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– Ésa es una pregunta que sólo tú puedes contestar. Las preguntas que has planteado ya se me habían ocurrido a mí. De no haber sido así, sin duda habrías encontrado algún modo sutil de hacerme pensar en ellas. -Sonrió irónico-. A lo mejor ya lo has hecho, y ahora te limitas a intentar remachar en el clavo, a hacer hincapié en la incertidumbre afincada ya en mi mente. De todos modos, no pienso abandonar la tarea que me he fijado, aunque me lleve toda la vida cumplirla. Quizás, Eyron, tú encuentras una cierta seguridad en nuestra ignorancia de nuestro pasado, pero yo no. Si quiero llegar a saber adónde voy en esta vida, primero tengo que averiguar dónde he estado. Y quién fui.

¿Y qué sucede con lo que eres?, replicó Eyron.

– Eso es algo que nunca sabré realmente hasta que descubra quién era y de dónde vine.

Lo que eres, lo que todos nosotros somos, insistió Eyron, nació en las mesetas desérticas.

– No, allí fue donde estuvimos a punto de morir -repuso Sorak-. Y, si no encuentro al niño que vivió antes de eso, entonces realmente habrá muerto, y una parte de todos nosotros morirá también. Ahora, escucha a la Guardiana y déjame en paz. Tengo que aclarar mis ideas e intentar que Kether se manifieste.

De todas las entidades que formaban la tribu, Kether era la más misteriosa, y la que Sorak comprendía menos. En las otras, veía cómo partes de su fragmentada personalidad se habían desarrollado a partir de los plantones de rasgos de carácter para convertirse en identidades claramente diferenciadas con personalidad propia. La gran señora lo había ayudado a comprender cómo su parte femenina, esa parte femenina presente en todo ser del sexo masculino, se había fragmentado y convertido en tres entidades femeninas distintas de la tribu. La Guardiana abarcaba sus aspectos empáticos y protectores; Kivara había surgido de su naturaleza sensual, lo que explicaba su pasión y curiosidad y la aparente despreocupación por cualquier clase de moralidad; la Centinela correspondía a su personalidad intuitiva y siempre alerta, y a su deseo de seguridad.

Entre sus aspectos masculinos, el Vagabundo representaba el resultado de su naturaleza pragmática y de la fuerza que la motivaba, y también las características heredadas de sus antepasados elfos y halflings. Poesía era su parte chistosa y creativa, el niño juguetón de su interior que no se tomaba nada en serio y encontraba una alegría inocente en todo lo que lo rodeaba. Eyron era el cínico y el pesimista, su parte negativa convertida en un realista hastiado del mundo que sopesaba los pros y los contras de todo y desconfiaba del optimismo romántico. Chillido era una consecuencia de su afinidad halfling hacia las bestias y otras criaturas inferiores, un aspecto sencillo y simple de su propia naturaleza animal. Y la Sombra era la parte sombría y misteriosa de su subconsciente, que se manifestaba raras veces, pero con una fuerza aterradora, primitiva y espantosamente arrolladora. Existían al menos otros tres o cuatro aspectos profundamente enterrados en su interior, como por ejemplo su núcleo infantil, que Sorak no conocía realmente; pero era una falta de conocimiento basada en la ignorancia y no, como sucedía con Kether, en la incapacidad de comprender.

A lo mejor, como había sugerido la gran señora, Kether era una evocación de su yo espiritual. Sin embargo, a Sorak no le parecía que Kether surgiera de ningún punto de su interior. La entidad no había hablado nunca con la gran señora, de modo que lo que ésta sabía provenía únicamente de lo que Sorak le había contado de sus escasos contactos. Con la mayoría de los otros, lo que el joven experimentaba era conciencia y comunicación; pero, con Kether, era más bien como una visita " de un ser de otro mundo.

El ente sabía cosas que Sorak no podía justificar de un modo racional, ya que eran cosas que él no podía de ningún modo haber sabido. Y Kether era viejo, o al menos parecía muy anciano. Había una antigüedad en él, una sensación de estar aparte mucho más fuerte que nada de lo que Sorak había sentido con los otros. Parecía como si, al fragmentarse en una tribu de uno, una especie de portal místico se hubiera abierto en su mente y Kether hubiera penetrado desde algún otro nivel de existencia.

Kether conocía cosas acaecidas antes de que Sorak naciera. Hablaba de algo llamado la Era Verde y afirmaba haber estado vivo entonces, miles de años atrás. En las pocas ocasiones en que el joven había estado en contacto con ella, la misteriosa entidad etérea no había revelado gran cosa, pero lo que había revelado habían sido cosas totalmente desconocidas para Sorak.

Eyron fingía indiferencia hacia Kether porque éste no «se dignaba» hablar con él, pero lo cierto es que Sorak sentía que la huraña entidad en realidad lo temía. Tal vez «temor» no fuera la palabra adecuada. Eyron sentía miedo de Kether porque no podía explicar de dónde provenía éste. Kivara, por su parte, jamás lo mencionaba; a lo mejor ni siquiera sabía de su existencia. El Vagabundo casi nunca hacía comentarios, de modo que Sorak no podía saber qué sentía; y, en cuanto a la Centinela, era consciente de la existencia de Kether, pero tampoco ella decía nada. Y era difícil obtener una respuesta clara de Poesía sobre cualquier cosa. De todos los otros que formaban la tribu de uno, sólo la Guardiana había facilitado alguna información sobre Kether, pero incluso ella sabía muy poco. Con sus habilidades empáticas, había conseguido averiguar que Kether era bueno, y que su esencia era de una pureza tal como nunca la había conocido en otro ser; pero, cuando Kether aparecía, la Guardiana «desaparecía», como hacían todos los demás, y su conciencia en tales momentos quedaba limitada a la percepción de su presencia.

¿Qué era exactamente Kether? Sorak no tenía forma de saberlo. Presentía que se trataba de un espíritu, la sombra de un ser que había vivido en el remoto pasado o incluso una representación de todas sus vidas pasadas. La gran señora le había contado que existía una continuidad a través de las innumerables vidas sucesivas de la que la mayoría de la gente no era consciente de una forma nítida, pero que de todos modos estaba allí. Quizá Kether fuera una manifestación de esta continuidad, o quizá fuera alguna otra clase de ser, un ser espiritual capaz de cruzar desde otro mundo para poseerlo.

– Preguntas -musitó Sorak para sí mientras se acurrucaba en su capa, envolviéndose bien en ella mientras el viento silbaba a través del hueco en el que se había refugiado-. Todo son preguntas, nunca respuestas. ¿Quién soy? ¿Qué soy y qué e va a ser de mí?

Tigra se apretó aún más contra él al percibir su necesidad de calor. El muchacho pasó la mano por la enorme cabeza del animal y lo acarició con dulzura.

– ¿Quién lo sabrá, Tigra? Tal vez simplemente me congele aquí arriba entre estas rocas, y ése sea el final de todo.

No te congelarás, dijo la Guardiana. Habría sido una estupidez venir de tan lejos sólo para fracasar. Aclara tus ideas, Sorak. Tranquiliza tus pensamientos, y a lo mejor Kether aparecerá.

«Sí -pensó Sorak-, pero ¿desde dónde? ¿Desde algún punto de mi interior? ¿De dentro de mi propia mente fragmentada, o de algún otro lugar, un lugar que no puedo ver ni sentir ni comprender?»

Aspiró con fuerza; luego expulsó el aire despacio y repitió el proceso varias veces mientras intentaba calmarse y entrar en un estado de serena abstracción. Concentrándose en su respiración, relajó los músculos y se dedicó a escuchar únicamente el viento y el sonido de su propio hálito. Tal y como le habían enseñado en el convento villichi, cerró los ojos y poco a poco se fue sumiendo en un tranquilo estado de meditación, mientras respiraba de forma regular y profunda…

– ¿Sorak?

Sus párpados se abrieron con un aleteo. Lo primero que vio fue que había anochecido y que las dos lunas brillaban llenas en el cielo. Lo segundo que observó fue que ya no tenía frío. El viento no había amainado, aunque ya no soplaba con tanta fuerza, pero a pesar de ello sentía calor. Y, finalmente, distinguió la figura que se encontraba justo en la abertura del hueco donde se había acurrucado, apoyada contra la roca. Era una figura delgada cubierta por una capa con capucha, una anciana con una larga melena blanca que le caía por el pecho y los hombros.