Выбрать главу

Mientras digería esta información, la Guardiana siguió examinando las mentes de los saqueadores. En su mayoría, se sentían irritados por la pesada tarea de estar a la expectativa de avistar la caravana y se quejaban de cómo sus camaradas que se habían unido a la caravana se divertían en Tyr, bebiendo y participando en orgías, mientras ellos se veían obligados a montar guardia desde aquella loma barrida por el viento. Se preguntaban con impaciencia cuánto tiempo tardaría el viaje de vuelta en estar organizado y en marcha, y esperaban con ansia el momento de desquitarse de sus frustraciones en los indefensos comerciantes y viajeros que componían la caravana. Finalmente, no obstante, dejaron de lado todas estas preocupaciones para dedicarse a una partida de dados.

La Guardiana se retiró con una sensación de enorme alivio y se ocultó, dejando que Sorak volviera a emerger, ahora con toda la información que ella había reunido con sus sondas. Habían transcurrido unos pocos instantes, y Sorak apenas se dio cuenta del tiempo que había estado ausente; no obstante, ahora poseía mucha información sobre la que recapacitar, y se preguntó qué hacer con ella.

¿Por qué deberías hacer algo?, inquirió Eyron. ¿Qué te importan a ti estos hombres? Nada. ¿En qué nos afecta si atacan la caravana?

Puede afectarnos mucho, respondió Sorak mentalmente. Si aviso a la caravana del inminente ataque, pueden prepararse para él e impedir que los cojan por sorpresa. Se salvarán vidas, y los comerciantes evitarán sufrir grandes pérdidas. Ellos estarán en deuda conmigo por la información, y el gobierno se beneficiará al enterarse de la existencia de espías procedentes de Nibenay.

Eso suponiendo que crean en tus palabras y no sospechen que tú mismo eres un espía, replicó Eyron con desconfianza.

Como extranjero, sospecharán de mí de todos modos, dijo Sorak. No conozco a nadie en la ciudad, y no tengo dinero. Sin embargo, acabo de tropezar con una oportunidad de congraciarme con intereses poderosos en Tyr y a lo mejor obtener también alguna clase de recompensa. Es una oportunidad que parece demasiado buena para dejarla escapar.

– ¡Por la sangre de un gith! -exclamó alguien-. ¡Huelo a halfling!

El viento había cambiado, pero Sorak no había creído que los humanos pudieran captar su olor.

– ¡Ya sabía yo que algo preocupaba a los crodlus! -chilló uno de los otros.

Se escuchó un gran alboroto al otro lado del muro al incorporarse precipitadamente los bandidos y coger sus armas, y Sorak comprendió que sería inútil correr. El sendero quedaba al descubierto en ambas direcciones y él resultaría un blanco fácil para sus arcos, o también podían montar y atropellarl d o con sus crodlus antes de que hubiera recorrido cien metros. No tenía más remedio que hacerles frente.

Se apartó rápidamente de la pared para no verse encerrado si aparecían por ambos lados, que fue precisamente lo que hicieron. Tres aparecieron por el lado derecho de la pared, tres por el izquierdo. Dos de los bandidos llevaban ballestas; dos empuñaban lanzas con la punta de obsidiana y escudos redondos de madera envueltos en cuero; uno llevaba un hacha de piedra y un escudo de madera; el último iba armado con un sable de obsidiana y un escudo. Todos llevaban dagas de obsidiana al cinto y en las botas, y los seis se cubrían con ligeros petos de cuero. Cinco eran varones humanos, pero el sexto bandido era un semielfo.

– ¡Quédate donde estás! -gritó el que se llamaba Di – gon, mientras los dos arqueros apuntaban a Sorak con sus ballestas.

– No es un halfling -dijo el que respondía al nombre de Silok-. Tu olfato no funciona, Aivar. Este hombre es humano.

– Te digo que huelo algo halfling en él -insistió el semielfo. Volvió a olfatear-. ¡También es elfo, por el trueno!

– ¿Un mestizo? -inquirió Digon, frunciendo el entrecejo-. Imposible. Elfos y halflings no se aparean.

– Mira sus orejas -indicó Vitor.

– No me importan sus orejas -dijo Zorkan- ¡Mirad esa espada!

Sorak permanecía totalmente inmóvil durante esta conversación, sin hacer ningún movimiento hacia sus armas.

– Si mueves ni que sea un músculo, mis arqueros te matarán aquí mismo -le espetó Digon-. ¿Qué eres?

– Simplemente un peregrino -respondió Sorak con voz serena.

– ¿Con una espada como ésa? -preguntó Digon. Sonrió y sacudió la cabeza-. No, no lo creo. ¿Cuánto has oído?

– Oí hombres que hablaban -repuso Sorak-, y vi vi el humo de vuestro fuego. Antes de eso, había pensado acampar aquí, pero parece que ya habéis ocupado el lugar. No os lo reprocharé; puedo encontrar otro lugar.

– ¿Por qué correr ningún riesgo? -preguntó Vitor-. Deberíamos matarlo y acabar con esto.

– Cállate -le ordenó Digon-. Averiguaremos qué ha oído, y si está solo. Suelta tu bastón, peregrino, y deja en el suelo la mochila.

Sorak hizo lo que le ordenaban.

– Bien -dijo Digon-. Ahora, deja que vea esa espada; pero despacio, te lo advierto, no sea que mis arqueros se pongan nerviosos.

El joven desenvainó poco a poco el arma elfa. La visión de Galdra provocó inmediatamente reacciones de asombro en los salteadores.

– ¡Acero! -exclamó Vitor.

– ¡Mirad esa hoja! -gritó Zorkan-. Jamás había visto algo así!

– ¡Silencio! -chilló Digon, dirigiendo a los otros una rápida mirada. Luego se volvió de nuevo hacia Sorak-. Ésa es mucha espada para un simple peregrino.

– Incluso los peregrinos necesitan protección -respondió él.

– Esa arma es demasiada protección para alguien como tú -replicó Digon-. Arrójala al suelo, frente a mí.

Sorak arrojó la hoja al suelo, justo frente al bandido.

– Eso es ser un buen chico -declaró Digon, con una sonrisa-. Y ahora esas dagas.

Sorak llevó la mano despacio hacia el cuchillo de caza de su cinturón. Al mismo tiempo, el grupo de crodlus atados bajo el bosquecillo de arbustos empezó a resoplar y bramar asustado, pateando el suelo y tirando de sus cuerdas. Cuando los bandidos se volvieron para ver qué los alteraba, Tigra saltó de entre la maleza y cargó contra ellos con un rugido.

– ¡Cuidado, un tigone! -chilló Aivar.

Zorkan se volvió y apuntó con su ballesta; pero, antes de que pudiera disparar, el cuchillo de caza de Sorak se hundió hasta la empuñadura en su garganta. El joven rodó por el suelo nada más lanzar el arma y, al incorporarse, extrajo el estilete de hueso de su bota y con un veloz movimiento lo lanzó contra el segundo arquero. Alcanzó al semielfo en el pecho y le atravesó el corazón; Aivar estaba ya muerto antes de caer al suelo. Para entonces, Sorak había recogido a Galdra del suelo frente a él y se levantó, listo para enfrentarse al resto de sus adversarios. Kivor era el que tenía más cerca. El salteador levantó su hacha, pero no fue lo bastante rápido, y la espada de Sorak se hundió en su pecho y salió luego por la espalda. Kivor lanzó un borboteo horrible mientras escupía sangre por la boca, y su hacha cayó al suelo. El joven lo desi i ncrustó de su espada con el pie y lanzó el cuerpo agonizante contra Digon; el jefe del grupo de facinerosos cayó al suelo con su camarada muerto encima.

Vitor lanzó un grito al saltar Tigra sobre él y derribarlo. Silok alzó su lanza para arrojarla contra el tigone, pero vio que Sorak corría hacia él con la espada levantada y se volvió para detener el golpe, alzando su escudo. Galdra descendió con un silbido, cortando tanto el escudo como el brazo del bandido, que aulló al ver cómo el miembro cortado caía al suelo junto con las dos mitades del escudo. Un surtidor de sangre brotó del lugar donde el brazo terminaba en un muñón. Sorak blandió otra vez la espada, y la cabeza de Silok cayó de sus hombros y aterrizó a sus pies. Mientras el cuerpo del hombre se desplomaba, Sorak giró en redondo y se encontró con Digon que se abalanzaba sobre él, descargando el sable en un golpe desde arriba. Levantó a Galdra justo a tiempo para parar el ataque, y la hoja de obsidiana se hizo añicos al golpear contra el acero elfo.