, sólo por un minuto, que ella dijera que quiere venir?»— Se pone tozuda como una mula cuando se le mete en la cabeza que intento decirle lo que tiene que hacer, pero, de todas maneras, aún puedo protegerla contra eso. —Deseaba que ella se encontrara de nuevo en el Campo de Emond, pero aquella esperanza se había desvanecido desde el día en que Moraine había llegado a Dos Ríos— ¡Aun cuando ello represente que va a convertirse en una Aes Sedai! —Por el rabillo del ojo advirtió la ceja enarcada de Lan y se ruborizó.