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Digon volvió a asentir. Sorak lo siguió hasta más allá del muro. Mientras se encaminaba hacia el bosquecillo donde estaban atados los crodlus, el bandido titubeó junto a los cuerpos de sus amigos; luego se inclinó sobre uno de ellos, y Sorak lo vio coger una bolsa de dinero.

– Déjala -ordenó el joven-. La tuya debería ser suficiente para tus necesidades.

– Si debo hacer averiguaciones para ti, tendré que frecuentar las tabernas -protestó Digon-. Eso costará dinero. Y no tendré demasiado tras comprar las nuevas armas, sin las cuales sería una estupidez llevar a cabo tu encargo.

Sorak se dijo que aquello tenía sentido, de modo que, señalando los cadáveres, respondió:

– ¿Llevaban todos bolsas de dinero?

– Como esperábamos poder visitar la ciudad, todos trajimos plata, sí -contestó Digon con amargura-. No suponíamos que nos iban a escoger para esta tarea asquerosa.

– Coge la mitad entonces, y déjame el resto -indicó Sorak.

El otro asintió y empezó a librar a los cuerpos de sus bolsas. Le llevó tres a Sorak y se reservó el resto.

– ¿Está bien?

Sorak sopesó las bolsas. Estaban llenas de monedas tintineantes.

– Muy bien -asintió-. Puedes irte. Pero ten cuidado de no traicionarme; si se te ocurre, recuerda que he tocado tu mente.. Eso me facilitaría la tarea de encontrarte.

– Créeme, no te daré motivos para buscarme -aseguró el malhechor-. Si mi camino no se vuelve a cruzar jamás con el tuyo, me consideraré muy afortunado.

Desató uno de los crodlus, montó sobre el lomo del lagarto y lo lanzó al galope por el sendero que descendía hacia el valle. Sorak contempló cómo se alejaba; luego ordenó a Tigra que cavara agujeros para enterrar los cadáveres. No es que le importara demasiado enterrarlos decentemente, pero no deseaba tentar a ningún miembro de la tribu. Los halflings comían carne humana.

6

Vista desde la loma que daba al valle, la ciudad amurallada de Tyr parecía el cuerpo de una araña sin patas. La zona más grande de la ciudad constituía el abdomen de la araña, en tanto que la cabeza contenía el palacio del rey y el barrio de los templarios; aproximadamente en el centro de la zona más grande, dominando el estadio y la arena, se alzaba el zigurat de Kalak, una gigantesca torre cuadrada escalonada construida con enormes bloques de piedra argamasada. El Nómada había escrito que se habían necesitado miles de esclavos trabajando desde el amanecer hasta el anochecer durante más de veinte años para construir el monumental edificio. La torre se alzaba por encima de la ciudad, dominando los barrios bajos y mercados que la rodeaban, y resultaba visible a kilómetros de distancia de los muros exteriores de la ciudad.

En el extremo opuesto del estadio, separada de la zona principal de la ciudad por una gruesa y elevada muralla, se encontraba la Torre Dorada, el palacio donde había vivido el rey-hechicero, Kalak. Rodeada de jardines exuberantes y paseos de columnas, la Torre Dorada estaba circundada por el barrio de los templarios, donde los siervos del rey habían residido en medio del lujo, aislados de las gentes a las que dominaban.

Había tres grandes puertas que daban acceso a la bien fortificada ciudad. La Puerta Principal estaba orientada hacia las montañas y daba acceso al extenso recinto del palacio. La Puerta del Estadio, situada entre el barrio de los templarios y el de los comerciantes, conducía al estadio y a la arena. La Puerta de las Caravanas, en el extremo opuesto de la ciudad desde el palacio, era la entrada principal a la ciudad, y daba a la calle más amplia y bulliciosa de Tyr, la Avenida de las Caravanas, que atravesaba el barrio de los mercaderes hasta llegar a la plaza del mercado central, cerca de la base del zigurat de Kalak.

La Puerta Principal era la más cercana al sendero que descendía de las colinas situadas al pie de las montañas, pero Sorak no esperaba que lo dejaran entrar por la puerta del palacio y por lo tanto decidió rodear la muralla exterior, pasando junto a las granjas y campos de las afueras para dirigirse a la Puerta de las Caravanas. Montaba uno de los crodlus pertenecientes a los bandidos muertos y conducía a los otros sujetos por una cuerda. En realidad no habría sido necesario atarlos, ya que habrían seguido tranquilamente a Chillido, pero el joven no consideró necesario llamar la atención sobre sus extraordinarios poderes -por lo menos, no aún- y además tuvo el buen sentido de mantener la espada oculta bajo la capa.

Los guardias de la puerta lo sometieron a un breve interrogatorio antes de dejarlo pasar. Él les explicó que era un simple pastor que criaba y adiestraba crodlus en el altiplano, y que había traído aquella reata para venderla en el mercado.

A los centinelas lo que más les interesó fue Tigra, puesto que no habían visto nunca antes un tigone domesticado. Tigra no era precisamente manso, pero Sorak no lo mencionó; explicó que había criado al animal desde que era un cachorro y que la bestia le obedecía en todo y le era de gran ayuda para cuidar el rebaño de crodlus. Acto seguido demostró su control sobre el tigone con unas pocas órdenes sencillas, que Tigra obedeció al instante, y animando luego a los guardias a acariciarlo, cosa que uno de los más osados se atrevió a hacer y que pareció satisfacer al resto cuando comprobaron que el animal permitía la caricia sin sacudirse el brazo de encima. En realidad aquellos hombres estaban siempre ansiosos por admitir comerciantes en la ciudad, ya que los beneficios de cualquier cosa que se vendiera en los mercados de Tyr estaban sujetos a un impuesto que iba a parar a las arcas de la ciudad, que era de donde salía el dinero para pagar sus sueldos. No obstante, advirtieron a Sorak que sería responsable de cualquier daño que su tigone ocasionara, tanto a la vida como a la propiedad.

En cuanto atravesó las enormes puertas, el joven se encontró circulando por la Avenida de las Caravanas, la calle más ancha de la zona principal de la ciudad. Todas las otras calles que vio partir de aquella avenida eran poco más que estrechos callejones que serpenteaban por entre los apiñados edificios. Mientras conducía a los crodlus por el bulevar, lo asaltó una desconcertante aglomeración de imágenes, sonidos y olores. En las Montañas Resonantes no había existido escasez de estímulos para los sentidos, pero la primera impresión de la ciudad estuvo a punto de provocarle un ataque de confusión y pánico.

¡Cuánta gente!, exclamó Kivara muy excitada. ¡Y cuánto ruido!

Parece un hormiguero, intervino Eyron, sorprendido. ¿Cómo puede vivir tanta gente junta en un espacio tan pequeño?

En tan sólo el espacio ocupado por una manzana, Sorak vio humanos, elfos, semielfos e incluso algunos enanos y semigigantes. Algunos conducían carretas o empujaban carretillas de madera; otros llevaban cestos sobre la cabeza o grandes pesos a la espalda, todos yendo y viniendo en una continua riada de gente que iba y venía de la plaza del mercado central. El mercado se extendía hasta las puertas de la ciudad, con tiendas y tenderetes instalados a ambos lados de la bulliciosa calle. Vio nobles recostados en la comodidad de sus resguardadas literas, que hacían caso omiso de los mugrientos pordioseros sentados sobre el polvo que extendían las manos, suplicantes. Soldados armados se mezclaban con la muchedumbre, al acecho de ladrones y rateros. Los vendedores de comida canturreaban sus ofertas a los transeúntes, y comerciantes con mercancías de toda clase levantaban sus artículos y los voceaban para atraer clientes.

Sorak no había experimentado jamás tal baño de olores. Acostumbrado desde hacía mucho tiempo a captar el más tenue de los rastros en las frescas y vivificantes brisas de la montaña, se sentía avasallado por el olor de tantos cuerpos entremezclándose a su alrededor, los olores almizcleros de los rebaños de animales y las bestias de carga y los fuertes aromas de carnes regadas y condimentadas cocinándose sobre braseros en los tenderetes de comida. Mediaba un gran abismo entre esto y la pacífica y espiritual atmósfera del convento villichi y la bucólica serenidad de las Montañas Resonantes.