– A lo mejor te gustaría probar aquella mesa de allí -indicó la semielfa-. Tiene apuestas más altas.
– Sólo si te quedas a mi lado para darme suerte.
– Haré lo que pueda. -Le dedicó una sonrisa-. ¿Qué hay de esa bebida…?
8
Una vez que Sorak hubo ganado su primera partida, Krysta se alejó para pasear entre sus otros clientes. Le deseó buena suerte y le hizo prometer que se despediría de ella antes de marcharse. El joven permaneció en la mesa el tiempo suficiente para ganar unas cuantas partidas más y perder algunas otras, jugando de tal modo que, a pesar de abandonar la mesa tras haber perdido, todavía terminó con ganancias. Pasó entonces a otra mesa diferente. Había otros juegos disponibles; algunos muy sencillos, en los que los jugadores apostaban a una bolita de madera que giraba dentro de una rueda, otros más complicados, donde se utilizaban naipes y las apuestas se basaban en la estrategia, pero Sorak decidió seguir con el juego que ya conocía. Todo fue sobre ruedas, y nadie pareció darse cuenta de que hacía trampas, aunque los ojos de Krysta no lo perdieron de vista en toda la noche.
Al poco rato, su bolsa estaba repleta de sus ganancias, a pesar de haber convertido todas las piezas de cerámica en monedas de plata y oro; incluso tuvo que transferir gran parte de sus ganancias a la mochila porque en la bolsa ya no cabían. Cuando se dirigía a la puerta, con Tigra a su lado, tres semigigantes armados con pesados garrotes de nudosa madera de agafari le cerraron el paso de repente.
– – La señora desea hablar contigo -dijo uno de ellos.
Se replegó a toda prisa para que la Guardiana sondeara la mente del semigigante. Allí no había gran cosa; pensamientos simples y brutales y apetitos también simples y bestiales. El semigigante no sabía nada de lo que él había hecho, se limitaba a seguir las órdenes de conducir a Sorak hasta «la señora».
Un sordo gruñido de advertencia brotó de la garganta de Tigra.
– Toda va bien, Tigra -dijo el joven; luego alzó los ojos hacia el semigigante y sonrió-. Os sigo.
Los guardas lo acompañaron hasta el fondo de la sala donde una escalera conducía a los pisos superiores. Subieron al segundo piso y recorrieron un largo corredor, para detenerse finalmente ante dos gruesas puertas de madera situadas en mitad del pasillo. Uno de los semigigantes llamó, y un semielfo abrió la puerta. Sorak observó que el semielfo iba armado con una espada de hierro y varias dagas; los semigigantes no entraron con él.
Se encontró en una sala de estar lujosamente amueblada, con otros tres semielfos montando guardia dentro. Los tres iban también armados. Al fondo de la sala de estar había una arcada cubierta por una cortina, flanqueada por dos pesados braseros de hierro. El semielfo indicó a Sorak con la mano que atravesara la cortina de abalorios, y el joven obedeció acompañado por Tigra mientras que los otros permanecían fuera en la sala. Al otro lado de la arcada se abría una habitación espaciosa con un pesado escritorio de madera finamente tallada en el otro extremo, situado frente a una ventana también en forma de arco que daba a la sala de juego del piso inferior. La ventana estaba cubierta con una cortina de abalorios, de modo que con sólo apartar un par de sartas se podía observar en secreto lo que sucedía abajo.
Había dos sillas colocadas frente al escritorio, y otras dos puertas a cada lado de la habitación. Krysta estaba sentada detrás del escritorio, llenando una copa aflautada con agua helada que vertía de un jarro. La semielfa le tendió la copa.
– Puesto que no parece gustarte mi aguamiel, me tomé la libertad de pedir que me subieran un poco de agua
– explicó-. Y también me han subido un poco de carne cruda de z'tal z´tal para tu tigone. Por favor, siéntate.
Mientras se acomodaba en la silla que le ofrecía, Tigra empezó a devorar ruidosamente el contenido del enorme cuenco depositado en el suelo junto al asiento.
– Rompiste tu promesa -lo reprendió Krysta-. Dijiste que te despedirías antes de marcharte.
– Lo había olvidado -mintió Sorak.
– ¿Tan insignificante soy? -replicó con una leve sonrisa y, sin esperar respuesta, siguió-: Tengo entendido que te ha ido muy bien en las mesas esta noche.
– Debe de ser la suerte del principiante -repuso Sorak encogiéndose de hombros.
– Oh, me parece que la suerte tiene muy poco que ver -respondió ella, abriendo una pequeña caja lacada y ofreciéndosela. Estaba llena de negros bastoncillos fibrosos pulcramente liados. Sorak sacudió negativamente la cabeza, y Krysta retiró la caja, tomó uno para sí misma, lo encendió en una vela de olor que ardía sobre su escritorio y aspiró con fuerza el humo acre que luego exhaló por la nariz-. ¿Realmente creíste que podías utilizar artes paranormales en mi casa de juegos y salir – te con la tuya?
¡Sabe que hicimos trampas!, exclamó Kivara, con voz asustada.
¿Cómo podría saberlo?, replicó Eyron. La Guardiana se habría dado cuenta si alguien hubiera intentado sondearnos. Son simples suposiciones suyas, e intenta engañarnos para que confesemos.
– No comprendo -dijo Sorak frunciendo el entrecejo.
– Por favor -repuso Krysta con expresión irónica-; no insultes a mi inteligencia fingiendo ser inocente. Pago mucho dinero para tener a los mejores crupiers de la ciudad. Cada uno es experto en calcular probabilidades, y en controlar cómo ruedan los dados. Las tentativas más torpes, tales como cuando alguien nos escamotea los dados y los reemplaza por otros cargados, mis jefes de mesa los detectan al instante. Y por lo general pueden saber después de tres o cuatro tiradas si los dados reciben ayuda paranormal; tú fuiste muy bueno ya que necesitaron tres partidas completas para estar seguros de que hacías trampas.
Sorak se maldijo por haber sido tan descuidado. En ningún momento se le había ocurrido que su trampa pudiera quedar al descubierto de un modo tan sencillo. Había estado en guardia contra sondas paranormales cuando debiera haber estado leyendo también los pensamientos de los crupiers. El problema era que la Guardiana sólo podía ejercer una facultad paranormal a la vez, y el juego se había desarrollado tan deprisa que no había habido demasiadas oportunidades de efectuar sondas telepáticas, ni aunque se le hubiera ocurrido intentarlo.
– Sabías que hacía trampas y sin embargo me dejaste seguir jugando -dijo-. ¿Por qué?
– Sentía curiosidad -respondió ella-. Además, no quería arriesgarme a tener un incidente desagradable. Llevas una espada impresionante, y tampoco quise problemas con tu tigone. No deseaba que ninguno de mis guardas o clientes resultara herido.
– Comprendo. No obstante, me has dejado entrar aquí con mi tigone y mi espada. -Volvió la cabeza hacia la arcada tapada por la cortina-. Supongo que esos guardas están ahí fuera escuchando, listos para entrar en cualquier momento.
– Si es necesario -repuso ella-; sin embargo, no creo que lo sea.
Mientras hablaba, Tigra profirió una especie de gruñido quejumbroso, intentó levantarse y se desplomó con un sonoro suspiro.
– ¡Tigra! -Sorak saltó de su silla y se arrodilló junto al caído tigone. El cuenco estaba totalmente vacío-. ¡La comida! -exclamó al comprender-. ¡La has envenenado! -Se llevó la mano a la espada.
– Deja la espada, Sorak -indicó Krysta con voz pausada-, o mis guardas llenarán de flechas tu espalda antes de que puedas desenvainarla.
Echó una mirada por encima del hombro y vio varias ballestas que sobresalían a través de la cortina de abalorios. Apuntaban directamente a su espalda.
– Tus poderes paranormales pueden desviar una flecha -siguió ella-, pero no varias a la vez. A tu mascota no le ha pasado nada. Podría haberlo envenenado con facilidad, pero no deseaba matarlo; la comida sólo estaba rociada con polvos somníferos en cantidad suficiente para dormir al menos a cuatro hombres adultos. El tigone no sufrirá ningún efecto secundario excepto, a lo mejor, un estómago un poco revuelto. Ahora, por favor, siéntate.