A todas luces, el Nómada había viajado por todo el mundo y visto y experimentado muchas cosas, sobre las que realizaba sus comentarios con sólidas y bien meditadas opiniones. Por primera vez, Sorak se dio cuenta de que la lectura podía ser algo más que un estudio laborioso de textos arcaicos y polvorientos pergaminos. El Nómada parecía infinitamente fascinado por el mundo en el que vivía, y trasladaba su entusiasmo por el tema a lo que escribía.
Cada noche, al detenerse para descansar, Sorak abría el diario y leía un poco a la luz de la hoguera antes de dormirse. Leer las palabras del Nómada era casi como tener a un guía locuaz y amistoso para su viaje. Esa noche pensaba acampar en el interior de las ruinas de un castillo que había sobre una loma; los desmoronados muros le facilitarían una cierta protección contra los fuertes vientos del desierto que azotaban las colinas. Por la mañana, seguiría camino hacia Tyr y, si se ponía en marcha temprano, calculaba poder llegar a la ciudad a últimas horas de la tarde o antes del anochecer. Qué haría cuando llegara allí, era algo que aún no tenía decidido.
De algún modo, tenía que establecer contacto con la Alianza del Velo. Pero ¿cómo? Lyra no le había dado pistas; no tenía pistas que darle. Los pyreens solían evitar las ciudades, ya que las encontraban decadentes y opresivas, y, al ser protectores, no eran en absoluto bien recibidos. Cada ciudad contenía reductos de subversivos profanadores, que obligaban a la Alianza del Velo a actuar clandestinamente. Aparte de eso, cualquier usuario de la magia, tanto si era protector como profanador, corría peligro en una ciudad athasiana.
Esto era un hecho que el muchacho había aprendido en el convento, y la importancia de la lección había quedado remachada por un incidente descrito en El diario del Nómada. El autor había presenciado cómo una muchedumbre enfurecida había apaleado hasta la muerte a una «bruja» en un mercado, sin que nadie hubiera hecho nada para ayudarla. El incidente había tenido lugar en Tyr, y, al describirlo, el Nómada escribió: «La magia ha convertido Athas en un desierto devastador. Sus habitantes culpan a todos los magos de su ruina, profanadores y protectores por igual. Y no sólo los culpan: también los desprecian. Para protegerse de este odio casi universal, los hechiceros buenos de Athas y sus aliados han creado sociedades secretas, conocidas genéricamente como la Alianza del Velo».
Según el Nómada, la Alianza del Velo no tenía una dirección central. Cada ciudad poseía su propio capítulo, y en ocasiones se formaban otros grupos similares en los pueblos más grandes. Tales capítulos funcionaban todos independientemente, aunque a veces existían contactos entre los grupos de ciudades próximas. Cada capítulo de la Alianza del Velo estaba dividido en células, con un número generalmente reducido de personas en cada célula, entre los tres y los seis miembros. Las células de primera categoría tenían líneas secretas de comunicación con la dirección del capítulo, con otras células de primera categoría, y con las células de categoría inferior situadas inmediatamente por debajo de ellas. Las células de segunda fila mantenían contacto tan sólo con las de primera categoría situadas inmediatamente por encima de ellas y con las de tercera situadas justo por debajo, pero no con otras células de primera, segunda o tercera categoría. Este modelo organizativo facilitaba que, en el caso de violación de la seguridad de una célula, la seguridad de las otras no se viera comprometida, La estructura permitía también que una o más células quedaran «aisladas» en un momento dado.
En las ciudades, explicaba el Nómada, los poderosos profanadores que constituían la élite gobernante -los reyes-hechiceros y los nobles que estaban bajo su protección- tenían templarios y soldados para mantener su seguridad e imponer su opresivo imperio. Era aconsejable pues que cualquier mago, tanto profanador como protector, que no estuviera bajo tal protección mantuviera el anonimato; la revelación podía -y generalmente así era- significar la muerte.
Sorak no tenía ni idea de cómo actuaría una vez que llegara a Tyr. ¿Cómo se podía establecer contacto con una organización secreta? Por lo que Lyra le había contado, parecía como si debiera hacer algo para llamar su atención y así animarlos a entrar en contacto, aunque tenía el presentimiento de que ese contacto podía resultar peligroso. También se daba cuenta de que intentar establecer contacto con la Alianza del Velo llevaría tiempo, sin duda más de un día o dos, y eso planteaba un problema en sí mismo: carecía de dinero.
Las villichis jamás llevaban dinero. En el convento no lo necesitaban; cultivaban su propia comida y confeccionaban todo lo que necesitaban a partir de la materia prima. Durante sus peregrinajes, las hermanas vivían de los frutos de la tierra por lo general, salvo cuando se aventuraban a entrar en pueblos y ciudades. En los pueblos eran alimentadas generalmente por sus habitantes, quienes raras veces ponían reparos ya que las hermanas comían muy poco y no consumían carne; además, si no había ninguna niña villichi en el lugar, seguían su camino tras tan sólo una breve estancia.
En las ciudades no eran tan bien recibidas, pues se las colocaba en la misma categoría que los protectores, aunque, como no tomaban partido en la política, las clases gobernantes no las consideraban una amenaza. Las villichis eran también famosas por su destreza en el combate y sus poderes paranormales, y se consideraba sensato no provocar su hostilidad. En el mejor de los casos, la gente las recibía con pasiva hostilidad; un posadero podía ofrecerles una mesa pequeña y discreta en un rincón y facilitarles un tazón de gachas, tal vez con unos pocos pedazos de pan duro. Se les ofrecía de mala gana, no obstante, ya que aunque el posadero simpatizara con los protectores, no era aconsejable que se lo viera tratando a uno con cortesía y amabilidad.
Sorak no era villichi y no podía esperar siquiera esa clase de tratamiento superficial. Si tenía que permanecer en la ciudad durante un largo período de tiempo, necesitaría dinero, y eso significaba que tendría que encontrar algún tipo de trabajo remunerado. Al no haber pisado nunca antes una ciudad, no sabía qué clase de trabajo ó podría ser ni cómo buscarlo.
Sus pensamientos se vieron repentinamente interrumpidos por la Centinela.
Hay hombres dentro de las ruinas, le dijo.
El joven se detuvo. Se encontraba aún a cierta distancia sendero arriba de la loma donde se alzaban las ruinas, pero ahora vio que la Centinela lo había detectado ya a través de sus sentidos. Una fina columna de humo apenas perceptible se elevaba de detrás de los derruidos muros. Alguien había encendido una fogata, cuyo humo el viento dispersaba rápidamente. Sin embargo, soplaba en su dirección, y ahora pudo oler el débil aroma de estiércol quemado, y un olor desconocido mezclado con el hedor de animales y de carne asada… Comprendió que era el olor del hombre.
Tanto elfos como halflings poseían sentidos más agudos que los humanos, y los de Sorak lo eran de un modo extraordinario, en parte porque era a la vez elfo y halfling, y en parte porque la Centinela estaba inexplicablemente alerta a la evidencia de esos sentidos.
Al contrario que los animales, los seres racionales podían verse distraídos por sus pensamientos y, a menos que realmente prestaran atención, podían pasar por alto cosas que sus sentidos les comunicaban. Ningún hombre era capaz de permanecer en un constante estado de alerta, consciente de toda la información transmitida por sus sentidos, ya que tal estado de concentración resultaría agotador y no dejaría espacio para nada más. Pero Sorak no era un hombre; era una tribu de uno, y el papel de la Centinela en esa tribu era no hacer otra cosa que prestar atención a todo lo que transmitían los sentidos del cuerpo que todos compartían. A la Centinela no se le escapaba nada, tanto si era significativo como si no. En este caso, el ente decidió que la información era asaz importante para avisar a Sorak de lo que sus sentidos ya habían detectado, pero no su propia conciencia. Y, ahora que la Centinela había disparado su vigilancia, los sentidos del joven parecieron tornarse de improviso mucho más agudos.