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– Tigra no te hará daño -dijo Sorak-. He criado al tigone desde que era un cachorro, y siempre hace lo que le digo.

– No sabía que se podían domesticar -repuso el comerciante con interés-. Debe de requerir mucha paciencia, aunque a un pastor que cría crodlus en la meseta no le faltará una buena cantidad de ese producto, ¿verdad?

Sorak sonrió.

Si el comerciante sentía curiosidad por los antepasados del joven, no lo dijo. Lo que le importaba era hacer negocios. Sorak se replegó para permitir el paso a la Guardiana, y ésta percibió al instante que el tratante intentaría estafarlos.

– ¿Te interesa hacerme una oferta por estos crodlus? -preguntó.

– Tal vez -respondió el tratante-. Pero, como puedes ver, ya tengo dos, y la demanda de crodlus no es muy grande en estos momentos.

– Ya -repuso la Guardiana-. Bien, en ese caso no estarás demasiado interesado en aumentar tus existencias. No te haré perder el tiempo. A lo mejor alguno de los otros tratantes esté interesado en hacerme una oferta.

– Bueno, bueno, no vayamos tan deprisa -interpuso el comerciante a toda prisa-. No dije que no estuviera interesado, sólo que las condiciones del mercado con respecto a los crodlus no son tan favorables como debieran. No obstante, ¿quién puede decir que estas condiciones no vayan a cambiar? Estoy en el mercado cada día, no como un pastor, que no puede permitirse el lujo de esperar a que aumente la demanda. Podría arriesgarme a aumentar mis existencias actuales, si el precio fuera el correcto.

– ¿Qué considerarías un precio justo? -inquirió la Guardiana, y al instante vio en su mente cuáles eran los precios actuales de mercado para los crodlus. Éstos no eran ni mucho menos desfavorables, sino muy al contrario. El hombre tenía ya un pedido en firme de la legión tyriana de doce crodlus, pero no podía satisfacerlo; con los dos que ya tenía y los cinco de Sorak, sólo necesitaría cinco más, y la legión se quedaría con los siete incluso aunque no pudiera completar todo el pedido. No perdería nada en el negocio.

El tratante mencionó una cantidad que era la mitad del precio de salida. La Guardiana respondió de inmediato con una contrapropuesta, triplicando la cantidad que él había dicho. Empezaron a regatear en serio. El hombre ofreció cambiar los crodlus por algunos de sus inixes, de los cuales tenía un excedente, pero la Guardiana declinó y dijo que sólo aceptaría efectivo. Con su habilidad para leer la mente del comerciante, el ente tenía a su oponente en total desventaja, y éste ni siquiera lo sospechaba. No tardaron demasiado en llegar a un acuerdo y la Guardiana acabó aceptando una cantidad sólo ligeramente por debajo del precio de salida de los crodlus, concediendo al otro aquella pequeña satisfacción. Después de todo, los animales no le habían costado nada a Sorak, y éste se alejó a poco con una bolsa llena de monedas de plata que añadir al dinero cogido a los salteadores muertos.

Me pregunto si esto será suficiente, comentó.

No podremos saberlo h b asta averiguar lo que cuestan aquí las cosas, respondió la Guardiana.

Tal vez tendremos que permanecer en la ciudad algún tiempo antes de poder entrar en contacto con la Alianza del Velo, intervino Eyron. Más tarde o más temprano, este dinero se acabará, y ya no tendremos forma de obtener más.

– En ese caso tendremos que encontrar una -replicó Sorak en voz alta. Una o dos personas que pasaban lo contemplaron con curiosidad, y el joven comprendió que debía vigilar aquella tendencia suya a hablar en voz alta cuando conversaba con su tribu. No podía esperar que aquella gente comprendiera.

Recordó una conversación sostenida con la gran señora Varanna.

– Aquí en el convento -le había dicho ella-, existe una mayor tolerancia hacia aquellos que son, de algún modo significativo, diferentes. Eso se debe a que todas sabemos lo que significa ser diferentes nosotras mismas. Sin embargo, ni siquiera las villichis son inmunes al temor y al prejuicio; cuando llegaste aquí, hubo una fuerte oposición a la idea de aceptar a un varón en el convento, y que además era un varón elfling.

– Pero una vez que las hermanas me conocieron, me aceptaron -había respondido él.

– Sí, eso es cierto, y puede que también sea cierto para mucha gente del mundo exterior; pero encontrarás menos tolerancia allí, Sorak. Nosotras, las villichis, sabemos lo que significa ser una tribu de uno porque ha sucedido entre nosotras. Allí afuera, la gente no sabe lo que es. Si lo supieran, no lo comprenderían y los asustaría. Y, cuando las personas se asustan, se sienten amenazadas y se vuelven espantosas.

– Así pues… ¿tendré que ocultar mi auténtica naturaleza a todo el mundo excepto a las hermanas? -había preguntado.

– Quizá no siempre -había respondido Varanna-. Pero existen cosas en todos nosotros que es mejor guardar para uno mismo, al menos hasta que encontremos a alguien a quien no deseemos ocultar nada, alguien en quien no vacilaríamos en confiar aquello que es nuestra esencia más profunda e íntima. Y ésa es una clase de confianza que sólo se crea con el tiempo. Es bueno valorar la verdad y buscarla, pero hay ciertas verdades que no todo el mundo puede conocerlas. Recuerda eso.

Sorak lo recordaba y recordó también que se encontraba en un mundo totalmente nuevo y que no conocía a aquellas gentes. Y ellas no lo conocían a él. Exterior – mente, ya existían varias cosas en él que eran diferentes, y, en su avance por la atestada calle, los transeúntes no podían evitar darse cuenta. Veían a un desconocido alto ataviado como un pastor, todo él vestido de color marrón, con una espesa melena negra que le llegaba hasta los hombros y facciones algo exóticas. Veían también a un tigone que trotaba a su lado como un animal domesticado. Algunos se encontraban con su penetrante mirada y desviaban a toda prisa los ojos, sin saber realmente el motivo; la gente lo señalaba al pasar e intercambiaba cuchicheos.

Se detuvo en uno de los puestos de comida y pidió al vendedor un cuenco pequeño de verduras cocidas y unos cuantos trozos grandes de carne cruda de z'tal z´tal.

– ¿Cruda? -se sorprendió el buhonero.

– Para mi amigo -dijo Sorak, bajando la mirada hacia Tigra.

El hombre miró por encima de la división de su puesto, situado a la altura de la cintura; al descubrir al tigone tumbado en el suelo a los pies del joven, lanzó un grito y saltó hacia atrás, tirando algunos de sus pucheros.

– No existe motivo de alarma -tranquilizó Sorak al vendedor-. Tigra no te hará nada.

– Si tú lo dices, extranjero. -El vendedor tragó saliva-. ¿Cuántos trozos de carne cruda quieres?

Sorak escogió unos pocos pedazos selectos y se los dio a Tigra; luego pagó al h n ombre y tomó su cuenco de verduras. No había tomado más de dos o tres bocados cuando escuchó el tintineo de caparazón y armadura a su espalda y se volvió, para encontrarse con un pelotón de soldados detenidos a pocos metros de distancia con las espadas desenvainadas. Algunos sostenían picas, que apuntaban hacia Tigra.

– ¿Es tuyo ese animal? -inquirió el oficial que los mandaba. Su voz era severa y contundente, pero aun así revelaba inquietud.

– Sí -respondió Sorak.

– No se permiten animales salvajes dentro de la ciudad -dijo el oficial.

– ¿Y todos esos animales salvajes del mercado? -preguntó el joven sin dejar de comer.

– Están en corrales, bajo control.

– Los inixes no están en corrales -le recordó Sorak-, ni tampoco los mekillots, y son mucho más peligrosos que mi tigone.

– Todos tienen adiestradores -respondió el oficial.

– Como mi tigone. Tigra me pertenece; yo soy el adiestrador.

– El animal representa una amenaza para los ciudadanos de Tyr.