El salteador abrió los ojos de par en par mientras retrocedía, sosteniendo su escudo levantado ante él. Soltó la espada destrozada y buscó con la mano la daga de su cinto; pero, antes de que sus dedos pudieran cerrarse sobre la empuñadura, el cuchillo saltó repentinamente de su funda y voló por los aires hasta ir a aterrizar en el suelo a unos seis metros de distancia. Casi al mismo tiempo, Digon sintió como si unas manos invisibles le arrancaran el escudo de la mano, y también éste salió volando. Vio que su oponente permanecía allí inmóvil con la espada bajada a un costado, y se volvió para huir.
– Tigra -llamó Sorak.
El tigone salió en pos del bandido.
Haz que se detenga, pero no le hagas daño.
Tigra cortó el paso al salteador y se agazapó ante él, gruñendo. Digon se quedó totalmente inmóvil, contemplando al enorme animal, aterrorizado.
– Si te mueves, Tigra te matará -advirtió Sorak.
– ¡No, por favor! -suplicó él-. ¡Te lo ruego, perdóname la vida!
– ¿Igual que me la habríais perdonado a mí? -dijo Sorak-. Tigra, trae.
El tigone sujetó el antebrazo del bandido entre los dientes y llevó a éste hasta el joven. El rostro de Digon estaba totalmente blanco de miedo.
– ¡Ten piedad, por favor, te lo suplico! ¡Haré cualquier cosa que digas!
– Sí, creo que lo harías -repuso Sorak mientras envainaba la espada.
Se volvió y recuperó su mochila, dagas y bastón, luego se encaminó a las ruinas, donde los salteadores habían acampado. Tigra lo siguió, arrastrando por el brazo a Digon, que gimoteaba atemorizado.
La fogata era casi un rescoldo, de modo que Sorak se inclinó, cogió u ti nos cuantos pedazos de madera, y los arrojó al fuego. Tras examinar rápidamente el campamento, soltó el bastón y la mochila y se acomodó en el suelo, junto a la hoguera.
– Siéntate -ordenó al bandido.
Tigra soltó el brazo de Digon, quien se sentó muy despacio frente a Sorak, con la fogata entre ambos. El hombre tragó saliva con fuerza mientras su mirada iba de la temible bestia situada junto a él a Sorak y viceversa. No podía creer lo que acababa de suceder; habían sido seis contra uno, y ahora él era el único que quedaba con vida. A uno de sus hombres lo había matado el tigone, pero este «peregrino» había despachado a los otros cuatro él solo, y con una rapidez y facilidad que parecía imposible. Jamás se había sentido tan asustado.
– Tengo dinero -dijo Digon-. Monedas de plata y vales comerciales. Déjame con vida y te puedes quedar con todo.
– Me lo podría quedar todo igualmente -respondió Sorak.
– Sí que podrías -reconoció el malhechor, sombrío-, pero, escucha: aún tengo otras cosas que ofrecer.
– ¿Qué cosas?
– Información -respondió él-. Transmitida a la gente adecuada, esta información podría producirte una recompensa mucho mayor de lo que contiene mi bolsa.
– ¿Te refieres a información sobre cómo tus compañeros de pillaje planean atacar la caravana?-inquirió Sorak-. ¿O te refieres a los hombres que vuestro cabecilla envió a Tyr a espiar para Nibenay?
Digon se quedó boquiabierto por la sorpresa.
– ¡Por la sangre de un gith! ¿Cómo rayos lo sabes? -Y entonces recordó cómo le habían sacado la daga de la funda y arrancado el escudo de la mano, como si se tratara de manos invisibles-. Claro -dijo-, tendría que haberlo sabido por la forma en que dominas al tigone. -Suspiró y contempló las llamas con expresión taciturna-. Vaya suerte la mía tropezarme con un maestro del Sendero. Eso significa que no tengo nada con lo que negociar. Voy a morir.
– A lo mejor no -repuso Sorak.
El bandido levantó la cabeza inmediatamente, con una llamarada de esperanza en los ojos.
– ¿Qué quieres decir?
– Tu jefe…, Rokan -dijo Sorak; mientras hablaba, se replegó al interior, y la Guardiana sondeó la mente del ladrón y percibió la imagen del cabecilla que apareció en ella.
– ¿Qué pasa con él? -inquirió Digon, inquieto.
– ¿Quiénes son los hombres que eligió para espiar para Nibenay?
En cuanto oyó la pregunta, Digon pensó en los hombres escogidos para la misión, y la Guardiana pudo ver sus rostros en la mente del facineroso. Y, con sus rostros, surgieron sus nombres.
El Í hombre vio la atención con que lo miraba Sorak, y tragó con fuerza.
– No puedo ocultarte nada. Ya lo sabes, ¿verdad?
– Sí, lo se.
– ¿Qué más quieres de mí? -suspiró Digon.
– Cuando tus amigos ataquen la caravana, ¿dónde tendrá lugar la emboscada? -Apenas hecha la pregunta, la Guardiana percibió ya la respuesta en la mente del otro. Sin siquiera esperar a la respuesta, siguió preguntando-: ¿Cuántos son? -Y también esa respuesta apareció al momento, ya que Digon no pudo evitar pensar en ella-. ¿Qué armas tienen?
– ¡Para! -gritó el salteador-. ¡Dame al menos tiempo para contestar! ¡Déjame una pizca de dignidad!
– ¿Dignidad? -repitió Sorak-. ¿En alguien como tú?
Las comisuras de los labios de Digon se torcieron hacia abajo y el hombre desvió la vista para evitar la mirada del joven.
– Vete -dijo Sorak.
El salteador lo miró con incredulidad, no muy seguro de haber oído bien.
– – ¿Qué?
– He dicho «vete».
– ¿Me dejas marchar? -Dirigió una inquieta mirada a Tigra.
– El tigone no te hará daño -indicó Sorak-. Ni tampoco yo. Eres libre de marcharte, aunque mereces morir.
. Sin acabar de creer en su buena suerte, Digon se incorporó despacio, como si esperara que Sorak cambiara de idea en cualquier momento.
– Antes de irte -añadió el joven-, piensa en lo que sucederá si intentas avisar a tus amigos que esperan en el desierto o bajas a Tyr y buscas a Rokan. Un largo viaje realizado para nada, espías descubiertos y los planes para robar desbaratados, todo por tu causa.
– Me matarían -dijo Digon, mordiéndose el labio inferior-. Pero… ¿por qué me dejas con vida?
– Porque puedo -respondió Sorak-, y porque puedes hacerme un favor.
– Sólo tienes que nombrarlo.
– Quiero ponerme en contacto con la Alianza del Velo.
– Sólo he oído hablar de ellos -replicó Digon, negando con la cabeza-. No sé nada que pueda ayudarte.
– Lo sé; pero puedes ir a la ciudad y prepararme el camino. Haz preguntas. Averigua lo que puedas. Y, si se ponen en contacto contigo, háblales de mí. Manté e nte alejado de tus amigos de bandidaje, no obstante; lo digo por tu bien.
– No necesitas recordármelo.
– ¿Lo harás?
– Sabes que lo haré -contestó él con un leve bufido-. Sería inútil intentar engañar a alguien que puede leerte el pensamiento. Lo que pides implica un riesgo, pero ese riesgo no es nada comparado con lo que Rokan me haría, y no es un precio exagerado a cambio de conservar la vida. Cuando hable de ti, ¿qué nombre debo dar?
– Me llaman Sorak.
– ¿Un nómada que anda solo? Entonces Aivar se equivocaba. ¿Eres un elfo?
– Soy un elfling.
– De modo que tenía razón; eres un mestizo. Pero resulta inaudito que halflings y elfos se apareen. ¿Cómo sucedió?
– Eso no te importa.
– Lo siento, no quería ofenderte. ¿Puedo llevarme mi crodlu?
– Sí, pero deja los otros.
– Se podría obtener un buen precio por ellos en el mercado -dijo Digon, asintiendo-. ¿Y las armas? ¿Vas a dejar que me vaya desarmado?
– Te dejaré tu bolsa. Puedes utilizarla para comprar nuevas armas en la ciudad.