A pesar de ser bastante tarde, el comedor estaba lleno. En el exterior, a un simple tiro de piedra, los mendigos se apiñaban en la calle, arropándose con las mugrientas capas para protegerse del frío nocturno, o enterrándose entre la basura en un esfuerzo por mantenerse calientes y encontrar algo que comer. Aquí, tras un grueso muro, los ricos ciudadanos de Tyr cenaban los más delicados manjares entre partida y partida, en las que, con toda tranquilidad, apostaban sumas que habrían alimentado a aquellos pobres mendigos durante meses.
La mesa privada de Krysta se encontraba en un rincón retirado al que se accedía subiendo unos peldaños y a través de un arco cubierto por una cortina de abalorios. Sorak observó que todas las camareras eran jóvenes y uniformemente bellas, lo que indicaba que a Krysta no parecía preocuparla la competencia. Todas las cabezas se volvieron cuando entró en la estancia del brazo de Sorak y lo condujo hasta su reservado.
– ¿Con qué puedo tentarte? -le preguntó cuando se sentaron-. Mis cocineros son los mejores de la ciudad. Puedo recomendar el z'tal z´tal cocido a fuego lento con salsa de vino, o la raya de las nubes cocida con huevos picantes de erdland en gelatina. Si deseas algo más sencillo, tenemos los filetes de mekillot más deliciosos de todo Tyr.
– ¿Podría comer unas verduras?
– ¿Verduras? -repitió Krysta, abriendo los ojos de par en par.
– No como carne -explicó Sorak.
El filete de mekillot suena tentador, dijo Kivara, y su hambre de carne activó las glándulas salivares del joven.
Jamás he probado raya de las nubes, añadió Eyron, llenando a Sorak de curiosidad sobre la experiencia.
El elfling hizo caso omiso de todos ellos.
– ¿Cómo es posible que no comas carne? -inquirió Krysta sorprendida-. Tanto elfos como halflings son cazadores que comen carne.
– Es sencillamente lo que yo he elegido -respondió Sorak, intentando no pensar en los miembros carnívoros de la tribu, que preferían la carne cruda y recién sacrificada, con la sangre aún caliente-. Me crié según las costumbres de las villichis, que son vegetarianas.
– Surto mi despensa de las carnes y manjares más exquisitos que se pueden comprar con dinero -suspiró ella-, y todo lo que tú deseas son verduras.
– Y un poco de pan y agua, por favor.
– Como quieras -repuso Krysta, sacudiendo la cabeza con resignación.
Dio la orden a la camarera, pidiendo verduras cocidas para Sorak y z'tal z´tal para ella. Les llenaron las copas, la de ella con aguamiel y la del joven con agua helada, y les trajeron una cesta de pan recién horneado, que aún conservaba el calor del horno.
– Y bien -dijo ella mientras le dedicaba un brindis con su copa-, ¿cómo fue eso de ser el único varón en un convento lleno de mujeres?
– Me sentía como un intruso, al principio, pero las hermanas no tardaron en aceptarme.
– Las hermanas -repitió Krysta con una sonrisa maliciosa-. Qué pintoresco. ¿Es así como realmente pensabas en ellas?
– Es así como se llaman unas a otras -respondió él-. Y es más que un simple tratamiento educado; somos todos como una familia. Las echaré en falta.
– ¿Quieres decir que no piensas regresar?
– Sé que siempre sería bien recibido, pero no. -Sorak sacudió la cabeza-. Aunque he vivido con ellas, me he entrenado con ellas y he crecido bajo las enseñanzas del Sendero, no soy villichi. Ha llegado el momento de que encuentre mi propio destino en el mundo, y no creo que regrese.
– ¿De modo que no te consideras a ti mismo como uno de ellas? -preguntó Krysta.
– No; no pertenezco allí. A ese respecto, no sé si pertenezco a alguna parte. Los halflings jamás me aceptarían porque soy en parte elfo, y los elfos tampoco me aceptarían porque tengo una parte halfling. Ni siquiera sé si hay alguien que sea como yo.
– Te debes de sentir muy solo -dijo Krysta, rozándole el pie con el suyo por debajo de la mesa, a lo que él contestó retirando inmediatamente el pie-. Sé en cierto modo lo que se siente cuando a uno no lo aceptan -continuó-. Aunque, claro está, hay muchos semielfos en la ciudad, del mismo modo que hay semienanos y semigigantes. Habrás observado que la mayoría de los que trabajan aquí son mestizos. Los contrato primero porque existen muchos lugares en la ciudad donde no los contratarían, y el trabajo que podrían encontrar, escaso como es el trabajo en Tyr en estos días, paga los salarios más bajos. Fuera de la ciudad, no habría mucho que podrían hacer; trabajar en una granja, quizá, o hacerse pastores. Muchos se convierten en bandidos, ya que no tienen otra elección. Ninguna tribu los aceptaría, y se vuelven despiadados y amargados.
– Pero tú pareces habértelas arreglado muy bien.
– Sí -replicó Krysta-. En gran parte al igual que tú, recuerdo muy poco de mi niñez. Me vendieron como esclava y me crié trabajando en la arena, recogiendo pedazos de cuerpos y esparciendo tierra para cubrir la sangre derramada. Entre juego y juego, trabajaba en las cocinas, lugar donde aprendí a preparar comida. Con el tiempo, yo también me convertí en gladiadora y me entrené con los otros.
– ¿Así es como conociste a Rikus? -quiso saber Sorak.
– Sí; tenía una compañera que se interesó por mí. Ella veía en mí a una versión más joven de sí misma, y de este modo tanto ella como Rikus se convirtieron en mis protectores. De lo contrario, las cosas habrían sido mucho peores; los gladiadores son gente despiadada y encallecida, y una hermosa semielfa habría recibido un trato desagradable si no hubiera tenido a nadie que cuidara de ella. Un día, me compró un noble, que utilizó su influencia sobre los templarios de Kalak para adquirirme como juguete para sí mismo. Era un anciano, y sus apetitos no demasiado grandes, por lo que no resultaba difícil complacerlo, y era una vida mucho más cómoda que la de la arena, que era dura y brutal y a menudo muy corta. Permanecí con él varios años y aprendí muchas cosas sobre la nobleza; aprendí cómo vivían y qué les gustaba y cómo preferían pasar su tiempo libre, del que tenían un exceso.
Cruzó las piernas bajo la mesa y, al hacerlo, su pie rozó brevemente la pierna de Sorak. Siguió hablando como si no se hubiera dado cuenta.
– Una noche, mientras estaba en la cama con mi amo, el esfuerzo resultó excesivo para él, y se desplomó encima mío. Pensé que se había desmayado, pero, cuando me lo quité de encima, descubrí que estaba muerto. Era tarde, y todos los criados de la mansión dormían, así que cogí todo el dinero que encontré en sus aposentos y huí. Conseguí llegar hasta el mercado elfo, donde alquilé una pequeña habitación en una posada. De día trabajaba en la cocina de la posada, y por la noche iba a las casas de juego. Había aprendido a jugar en la casa de mi antiguo amo y sabía que, aunque algunos juegos están gobernados principalmente por la suerte, en otros se pueden incrementar las posibilidades de ganar mediante la utilización de una buena estrategia. Presté mucha atención, y aprendí mucho.
– ¿Y construiste La Araña de Cristal con tus ganancias?
– No del todo -siguió ella-. Habría resultado peligroso intentar guardar todo aquel dinero conmigo, y no había ningún lugar donde pudiera esconderlo y que estuviera realmente a salvo. Tenía un amigo en un emporio, e invertí, compré participaciones en artículos que salían en caravanas y de este modo recibía parte de los beneficios; y las ganancias obtenidas, volvía a invertirlas. Invertí con cautela y prudencia de modo que no tuviera nunca todo mi dinero puesto en la misma operación. De este modo, el riesgo era mínimo. Por fin obtuve dinero suficiente para abrir mi propio negocio. Para entonces ya era bien conocida entre las empresas dedicadas al comercio, y algunas de ellas vieron la posibilidad de obtener beneficios en la operación y decidieron ayudarme a financiar La Araña de Cristal.