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– En ese caso será mejor que me marche enseguida.

– ¿Qué hay de Ryana? Ha solicitado un período de meditación solitaria que yo le he concedido y que por lo tanto debo respetar. No se la puede molestar hasta que decida abandonar la torre.

– Si he de llegar al Diente del Dragón a tiempo, no puedo esperar; además creo que resultará más fácil así. Decidle… -Se humedeció los labios-. Decidle que jamás quise herirla, pero que el nombre que me disteis es muy apropiado. Sorak es el nómada que debe ir siempre solo.

– Antes de que te vayas… -dijo Varanna, poniéndose en pie-. Espera aquí un momento.

Abandonó o la habitación y regresó al cabo de un momento con un paquete largo y estrecho, envuelto en tela, que depositó sobre la mesa.

– Me dieron esto como un regalo hace muchos años, a cambio de un pequeño favor que realicé durante una peregrinación -explicó, mientras lo desenvolvía con cuidado-. No he tenido ocasión de utilizarlo jamás y creo que te será de más utilidad a ti que a mí.

Retiró la última capa de tela y apareció una espada, guardada en una vaina de cuero.

– Me gustaría que la cogieras, como recuerdo -ofreció Varanna, tendiéndosela-. Es justo que sea tuya. Es una antigua espada elfa.

Por su tamaño, se trataba de una espada larga; pero, a diferencia de tales espadas, tenía una hoja curva que se ensanchaba ligeramente en la punta, casi como un cruce entre un sable y un alfanje, excepto que la punta tenía forma de hoja. La empuñadura estaba envuelta en hilo de plata, con el pomo y la cazoleta de bronce.

Sorak desenvainó la espada y lanzó una exclamación al ver las intrincadas marcas sinuosas de la envoltura sobre la hoja.

Pero… ¡si es una espada de acero!

– Y del más raro -añadió Varanna, aunque el acero en sí mismo era raro en Athas, donde casi todas las armas se hacían de obsidiana, hueso y piedra-. El arte para fundir este acero se perdió hace muchos siglos. Es más resistente que el acero normal y su filo mejor. En las manos apropiadas, resultaría un arma formidable.

– Es un regalo magnífico -dijo Sorak-. Lo conservaré siempre. -Dio unos mandobles con ella-. Está muy bien equilibrada, pero la forma de la hoja es poco corriente. Creía que los elfos llevaban espadas largas.

– Ésta es una espada especial -respondió la señora-, la única de su clase. En su hoja hay escritas antiguas runas elfas. Deberías poder leerlas, si es que no perdí el tiempo enseñándote la lengua de tus antepasados.

Sorak alzó la espada, sosteniéndola sobre las palmas de las manos, y leyó la inscripción de la hoja.

– Fuerte en espíritu, bien templado, forjado en la fe. -Asintió-. Un sentimiento noble de verdad.

– Más que un sentimiento -repuso Varanna-. Un credo de los antiguos elfos. Vive según él, y la espada jamás te fallará.

– No lo olvidaré -aseguró él mientras envainaba la espada-, como tampoco olvidaré todo lo que habéis hecho por mí.

– Cuando estemos todas reunidas en el comedor para cenar, anunciaré que te vas -manifestó Varanna-. Así todas tendrán la oportunidad de despedirse.

– No, creo que preferiría partir discretamente -replicó Sorak-. Ya será bastante difícil marcharme sin tener que decir adiós a todo el mundo.

– Lo comprendo -Varanna asintió con la cabeza-; yo me despediré por ti. Pero al menos podrás decirme adiós a mí. -Le tendió los brazos y él la abrazó.

– Habéis sido como una madre para mí, la única madre que he conocido. Dejaros es la parte más dura.

– Y tú, Sorak, has sido como el hijo que nunca hubiera podido tener -respondió ella con los ojos húmedos-. Siempre ocuparás un lugar en mi corazón, y nuestras puertas siempre estarán abiertas para ti. Ojalá encuentres lo que buscas.

– La señora me ha comunicado que nos dejas -dijo la hermana portera-. Te echaré en falta, Sorak. Y también echaré de menos el dejarte salir cada noche, Tigra. -La anciana portera extendió la arrugada mano para acariciar el pelo de la cabeza del tigone. El animal ronroneó y le lamió la mano.

– También yo te echaré de menos, hermana Dyona -repuso Sorak-. Fuiste la primera en abrirme las puertas, y ahora, diez años después, eres la última en verme partir.

– ¿Realmente han sido diez años? -La anciana sonrió-. Parece como si hubiera sido ayer; claro que, a mi edad, el tiempo pasa deprisa y los años se convierten en instantes. Buena suerte, Sorak. Ven, abrázame.

La abrazó y le dio un fuerte beso en la arrugada mejilla.

– Buena suerte, hermana.

Cruzó las puertas y descendió por el sendero con paso rápido y decidido. A su espalda, sonaba la campana que llamaba a las hermanas al comedor para cenar. En su mente aparecieron las largas mesas de madera atestadas de mujeres que reían y charlaban, las más jóvenes arrojándose de vez en cuando comida las unas a las otras a modo de juego hasta que las jefas de mesa las reprendían para que desistieran, los cuencos de comida circulando, la agradable y reconfortante sensación de comunidad y familia que ahora abandonaba, tal vez para siempre.

Pensó en Ryana, sentada sola en la cámara de meditación de la torre del templo, la pequeña habitación adonde él mismo se había retirado cuando necesitaba estar solo un tiempo. Le llevarían la comida y la deslizarían por una pequeña abertura en la parte inferior de la gruesa puerta de madera. Nadie le hablaría, nadie la molestaría; la dejarían sola con sus pensamientos hasta que decidiera salir. Y, cuando saliera, descubriría que él se había ido.

Mientras se alejaba del convento a grandes zancadas, se preguntó en qué estaría ella pensando. Habían crecido juntos y ella siempre había sido muy especial para él, mucho más que cualquiera de las otras. Como la misma Ryana había dicho, ella fue la primera en tenderle una mano amiga, y su mutua confianza se había convertido en algo más que amistad. Mucho, mucho más que eso.

Durante años había sido una hermana para él, no una hermana en el mismo sentido en el que todas las mujeres del convento se llamaban unas a otras «hermanas», sino una hermana real. Ya desde el principio se había creado un vínculo entre ambos, un vínculo que siempre estaría allí, no importaba dónde estuvieran o qué distancia los separase. Pero no eran auténticos hermanos, y los dos lo sabían, y era esa información la que impedía un auténtico amor fraternal; de modo que, a medida que crecían y empezaban a sentir los impulsos sexuales de la cada vez más cercana madurez, aquellos sentimientos se habían tornado más poderosos, profundos e íntimos. Era algo de lo que Sorak había sido muy consciente, aunque siempre había evitado enfrentarse a ello.

Porque siempre supiste que era algo que no podía ser, le dijo la Guardiana desde el interior de su mente.

Quizá lo supiera, respondió Sorak también mentalmente, pero me permití una esperanza, y al esperar algo que nunca podría ser, la traicioné.

¿Cómo la traicionaste?, inquirió la Guardiana. Jamás le prometiste nada. Nunca le hiciste promesas.

De todos modos, es como una traición, contestó Sorak.

¿De qué sirve insistir en esta cuestión?, intervino Eyron, una voz cansina que sonaba ligeramente irritable en la mente del muchacho. Se tomó la decisión de marcharn nt os, y nos hemos ido. La chica ha quedado atrás, ya está hecho y el asunto ha quedado zanjado.

Pero sigue existiendo la cuestión de los sentimientos de Ryana, dijo Sorak.

¿Y qué?, replicó Eyron con sequedad. Sus sentimientos son asunto suyo y responsabilidad suya. Nada de lo que hagas lo cambiará.