A lo mejor no, Eyron, repuso Sorak; pero, al convertirme en parte de su vida, soy en cierto modo responsable del efecto que he producido en ella.
Tonterías. Ella es libre de decidir, contestó el otro. Tú no la obligaste a enamorarse de ti. Ella lo eligió.
Si te hubiera conocido a ti, Eyron, probablemente no habría hecho tal elección, contestó Sorak con aspereza.
De haberme conocido, no habría existido ningún malentendido, le espetó Eyron, porque le habría dicho la verdad desde el principio.
¿Sí?, inquirió Sorak. ¿Y cuál es la verdad, según la ves tú?
Que te has enamorado de ella, que Kivara siente curiosidad por explorar nuevas sensaciones, que la Guardiana la considera una amenaza, y que la Centinela se siente amenazada por todo. Al Vagabundo le importa poco, tanto una cosa como la otra, ya que el amor carece de aspectos prácticos, y la Sombra la habría aterrorizado.
¿Y qué hay de los otros?, quiso saber Sorak.
Chillido no es mucho mejor que esa enorme bestia estúpida que nos acompaña, y Poesía jamás la habría podido tomar en serio, ya que no se toma nada en serio. Y no me permitiré hablar por Kether, puesto que Kether no se digna hablar conmigo.
No me sorprende, intervino Kivara.
Nadie te ha preguntado, replicó Eyron.
– ¡Ya es suficiente! -exclamó Sorak en voz alta, exasperado-. ¡Concededme un poco de tranquilidad!
Al poco rato empezó a cantar. Las palabras resonaron fuertes y claras mientras seguía el sendero, entonando una vieja canción halfling sobre una doncella y un cazador que experimentaban por vez primera el amor. Era la voz de Sorak la que cantaba, pero era Poesía y no el joven quien recitaba la letra. Sorak no la conocía, o más bien no la recordaba de un modo consciente, pues se trataba de una canción que su madre le había cantado a menudo mientras lo acunaba. Mientras Poesía cantaba, el Vagabundo conducía sus pasos por el sendero que atravesaba el valle en dirección a las montañas. La Guardiana sumió con dulzura al muchacho en una especie de sopor y lo acunó en soledad, aislándolo no sólo de los otros, sino también del mundo exterior.
Tigra percibió el cambio en él, pero el animal no se sorprendió por ello. Nunca había conocido a Sorak de otra forma. El Vagabundo avanzaba con largas y rápidas zancadas, la ligera mochila de cuero y el odre de agua de Sorak colgados al hombro, la espada sujeta a la cintura. Vestía las únicas ropas que poseía, un par de calzones tejidos en tel j a marrón embutidos en unos altos mocasines de piel anudados con cordones, una túnica amplia también marrón con capucha que le llegaba casi hasta los tobillos, para protegerse del frío aire de la montaña. Las únicas otras cosas que llevaba eran un bastón de madera, un estilete guardado en un mocasín, su espada de acero y un cuchillo de caza en una fina funda de cuero que colgaba de su cintura.
En el convento, la dieta había sido estrictamente vegetariana. De vez en cuando, se habían precisado pieles y cuero, y en tales ocasiones se habían cazado animales, pero siempre con moderación y con gran solemnidad y ceremonia. Las pieles se curtían y utilizaban, y la carne se salaba y cortaba en piezas de cecina para que la primera sacerdotisa que marchara en peregrinaje la distribuyera entre los necesitados. A Sorak se le había enseñado a venerar la vida, y él seguía y respetaba las costumbres villichis, pero los elfos eran cazadores que comían carne, y los halflings eran carnívoros hasta el punto de alimentarse de sus enemigos, de modo que la tribu de uno había llegado a un compromiso. En las ocasiones en que Sorak había ido al bosque por su cuenta, el Vagabundo cazaba mientras Sorak dormía. Sólo entonces se atiborraba la tribu de carne cruda y aún caliente. Era eso lo que la tribu hacía en estos momentos.
Cuando Sorak volvió a recuperar la conciencia, había pasado bastante tiempo y era de noche. Se encontraba sentado ante una fogata que no recordaba haber encendido, y sentía el estómago lleno. Comprendió que había matado y comido -o, más bien, que el Vagabundo lo había hecho-, pero no se sintió molesto. Aunque la idea de comer carne cruda de animales recién cazados no lo atraía en absoluto, sabía que estaba en su sangre y que no podía escapar de su propia naturaleza. Seguiría siendo vegetariano; pero, si sus otras personalidades elegían ser carnívoras, era cosa suya. De un modo u otro, se cubrían las necesidades del cuerpo que todos compartían.
Alzó los ojos hacia las estrellas y la silueta de las montañas, intentando orientarse para poder determinar qué distancia había recorrido el Vagabundo mientras él dormía. Se incorporó y se alejó de la luz de la fogata, para escudriñar el terreno a su alrededor. Los elfos poseían una mejor visión nocturna que los humanos, y como resultado la visión nocturna de Sorak era muy aguda. En la oscuridad, sus ojos brillaban como los de un felino, y no le costó distinguir el terreno que lo rodeaba.
El terreno descendía hasta un valle situado bastante más abajo, lo que indicaba que había ascendido casi hasta lo alto de la cumbre, y a lo lejos consiguió distinguir la torre del templo, sobresaliendo por encima de los matorrales. Se preguntó si Ryana seguiría allí, y luego rápidamente apartó o ese pensamiento de su mente. Eyron tenía razón, se dijo, y no servía de mucho insistir en ello ahora. Había abandonado el convento, probablemente para no regresar, y lo sucedido allí pertenecía a una parte de su vida que ahora ya era pasado. Tenía que mirar al futuro.
A lo lejos, más allá de las cumbres de las montañas que rodeaban el aislado valle, podía distinguir las cimas más altas de las Montañas Resonantes como sombras proyectadas sobre el cielo, con el Diente del Dragón destacando claramente por encima de todas ellas, inquietante y siniestro.
E É l nombre se debía a su aspecto. Alzándose por encima de las cordilleras más altas, era ancho en su base, pero se estrechaba bruscamente a medida que ascendía hasta que sus laderas resultaban casi verticales, y, ya cerca de la cima, describía un ángulo aún más pronunciado, de modo que sus laderas no sólo eran verticales, sino que describían una curva en un lado, como un diente o colmillo gigantesco que arañara el cielo. A una enorme distancia de las civilizadas ciudades de las mesetas, una expedición a través del desierto y montañas arriba -aunque sólo fuera para llegar a las estribaciones más bajas del imponente pico- habría resultado ya de por sí ardua. Los terribles peligros que se corrían durante el ascenso disuadían a los más aventureros de escalar el Diente del Dragón, ya que, de los pocos que lo habían intentado, todos habían fracasado, y la mayoría no había sobrevivido.
Sorak no sabía si tendría que escalar la montaña. Al menos en una ocasión, su llamada había llegado hasta la pyreen que se encontraba en lo alto de la cima de la montaña, y él había estado entonces en medio del desierto, a kilómetros de distancia incluso de las estribaciones de las Montañas Resonantes. Sin embargo, desde entonces no había conseguido concentrar sus poderes paranormales a un nivel parecido, ni tenía ni idea de cómo lo había podido hacer. La Guardiana, que era de todos ellos quien poseía poderes telepáticos, no había lanzado la llamada; ni tampoco los otros, o al menos no recordaban haberlo hecho. Con el cuerpo que todos compartían arrastrado a una situación extrema, todos se encontraban inconscientes o delirando en ese momento, por lo que tal vez en su delirio y desesperación se habían unido todos en ese esfuerzo o quizás uno de ellos había utilizado reservas ocultas. O pudiera ser que la llamada la hubiera lanzado otro, una de las identidades esenciales, profundamente sepultadas, que ninguno de ellos conocía.