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Se reunió con sus hombres, y éstos dieron la vuelta para marchar de vuelta a la zona del mercado central. Sorak contempló la desvencijada posada un buen rato, luego desvió la mirada calle abajo, en dirección a la casa de juego.

¿Por qué buscar problemas?, inquirió Eyron. Ya oíste lo que el capitán dijo: podemos perder todo lo que tenemos.

Por otra parte, contestó Sorak, también podemos ganar.

Zalcor dijo que los juegos no son siempre honrados, añadió Eyron.

Es verdad que lo dijo, concedió el joven. No obstante, poseemos ciertas ventajas con respecto a eso, ¿no es así, Guardiana?

Yo podría detectar el fraude, respondió ésta, y no encontraremos a la Alianza del Velo sentándonos a solas en una habitación.

Exactamente lo que yo pensaba, aprobó Sorak. Y, si la guardia de la ciudad no patrulla el distrito del mercado elfo, ¿qué mejor lugar para encontrarlos?

¡Yo quiero ir!, exclamó Kivara. ¡Suena divertido!

A mí me suena peligroso, insistió Eyron.

Los otros guardaron silencio, dejando que Sorak decidiera. Éste lo meditó tan sólo unos instantes, y luego empezó a andar hacia La Araña de Cristal.

Al acercarse a las puertas, Sorak hizo caso omiso de los pordioseros que gemían lastimeros y extendían las manos hacia él, y también hizo caso omiso de las mujeres que adoptaban posturas afectadas y le hacían señas para que se acercara. En su lugar, se encaminó con paso decidido hacia la casa de juego, preguntándose qué encontraría dentro.

Los ojos del portero semielfo se abrieron de par en par al ver a Tigra.

– – ¡Alto! -gritó, retirándose a toda prisa tras la seguridad de la puerta-. ¡No puedes entrar con ese animal salvaje!

– No hará daño a nadie -aseguró Sorak.

– ¿Pretendes que acepte tu palabra? -replicó el portero-. Olvídalo. El animal se queda fuera.

– Tigra va a donde yo voy.

– ¡Pues no va a entrar aquí!

– Tengo dinero. -Sorak hizo tintinear su bolsa.

– Podrías tener todo el tesoro de la ciudad por lo que a mí respecta, pero ¡no vas a entrar con esa criatura!

– ¿Cuál es el problema, Ankor? -preguntó una sensual voz femenina desde las sombras a la espalda del portero. Sorak vio una figura encapuchada que se acercaba desde el patio interior.

– Ningún problema, señora; sólo un pastor que intenta entrar con su animal -respondió el portero semielfo.

– ¿Animal? ¿Qué clase de animal? -La encapuchada figura se acercó a la puerta y miró al otro lado-. ¡Gran dragón! ¿Es eso un tigone?

– Es mi amigo -explicó Sorak, percibiendo por la actitud del portero que la mujer ocupaba algún puesto de autoridad aquí-. Lo he criado desde que era un cachorro, y me obedece absolutamente. No hará daño a nadie, puedo asegurarlo, a menos que alguien intente hacerme daño a mí.

La mujer se echó hacia atrás la capucha y se adelantó hasta la entrada para ver mejor a Sorak. Éste, por su parte, pudo echarle una buena ojeada y descubrió que se trataba de una llamativa semielfa, tan alta como él, con una larga y brillante melena oscura enmarcándole el rostro y cayendo en cascada más abajo de sus hombros, ojos verde esmeralda y facciones delicadamente pronunciadas. Sus ojos se abrieron levemente al verlo, y lo olfateó dubitativa, tras lo cual sus ojos se abrieron aún más.

– ¿Halfling y elfo? -inquirió, asombrada.

– Sí, soy un elfling -respondió Sorak.

– ¡Pero… elfos y halflings son enemigos! Jamás oí que elfos y halflings se aparearan. ¡Ni siquiera sabía que pudieran!

– Pues parece que yo soy una prueba de que sí pueden -respondió Sorak con sorna.

– ¡Qué fascinante! Debes contarme más -dijo-. An – kor, déjalo entrar.

– Pero… señora… -protestó el portero.

– Déjalo entrar, he dicho. -Su voz sonó como un latigazo, y el portero obedeció al instante, manteniendo la verja entre él y Tigra al abrirla.

– ¿Estás seguro de poder controlar al tigone? -preguntó ella.

– Del todo.

– Será mejor que así sea -repuso ella, contemplando a Tigra con prevención-. De lo contrario, tendré que hacer matar al animal y hacerte responsable de cualquier daño que pueda causar a mi establecimiento.

– Así que eres la propietaria.

– Sí, me llamo Krysta.

– ¿La araña de cristal? -dijo Sorak esbozando una sonrisa.

Ella le devolvió la sonrisa y lo cogió del brazo mientras recorrían el sendero enlosado que atravesaba el patio hasta la entrada de la casa de juego.

– ¿Cómo te llamas, elfling?

– Sorak.

– ¿Y lo haces? -Enarcó las delicadas cejas arqueadas.

– ¿Caminar siempre solo? No del todo, tengo a Tigra.

– Tigra -repitió ella, y el animal levantó la cabeza para mirarla-. Conoce su nombre.

– Los tigones poseen poderes paranormales -explicó Sorak-. Son inteligentes y muy perceptivos. Tigra puede leer mis pensamientos.

– Qué interesante; es una lástima que no pueda hablar, porque me gustaría preguntarle en qué piensas ahora.

– Pienso en que se me avisó que no entrara aquí.

– ¿De veras? ¿Quién lo hizo?

– Un capitán de la guardia de la ciudad.

– ¿No sería su nombre, por casualidad, Zalcor? -preguntó Krysta.

– Sí, ¿lo conoces?

La mujer lanzó una carcajada.

– Me arrestó muchas veces en el pasado. Conozco a

Zalcor desde que era un simple guardia, pero ahora ya no se digna visitarme.

– ¿Por qué no?

– Como capitán de la guardia de la ciudad, debe mantener las apariencias. No estaría bien que visitara habitualmente mi casa de juego, aun cuando esas visitas fueran del todo inocentes y en cumplimiento de su deber. La gente podría pensar que lo estaba sobornando. Además la guardia de la ciudad tiene que estar en demasiadas partes a la vez estos días, y ya tienen suficiente con mantener al populacho bajo control en la zona del mercado y en los barrios bajos. Nadie importante reside en el mercado elfo, de modo que tienden a mirar al otro lado en esta zona de la ciudad, lo que en parte es el motivo de que tenga mi establecimiento aquí.

Llegaron a la entrada principal, y un lacayo les abrió las gruesas y pesadas puertas de madera, dándoles paso a una especie de vestíbulo elevado, con una escalinata de piedra que descendía hasta la planta principal del casino. Toda la planta baja del edificio era una única habitación cavernosa en la que se mezclaban gentes de todo tipo que deambulaban por entre las mesas de juego. Había una larga barra de bar al fondo, que se extendía a lo largo de toda la habitación, y detrás y frente a ella se veían varios escenarios elevados, donde bailarinas sin un solo palmo de ropa encima giraban provocativamente al son que tocaban unos músicos. El olor acre de vapores exóticos impregnaba la atmósfera, y se oían gritos de entusiasmo y lamentaciones procedentes de las mesas de juego, donde las monedas se ganaban y perdían con la misma rapidez con que se arrojaban los dados.

– ¿Bien, qué te parece mi establecimiento? -preguntó Krysta, apretando ligeramente el brazo de Sorak.

Sorak sintió aprensión entre los otros miembros de la tribu, todos excepto Kivara, que se sentía fascinada por la palpable energía que impregnaba la habitación.

¿Qué clase de juegos se juegan aquí?, quiso saber muy excitada. ¡Quiero probarlos!, ¡quiero probarlos todos!