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– Desearía que hubiera algo más que pudiera hacer -insistió él. Se volvió y cogió su mochila, la abrió y rebuscó en su interior-. Sé que no es mucho, una pequeñez; pero, a excepción de Galdra, es lo único de valor que poseo. Había una chica allí en el convento, alguien muy especial para mí, y… bueno, cuando se cepillaba los cabellos, yo cogía los cabellos sueltos de su cepillo para trenzarlos en un cordón. Nunca lo supo, y yo había pensado que… bueno, eso no es importante. Es todo lo que tengo para dar, y me sentiría honrado si lo aceptaras.

Encontró el cordón trenzado con los cabellos de Ryana y lo sacó de la mochila; luego se giró para ofrecérselo a Lyra.

– Considéralo como una muestra de mi… -Su voz se apagó. La pyreen ya no estaba allí; miró a su alrededor rápidamente, pero no había ni rastro de ella. Y entonces dirigió la mirada hacia el lago y vio un pequeño embudo de aire que volaba a ras de la superficie del agua y se perdía veloz en la distancia.

Consérvalo, Sorak, le transmitió Lyra mentalmente. lo que significa para ti. La oferta en sí ya es un regalo y lo atesoraré siempre.

Y acto seguido desapareció.

Sorak bajó la vista hacia el delgado cordón fuertemente trenzado que había tejido con mechones sueltos de los cabellos de Ryana. Ella pertenecía a su pasado ahora. Había querido dar algo a Lyra, y esto era todo lo que tenía que realmente valorase; todo lo que le quedaba de la vida que había dejado atrás y de sus sueños sobre lo que podría haber sido. Galdra, la espada de los reyes elfos, representaba lo que aún podía ser. Un talismán para el pasado, uno para el futuro. Resultaba apropiado.

Se ató el cordón alrededor del cuello.

5

Las ruinas del viejo castillo se alzaban sobre una loma cubierta de maleza, a trescientos metros por encima del valle y la ciudad de Tyr, y, a medida que descendía por el sendero montañoso en dirección a la loma donde se encontraban las ruinas, Sorak podía ver la enorme ciudad desparramándose por el valle abierto a sus pies. Hacia el oeste, más allá de la ciudad, se extendía el Gran Desierto de Arenas de Aluvión, atravesado por las rutas de las caravanas que conectaban Tyr con las otras ciudades de los altiplanos. Desde Tyr, una ruta conducía a la aldea comercial de Altaruk, situada al otro extremo del desierto en dirección sudoeste, en la punta del estuario de la Lengua Bífida. Al oeste de Altaruk, la ruta describía luego una curva a lo largo de la orilla meridional del estuario, en dirección a la ciudad de Balic.

Otra ruta comercial conducía directamente hacia el este desde Tyr, y se bifurcaba cerca de un manantial en el centro del altiplano. Un ramal iba hacia el norte a la ciudad de Urik, que se encontraba cerca de la enorme depresión conocida como Cuenca del Dragón, luego al este, a las ciudades de Raam y Draj, más allá de las cuales se encontraba el Mar de Cieno. El otro ramal descendía hacia el sur, de vuelta al estuario de la Lengua Bífida, donde volvía a bifurcarse, con una ramificación hacia el sudeste, a Altaruk, y la otra hacia el este, a lo largo de la orilla norte del estuario, hasta que giraba bruscamente al norte, a través de una zona verde en los límites nordestes de las Llanuras de Marfil, en dirección a las Montañas Barrera y las ciudades de Gulg y Nibenay.

Todo esto lo sabía Sorak, pero lo que no sabía habría podido llenar un libro. En realidad, era en un libro donde había aprendido lo poco que sabía hasta el momento. Había encontrado el libro dentro de su mochila, envuelto en tela atada con un bramante, y lo primero que pensó fue que uno de los otros miembros de la tribu lo había deslizado allí sin que él se diera cuenta. Pero eso no parecía probable, puesto que él no poseía libros, ni tampoco creía que uno de los otros lo hubiera cogido del convento. Cada personalidad tenía su propia idiosincrasia, pero ninguno era un ladrón. Al menos, no que él supiera. Entonces se le ocurrió que la única persona que había tenido una oportunidad de deslizar el paquete dentro de la mochila era la hermana Dyona, la anciana portera; sin duda debía de haberlo hecho al abrazarlo cuando él se había despedido. Su sospecha se confirmó cuando desenvolvió el paquete y encontró junto con el libro una nota de la hermana portera. Decía:

«Un insignificante regalo para que te sirva de guía en tu viaje. Es un arma más sutil que tu espada, pero no menos poderosa, a su manera. Utilízala con sabiduría.

Con todo mi cariño, Dyona.»

No había nada escrito en la desgastada cubierta de piel del libro, pero en la primera de sus páginas de hoja de pergamino estaba escrito el título, El diario del Nómada. El autor, probablemente el Nómada del título, no se identificaba de ningún otro modo. A Sorak jamás le había interesado mucho la lectura; sus lecciones diarias allá en el convento habían conseguido que le desagradase, y, tras batallar con los libros de texto sobre artes paranormales y los largos y enrevesados pasajes poéticos de las antiguas obras druídicas y elfas, no entendía cómo nadie podía querer leer en su tiempo libre. Siempre había estudiado sus lecciones obedientemente, pero prefería pasar el tiempo practicando con las armas o en el bosque con Tigra y Ryana o en prolongadas excursiones con las hermanas más ancianas del convento. Tanto en las montañas como en las lomas o las desoladas extensiones de desierto al sur de Tyr, Sorak prefería aprender directamente sobre la flora y fauna athasianas.

Pero ahora comprendió que se encaminaba hacia un mundo del que sabía muy poco, y se dio cuenta del valor del regalo de Dyona. El diario se iniciaba con las palabras:

Vivo en un mundo de fuego y arena. El sol rojo socarra la vida de todo lo que se arrastra o vuela, y tormentas de arena restriegan el follaje del suelo estéril. Caen rayos de un cielo sin nubes y el trueno resuena sin motivo por el inmenso altiplano. Incluso el viento, seco y abrasador como un horno, puede matar de sed a un hombre.

Es ésta una tierra de sangre y polvo, en la que tribus de feroces elfos surgen de las llanuras de sal para saquear las caravanas solitarias, misteriosos vientos cantarines llaman a los hombres a una lenta asfixia en el Mar de Cieno y legiones de esclavos se enfrentan por unas fanegas de grano mohoso. El dragón saquea ciudades enteras, mientras reyes egoístas desperdician sus ejércitos erigiendo palacios ostentosos y sepulturas extravagantes.

Éste es mi hogar, Athas. Es un lugar árido y desolado, un erial con un puñado de ciudades austeras que se aferran precariamente a unos pocos oasis desperdigados. Es una tierra brutal y salvaje, sitiada por las luchas políticas y abominaciones monstruosas, donde la vida resulta lúgubre y corta.

Esto era un tipo de escritura diferente de los textos eruditos a que había estado expuesto en el convento. La mayoría de los rollos de pergamino y de volúmenes polvorientos de la meticulosamente catalogada biblioteca del convento eran textos supervivientes de viejas tradiciones elfas y druídicas, y estaban escritos en un estilo denso y florido que le resultaba trabajoso y agotador. Los restantes escritos de la biblioteca eran aquellos recopilados por la comunidad, relacionados primordialmente con las artes paranormales y la flora y fauna athasiana, y muchos de éstos eran poco más que listas enciclopédicas, que proporcionaban una lectura informativa, pero no muy divertida.

El diario del Nómada era diferente. No debía gran cosa, si es que debía algo, a las tradiciones floridas y rimbombantes de los antiguos bardos y, a excepción de los primeros pasajes bastante coloridos, el libro estaba redactado en un estilo sencillo y sin pretensiones. Leerlo era casi como mantener una conversación informal con el Nómada mismo. El diario contenía mucha información con la que Sorak ya estaba familiarizado por sus estudios en el convento, pero también incluía las observaciones personales del narrador sobre la geografía athasiana, las diversas razas de Athas y sus estructuras sociales, informes detallados sobre la vida en diferentes pueblos y ciudades athasianas, y comentarios sobre la política del país. Estos últimos, aunque bastante pasados de moda, facilitaron no obstante a Sorak un atisbo de la vida athasiana, sobre la que apenas sabía nada.