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Paciencia, aconsejó Sorak en silencio; luego, en voz alta, dijo:

– Jamás había visto nada parecido.

– Hay mucho más aquí de lo que se ve -repuso Krysta en un tono de voz que prometía seductoras confidencias-. Deja que te lo enseñe todo.

Se quitó la capa y la entregó a un lacayo. Debajo, apenas si llevaba lo suficiente para cubrir un mínimo de su cuerpo. Calzaba un par de botas bajas negras confeccionadas con la brillante piel de un z'tal z´tal, y las largas piernas estaban desnudas hasta llegar a la corta falda envolvente de color negro que llevaba, confeccionada en la misma piel que las botas y cortada al sesgo, de modo que descendía hasta medio muslo por un lado y dejaba la otra pierna completamente desnuda casi hasta la cintura. Un corpiño negro a juego cubría apenas sus pechos, dejando toda la espalda al descubierto. Alrededor de la cintura llevaba un cinturón de monedas de oro interconectadas con delgados eslabones de plata, y varios collares y amuletos le adornaban el cuello, así como brazaletes de oro en piernas y brazos. Mientras entregaba la capa al lacayo, observó a Sorak en busca de una reacción. Un destello de perplejidad y luego enojo recorrió por un instante sus facciones cuando él no reaccionó como la mayoría de los hombres. El criado permaneció junto a ellos un poco más, pero, cuando vio que Sorak no pensaba quitarse la capa, retrocedió.

A todas luces, a Krysta le encantaba hacer una gran entrada, y en esta ocasión la pudo hacer del brazo de un exótico desconocido al que acompañaba un tigone adulto. Mientras descendían los peldaños de piedra, muchos de los clientes se volvieron para señalarlos con el dedo y mirarlos boquiabiertos, pero otros estaban tan absortos en sus juegos que ni siquiera se dieron cuenta. A medida que avanzaban por entre las mesas, los clientes se apartaban a toda prisa, y no pocos lanzaron un grito y soltaron sus bebidas al ver a Tigra, en tanto que Krysta disfrutaba al máximo de todo aquello mientras escoltaba a Sorak hacia el bar.

– ¿Puedo ofrecerte una bebida? -preguntó al tiempo que chasqueaba los dedos. Una elfa situada tras la barra se acercó inmediatamente.

– Gracias.

– Tráenos dos copas de nuestra nuestro mejor aguamiel con especias, Alora.

– Sí, señora.

Al cabo de unos instantes, la camarera depositaba dos copas altas de cerámica sobre la barra frente a ellos. Krysta tomó una y le entregó la otra a Sorak.

– Por nuevas experiencias -dijo con una sonrisa, y alzó su copa para rozar con ella ligeramente la de él. Mientras la mujer bebía, Sorak se acercó la copa a los labios, olfateó el contenido dubitativo y tomó un sorbo; con una mueca volvió a depositar la copa sobre la barra.

»¿No merece tu aprobación? -quiso saber Krysta con aspecto sorprendido.

– Preferiría agua.

– Agua -repitió ella, como si no estuviera muy segura de haber oído bien. Suspiró-. -. Mi amigo prefiere agua, Alora.

– Sí, señora. -Retiró la copa y regresó con otra llena de fría agua de pozo. Sorak tomó un sorbo y enseguida vació la mitad de un buen trago.

– ¿Te gusta más eso? -preguntó Krysta en tono burlón.

– No es tan buena como el agua de un arroyo de montaña, pero es mejor que ese jarabe pegajoso -respondió él.

– Aguamiel con especias de la cosecha más excepcional y cara, y tú la llamas jarabe pegajoso. -Krysta meneó la cabeza-. Eres diferente, te lo aseguro.

– Perdóname -replicó Sorak-, no era mi deseo ofender.

– Oh, no me has ofendido. Es sólo que nunca había conocido a nadie como tú.

– No sé si existe algún otro como yo.

– Puede que tengas razón -concedió Krysta-. Jamás había oído hablar siquiera de que existiera algo como un elfling. Háblame de tus padres.

– No los recuerdo. Cuando era un niño, me arrojaron al desierto y me dejaron allí para que muriera. No recuerdo nada de lo sucedido antes de eso.

– Sin embargo sobreviviste -dijo Krysta-. ¿Cómo?

– De una forma u otra conseguí llegar a las estribaciones de las Montañas Resonantes -explicó Sorak-. Tigra me encontró. Entonces no era más que un cachorro que había quedado separado de su manada, de modo que los dos habíamos sido abandonados, en cierto sentido. Quizá por eso formó un vínculo conmigo. Ambos estábamos solos y perdidos.

– Y él te protegió -añadió Krysta-; pero un cachorro de tigone no puede hacer demasiadas cosas. ¿Cómo conseguiste sobrevivir?

– Me encontró una pyreen, que se hizo cargo de mí y me devolvió la salud.

– ¡Una pyreen! -exclamó Krysta-. Jamás había conocido a nadie que hubiera conocido a uno de los pacificadores, ¡y mucho menos que hubiera sido criado por uno!

Ten cuidado, Sorak, advirtió la Guardiana. Esta hembra pregunta mucho, pero no ofrece gran cosa a cambio.

– Todavía no me has contado nada sobre ti -manifestó Sorak, tomando nota de la advertencia.

– ¡Oh, estoy segura de que mi historia no es ni la mitad de interesante que la tuya! -protestó.

– De todos modos, me gustaría escucharla -dijo él-. ¿Cómo consiguió una joven y hermosa semielfa convertirse en la propietaria de un lugar como éste?

– ¿Te gustaría que te lo mostrase? -inquirió ella con una sonrisa.

– ¿Mostrármelo?

– Después de todo -continuó ella- no has venido a una casa de juego sólo para hablar, ¿verdad?

Lo cogió del brazo y lo condujo hacia una de las mesas, y Sorak vio cómo las personas sentadas a la mesa le hacían un hueco inmediatamente; también vio varios guardas fornidos y bien armados repartidos por la habitación que vigilaban atentamente las mesas. Y los que se encontraban más cerca de ellos no apartaban los ojos de Krysta.

La mesa a la que se habían acercado tenía una superficie hundida con los costados de madera pulida. La superficie plana de la mesa estaba cubierta con una suave piel negra de z'tal z´tal, y junto a ella había un encargado con un palo de madera que tenía una pala curva en el extremo. A medida que los jugadores arrojaban los dados sobre la mesa, él anunciaba el tanteo y recuperaba los dados cogiéndolos con el bastón de madera. Sorak observó que los dados eran todos diferentes. Uno era triangular, en forma de pirámide con la base plana, y tres números pintados en cada una de las caras triangulares, de tal modo que sólo uno quedara boca arriba al caer el dado. Otro de los dados tenía forma de cubo, con un número pintado en cada cada cara, en tanto que otros dos tenían forma romboidal, uno con ocho caras y el otro con diez. Otros dos dados tenían formas casi circulares, excepto que estaban labrados en facetas con costados planos; uno tenía doce caras y el otro veinte.

– No había jugado nunca a esto -le dijo a Krysta.

– ¿De verdad? -inquirió ella sorprendida.

– Es la primera vez que entro en una casa de juego -explicó o é e l.

– Bueno, en ese caso tendremos que educarte -declaró Krysta, sonriente-. Este juego es en realidad muy sencillo. Se llama Gambito de Hawke, por el bardo que lo inventó. Observarás que cada dado es diferente y el número de caras que tienen decide la apuesta. Cada ronda consta de seis tiradas. En la primera se utiliza únicamente el dado triangular; éste tiene cuatro lados y por lo tanto la apuesta son cuatro piezas de cerámica, que van a parar al premio. En la segunda tirada, se utilizan tanto el dado triangular como el cuadrado; este último tiene seis caras, lo que añadido a las cuatro del primer dado da una apuesta de diez piezas de cerámica o una pieza de plata. En la tercera tirada, se añade a éstos el dado octogonal, con lo que se arrojan los tres y la apuesta sube hasta dieciocho piezas de cerámica o una pieza de plata

y ocho de cerámica. Una vez en la cuarta tirada, se añade el dado de diez caras, de modo que ya son cuatro los que se tiran; la apuesta ahora es de veintiocho piezas de cerámica o dos piezas de plata y ocho de cerámica. En la quinta entra en juego el dado de doce caras y ya son cinco los dados que juegan, y por lo tanto la apuesta aumenta en doce puntos hasta un total de cuarenta piezas de cerámica o cuatro de plata. Y en la tirada final se añade el dado de veinte caras, con lo que se arrojan los seis juntos y la apuesta se sitúa en seis piezas de plata. Cada vez que se hace una tirada, se suman los puntos obtenidos, y el ganador se lleva el dinero acumulado. Si los perdedores desean recuperar lo perdido, deben arriesgarse a jugar la cantidad fijada para la siguiente apuesta o abandonar la partida y esperar a que empiece la siguiente.