– Así que tienes socios -dijo Sorak.
– Sí; pero casi todo el dinero utilizado para construir la casa era mío, y de este modo yo retengo el control. No obstante, hay dos establecimientos comerciales que tienen un gran interés en el éxito de mi negocio, y, si lo que contaste a Rikus era cierto, sin duda querrán conocerte y a lo mejor contribuirán a la recompensa prometida por el consejo.
– Era cierto -afirmó Sorak-, pero debo confesar que me desconcierta el modo en que actúa el consejo en este asunto. Ni tú ni Rikus parecéis confiar en los templarios y, sin embargo, es a ellos a quienes se ha encargado investigar lo que informé al consejo.
– Se puede confiar en los templarios en lo que respecta a cuidar de sus propios intereses -explicó Krysta-. En lo que concierne a la seguridad de la ciudad, sus propios intereses quedan involucrados íntimamente. Si Tyr cayera bajo el dominio de otra ciudad, como podría ser
Nibenay, los templarios estarían entre los primeros en caer, ya que ellos resultarían la mayor amenaza. Puedes estar seguro de que su investigación será concienzuda y honrada. No quieren que Tyr caiga bajo el dominio de nadie que no sean ellos.
– Así pues el gobierno se ve amenazado no sólo desde el exterior sino también desde el interior.
– Y mucho -respondió Krysta-. Los templarios servían a Kalak, que era un profanador, y Tithian era el sumo templario. Cuando Kalak fue asesinado, Tithian se convirtió en rey. Si me preguntas, te diré que no era mucho mejor, pero al menos lo controlaba en cierto modo el nuevo consejo constituido primero bajo Agis y luego bajo Rikus y Sadira. Ahora Tithian ya no está, y el consejo gobierna la ciudad. Los templarios se sientan en el consejo en la persona de Timor, y poseen aliados poderosos, tanto en el consejo como entre la nobleza. El consejero Kor es el partidario más incondicional de Timor, pues cree que los templarios acabarán venciendo en la lucha por el poder y por lo tanto está ya haciendo su agosto. Y los nobles no sienten demasiado afecto por este nuevo gobierno que liberó a sus esclavos.
– ¿Qué hay de los comerciantes?
– Los comerciantes mantienen una estricta neutralidad. Sea quien sea quien gobierne Tyr, ellos tendrán que seguir con su negocio, y consideran más sensato no ofender a ninguna de las facciones.
Les trajeron la comida, y Sorak empezó a lamerse inconscientemente los labios ante el aroma de z'tal z´tal asado que surgía del plato de Krysta.
¡Kivara!, exclamó. ¡Deja de hacer eso!
¿Es que debemos comer como ratas del desierto?, inquirió ésta irritada. ¡Me muero por comer algo de carne!
Después de todo, añadió Eyron, no puede decirse que nunca hayamos comido carne.
Yo no he comido carne, protestó Sorak. Vosotros habéis comido carne. Existe una diferencia.
Pues de algún modo se me escapa, replicó Eyron. La carne que yo como alimenta tu cuerpo.
Dejadlo tranquilo, intervino la Guardiana, intercediendo por él. Él no os molesta ni discute cuando cazáis. Tiene el derecho de elegir lo que lo alimenta.
Este miserable forraje ni siquiera podría alimentar a un rasclinn, refunfuñó Kivara.
Sorak hizo como si no oyera la conversación y se limitó a comer sus verduras. Por debajo de la mesa, el pie de Krysta rozó su pierna. Intentó echar la pierna hacia atrás para evitar el contacto, pero ésta permaneció exactamente donde estaba. Perplejo, lo intentó otra vez, sin el menor resultado.
Kivara, gruñó interiormente, ¿qué estás haciendo?
Nada, respondió ésta en tono inocente.
Krysta empezó a frotar su pie contra la pantorrilla del joven.
Así no haces más que darle ánimos, se quejó Sorak. Para.
¿Por qué? Me gusta.
Estás interfiriendo conmigo, protestó el joven enojado. ¡No lo toleraré!
Un poco de ese z'tal z´tal iría perfectamente con las verduras, insinuó ella.
¡Kivara!, exclamó la Guardiana. ¡Eres una desvergonzada, y no es así como actuamos nosotros!
Oh, muy bien, rezongó Kivara en tono enfurruñado.
Sorak retiró la pierna.
– ¿En qué pensabas hace un instante? -preguntó Krysta.
– En que, si vamos a pasar un tiempo juntos, será mejor que nos comprendamos el uno al otro -respondió Sorak-. No puedo darte lo que deseas.
– ¿No puedes o no quieres? -inquirió ella con una sonrisa burlona.
– ¿Hay alguna diferencia?
– La hay para mí. ¿Aceptarías mis insinuaciones si. no fuera por tu voto?
– Estoy seguro de que una parte de mí lo haría -respondió él, con una maliciosa mueca interior dirigida a Kivara-, pero parte de mí sentiría una obligación hacia otra persona.
Krysta enarcó las cejas.
– ¿Otra? ¿Entonces ha habido una mujer en tu vida?
– No en la forma en que tú piensas. Ella es alguien con quien crecí. Una sacerdotisa villichi.
– Ah -sonrió Krysta-. Comprendo. La pasión no tiene por qué ser menos intensa aunque sea casta. ¿O no fue casta?
– Lo fue. Y preferiría no hablar más de ello.
– Muy bien -repuso Krysta-. Respetaré tu voto, a pesar del desafío que resulta tentarte para que lo rompas. Pero dime, ¿si no hubieras hecho un voto de castidad, me rechazarías igualmente a causa de esta joven sacerdotisa?
– No es tan sencillo -dijo Sorak-; pero, si fuera libre de responderte en el modo en que tú lo deseas, no dudaría en hacerlo.
– Una respuesta de lo más diplomática, y no totalmente satisfactoria. Pero supongo que tendré que conformarme. -Bajó los ojos hacia la mesa y sacudió la cabeza-. Resulta casi divertido. No puedo contar los hombres que me han deseado, pero aquel al que yo más deseo, no puedo tenerlo.
– Tal vez es por eso por lo que lo deseas -respondió Sorak.
– Tal vez -dijo ella, y añadió con una sonrisa-: ¿Quieres algo de postre?
9
Timor se encontraba en el balcón del tercer piso de su magnífica finca del barrio templario, contemplando cómo los rayos del sol centelleaban en la Torre Dorada. El palacio de Kalak permanecía vacío desde la desaparición de Tithian; nadie vivía allí, ni siquiera los esclavos que lo habían mantenido limpio, que habían cuidado los floridos jardines y cumplido el más insignificante capricho de Kalak. Todos los esclavos habían sido liberados, y el Palacio Dorado se había convertido ahora en un simple monumento a la época en que la ciudad había tenido un rey en lugar de un consejo democrático.
Tithian no regresaría; de eso Timor estaba seguro. Y, por derecho, él era el siguiente en la línea de sucesión, Tithian había ascendido al Trono Dorado porque había sido el sumo templario de Kalak, y él mismo había nombrado a Timor sumo templario. Ahora que Tithian había desaparecido, Timor consideraba que el derecho de sucesión debiera haber pasado a él. Excepto que Tithian no había sido declarado muerto; pues su suerte seguía siendo una incógnita. El consejo gobernaba en su ausencia, pero nunca había existido ningún paso formal para resolver la cuestión de un nuevo rey para Tyr; Sadira y Rikus se habían ocupado de ello, manteniendo siempre un conspicuo silencio sobre el tema de la desaparición de Tithian.
Timor no había forzado la situación porque sabía que aún no era el momento adecuado. Tanto Rikus como
Sadira tenían un gran respaldo por parte de los habitantes de la ciudad, y la mayoría de los miembros del consejo, sensibles a los vientos predominantes, también les habían dado su apoyo. De todos modos, el aplastante apoyo popular de que habían disfrutado como héroes de la revolución empezaba a erosionarse. Habían matado al tirano y liberado a los esclavos, y semana a semana habían ido consolidando el poder del consejo, aprobando edictos en ausencia de Tithian que otorgaban más libertad a los habitantes de la ciudad y dificultarían aún más el retorno de la ciudad a un gobierno monárquico. Ése, desde luego, era su plan. Paso a paso, su intención era establecer por ley la desaparición de la monarquía. Se estaba librando otra revolución, una mucho más sutil, pero no menos efectiva. Cuanto más tiempo permanecieran en el poder Rikus y Sadira como voces dominantes en el consejo, más difícil le resultaría a Timor suplantar a Tithian como monarca de Tyr.