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Tras recoger su camisa, descendió las escaleras y echó a correr.

2

La bienvenida

Las salas de la fortaleza de Fal Dara, con sus paredes de piedra lisa austeramente decoradas con simples tapices y telas pintadas, bullían con las noticias de la eminente llegada de la Sede Amyrlin. Los criados de libreas negras y doradas se afanaban en sus tareas, corriendo a preparar habitaciones o transmitir órdenes a las cocinas, lamentándose de que no tendrían todo dispuesto para un personaje de tamaña categoría sin haber sido avisados con antelación. Los guerreros de ojos oscuros, con las cabezas rapadas a excepción de una cola atada con un cordel de cuero, no corrían, pero su paso era presuroso y sus rostros revelaban una excitación normalmente reservada para las batallas. Algunos de los hombres dirigían unas palabras a Rand mientras éste se precipitaba por los corredores.

—Ah, aquí estás, Rand al’Thor. Que la paz propicie el uso de tu espada. ¿Vas a asearte? Querrás lucir un óptimo aspecto cuando te presenten a la Sede Amyrlin. Seguro que querrá veros a ti y a tus amigos al igual que a las mujeres, date por advertido.

Avanzó al trote hacia las amplias escaleras, por las que podían pasar veinte hombres de frente, las cuales conducían a los aposentos de los hombres.

—La Sede Amyrlin en persona, llegaba sin más aviso que un simple buhonero. Debe de haber venido por Moraine Sedai y vosotros los del sur, ¿eh? ¿Para qué si no?

Las grandes puertas, reforzadas con hierro, de los apartamentos de los hombres estaban abiertas, y medio atascadas con soldados con coleta que cuchicheaban acerca de la imprevista visita de la Sede Amyrlin.

—¡Hola, sureño! La Amyrlin está aquí. Habrá venido a veros a ti y a tus amigos, supongo. ¡Paz, qué honor para vosotros! Raras veces abandona Tar Valon y, que yo recuerde, nunca ha visitado las Tierras Fronterizas.

Se alejó de ellos tras pronunciar unas breves frases. Debía lavarse y buscar una camisa limpia. No tenía tiempo para charlar. Ellos creían comprender su estado de ánimo y lo dejaron marchar. Ninguno de ellos sabía nada más aparte de que él y sus amigos habían viajado en compañía de una Aes Sedai y que dos de ellos eran mujeres que iban a ir a Tar Valon a formarse como Aes Sedai, pero sus palabras no hacían más que aumentar sus temores. «Ha venido por mí»

Se precipitó hacia la habitación que compartía con Mat y Perrin… y se quedó petrificado y boquiabierto. El dormitorio estaba lleno de mujeres vestidas de blanco y dorado, que trabajaban diligentemente. No era una estancia grande y las ventanas, un par de altas y angostas aspilleras que daban a uno de los patios interiores, no contribuían a ampliar la sensación de espacio. Tres camas situadas sobre plataformas con baldosas negras y blancas, un baúl al pie de cada una de ellas, tres sillas, una jofaina y un aguamanil junto a la puerta y un gran armario casi abarrotaban la habitación. Las ocho mujeres parecían peces que rebulleran en el interior de un cubo.

Las doncellas apenas si le dedicaron una mirada antes de continuar sacando sus ropas —y las de Mat y Perrin— del armario para sustituirlas por otras nuevas. Dejaban sobre los arcones lo que encontraban en los bolsillos y luego amontonaban sus viejos atuendos como si de harapos se tratara.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó cuando hubo recobrado el aliento—. ¡Esta ropa es mía!

Una de las mujeres introdujo un dedo en un desgarrón de la manga de su única chaqueta y luego la arrojó al montón del suelo.

Otra, una mujer de cabello oscuro con un gran manojo de llaves colgado en el pecho, posó la vista en él. Era Elansu, shatayan de la fortaleza. Él la consideraba como un ama de casa, si bien la casa de que ella se ocupaba era una fortaleza y a su servicio trabajaba casi un ejército de sirvientes.

—Moraine Sedai dijo que todas vuestras ropas están gastadas y lady Amalisa os ha mandado hacer otras. Ahora sal de en medio —agregó con firmeza— y así terminaremos antes. —Había pocos hombres a los que la shatayan no era capaz de imponer sus deseos, algunos opinaban que de ello no se libraba ni el propio lord Agelmar, y era evidente que no estaba dispuesta a aceptar ninguna resistencia por parte de un hombre tan joven que incluso hubiera podido ser su hijo.

Reprimió lo que iba a contestar; no había tiempo para discutir. La Sede Amyrlin podía mandarlo llamar de un minuto a otro.

—Que lady Amalisa sea honrada por su presente —logró articular, a la usanza de Shienar— y vos también, Elansu shatayan. Dignaos transmitir mis palabras a lady Amalisa y decirle que me declaro, en cuerpo y alma, su humilde servidor. —Aquello bastaría para satisfacer la afición shienariana por el trato ceremonioso que debían de tener ambas mujeres—. Pero ahora, si me excusáis, debo cambiarme.

—Eso está mejor —alabó Elansu— Moraine Sedai ha dicho que os quitarais todo lo que llevabais. Todas las prendas, incluida la ropa interior. —Varias de las criadas lo miraron de reojo, pero ninguna de ellas se dirigió a la puerta.

Se mordió la lengua para no echarse a reír con nerviosismo. Había muchas costumbres en Shienar que diferían bastante de las de su tierra y había algunas a las que no se habituaría aunque viviera allí durante el resto de sus días. Había optado por tomar el baño a primeras horas del día, cuando los grandes estanques embaldosados estaban vacíos, después de descubrir que en cualquier otro momento podía introducirse en el agua una mujer junto a él. Tanto podía tratarse de una fregona como de lady Amalisa, la propia hermana de lord Agelmar —los baños eran uno de los lugares de Shienar donde no había diferencias de rango—, abrigando la expectativa de frotarle la espalda a cambio del mismo favor y preguntándole por qué tenía la cara tan colorada: ¿acaso había tomado demasiado sol? Pronto habían aprendido a reconocer que aquello era rubor y no había ni una mujer en la fortaleza que no se sintiera fascinada por verlo.

«¡Podría estar muerto o en un estado aún peor dentro de una hora, y están esperando a que me ponga colorado!» Se aclaró la garganta.

—Si aguardáis afuera, os entregaré el resto. Por mi honor.

Una de las doncellas emitió una risa ahogada e incluso Elansu arqueó los labios, pero la shatayan asintió e indicó a las otras mujeres que recogieran los bultos de ropa. Ella fue la última en salir y se detuvo bajo el dintel para añadir.

—Las botas también. Moraine Sedai ha especificado que habíamos de retirarlo todo.

Rand abrió la boca y luego la cerró de nuevo. Sus botas, manufacturadas por el zapatero de Campo de Emond, se hallaban sin duda en buen estado, bien moldeadas a sus pies. Sin embargo, si el hecho de renunciar a sus botas tenía como resultado que la shatayan lo dejara solo, se las entregaría; y, si quería algo más, también se lo daría. No disponía de tiempo.

—Sí. Sí, claro. Por mi honor. —Empujó la puerta, obligándola a salir.

Ya solo, se sentó en su cama para quitarse las botas —todavía estaban en buen estado; un poco gastadas, con el cuero estriado aquí y allá, pero resultaban cómodas y útiles— y después se desvistió apresuradamente, apilando su atuendo encima del calzado, y se lavó en la palangana con igual celeridad. El agua estaba fría, al igual que lo estaba siempre en los aposentos de los varones.

El armario tenía tres anchas puertas labradas con una simple decoración al gusto shienariano, que en este caso sugería más que representaba una serie de cascadas que se precipitaban entre peñascos. Tras abrir la hoja central, observó durante un momento lo que había ido a sustituir el escaso vestuario que había traído consigo. Una docena de chaquetas de cuello alto de la más fina lana y de corte tan elegante como las que había admirado en los mercaderes y nobles, en su mayoría bordadas como las prendas de días festivos. ¡Una docena! Tres camisas para cada chaqueta, de lino y de seda, con holgadas mangas y ceñidos puños. Dos capas. Dos, cuando él se había conformado con una durante toda su vida. Una de ellas era sencilla, de gruesa lana de color verde oscuro; la otra era de tonalidad azul intensa con un cuello rígido bordado en oro con garzas… y un dibujo en el pecho izquierdo, donde los aristócratas lucían su emblema.