– Tu nombre -volvió a exigir Timor en voz baja.
– ¡Rokan! -chilló el prisionero-. ¡Me llamo Rokan!
Timor musitó el contrahechizo y realizó un gesto lánguido con la mano. El prisionero sintió de repente cómo el ardor desaparecía al tiempo que el ácido volvía a convertirse en vino. Permaneció de rodillas, doblado hacia adelante, gimoteando y jadeando.
– Bien, bien, ¿fue sencillo, no es así? -dijo Timor. Se volvió hacia el segundo prisionero y enarcó las cejas.
– ¡D… Digon! -farfulló el otro a toda prisa-. ¡Me llamo Digon!
– ¿Lo veis? -repuso el sumo templario con una sonrisa-. Las cosas son mucho más fáciles cuando la gente coopera. -Se volvió para volver a echar una mirada a Rokan, que seguía arrodillado, doblado sobre sí mismo, sobre el suelo-. Vosotros dos no parecéis apreciaros mucho -manifestó-. ¿Por qué será, me pregunto?
– Porque él era mi jefe, y cree que lo traicioné -se apresuró a explicar Digon.
– ¿Y lo hiciste? -quiso saber Timor, enarcando las cejas.
Digon bajó los ojos al suelo y asintió.
– No tuve elección -contestó-. No tenía voluntad propia. Él me obligó.
– ¿Quién te obligó?
– ¡Sorak, malditos sean sus ojos! -replicó Digo ó n, escupiendo el nombre-. ¡Maldigo el día en que me tropecé con él!
– ¿Sorak? -repitió Timor-. Qué interesante. Cuéntame más.
Después de ver lo que Timor acababa de hacer a Ro – kan, Digon no tuvo reparos en contar todo lo que sabía. Explicó el plan de los bandidos para tender una emboscada a la caravana, y cómo Sorak se había tropezado con ellos cuando estaban apostados como vigías en la loma que daba sobre la ciudad. Timor escuchó con atención mientras Digon relataba la facilidad con que Sorak se había desembarazado de los otros vigías, dejando tan sólo a Digon con vida, y el templario pareció aún más interesado cuando el otro describió la forma en que el elfling lo había desarmado y luego sondeado su mente para leer todos sus pensamientos.
– No había nada que pudiera hacer, mi señor -se disculpó Digon al finalizar su relato-. Sabía que, si intentaba buscar a Rokan y advertirle, Rokan me mataría por haber fracasado en mi misión. Yo no tenía ningún otro lugar al que ir que no fuera Tyr, ya que no podía reu – nirme con mis camaradas. Y sabía que, si mi camino se volvía a cruzar con el suyo, él leería mis pensamientos y sabría si lo había traicionado. Lo que me pidió que hiciera no parecía tan difícil. Ir a Tyr y hacer preguntas; ponerme en contacto con la Alianza del Velo y advertirles de su llegada. Eso era todo, y luego yo quedaría libre.
– ¿Y tanto le temías que no te atreviste a desobedecer? -preguntó Timor.
– No lo conocéis, mi señor -replicó Digon, meneando la cabeza-. El elfling es un poderoso maestro del Sendero, y lucha como un demonio. Me hubiera costado la vida desobedecerle.
– ¿Y dices que bajaba de las montañas? -inquirió el sumo templario.
– Sin duda -respondió él-. Desde nuestro punto de observación, habríamos visto a todo el que se acercara desde cualquier otra dirección. No esperábamos que nadie bajara de las montañas; no hay nada allí, ni pueblos, ni aldeas, nada.
– Y sin embargo es de ahí de donde él venía -dijo Timor.
– No se me ocurre ninguna otra explicación, mi señor templario.
– Hummm -musitó Timor-. Interesante. Muy interesante. Así que a los bandidos los enviaron a Tyr, para infiltrar espías en los emporios de los comerciantes y para atacar a la caravana que partirá hacia Altaruk.
– Sí, mi señor.
– ¿Dónde debía tener lugar el ataque?
Digon le dio el lugar exacto donde aguardaban los bandidos.
– ¿Y quiénes son los espías?
Digon también se lo contó, y Timor se sintió fascinado al descubrir que lo que decía correspondía a lo que Sorak había contado al consejo hasta el más mínimo detalle. Aquello parecía eliminar la posibilidad de que el mismo Sorak fuera un espía de Nibenay, como lo hacía ya el que hubiera descendido de las Montañas Resonantes. Nibenay se encontraba justo al otro lado del altiplano. ¿Qué era entonces lo que tramaba el joven?
– Por favor, mi señor -suplicó Digon-. Os he contado todo lo que sé. Os ruego que no me matéis. No haré nada y, además, aún puedo seros útil. Puedo conducir a vuestros soldados al lugar donde los bandidos aguardan para atacar a la caravana; puedo identificar incluso a los que forman parte de la caravana misma.
– Patética y rastrera piltrafa de boñiga de kank -masculló Rokan, la voz ronca mientras alzaba los ojos para mirar a su socio con repugnancia.
Digon lanzó una exclamación ahogada. El rostro de Rokan estaba tan deshecho que ni su propia madre lo habría reconocido. El ácido le había corroído la carne hasta el hueso en algunos lugares, y su rostro era ahora una pesadilla. Al tener las manos atadas a la espalda, no había podido protegerse, aunque instintivamente había vuelto el rostro en el último momento, por lo que casi todo el daño había ocurrido sólo en un lado. Un ojo había quedado disuelto, dejando una cuenca vacía y en carne viva; un pómulo al descubierto brillaba blanquecino, y una esquina de la boca había desaparecido por completo, lo que le proporcionaba un espantoso rictus permanente, la mueca de una calavera; además, en su descenso por la mejilla, las gotas de ácido habían dejado tal rastro sobre la carne que parecía como si lo hubieran arañado unas zarpas.
– Puedes matarme si lo deseas, templario -dijo Rokan, taladrando a Digon con su único ojo-; pero, si los muertos pueden disfrutar de un último deseo, suéltame las manos sólo un momento.
– No tengo la menor intención de matarte, amigo mío -repuso Timor, sonriente-. Me molesta desperdiciar recursos valiosos. Posees todo un carácter. Es un carácter mezquino, pero lo es hasta la médula, y siempre puedo utilizar a alguien como tú. Pero este pobre desgraciado -añadió, volviéndose hacia Digon-, no evidencia valor alguno.
– ¡Mi señor templario, no! -chilló Digon-. ¡Os puedo ayudar! ¡Os puedo servir!
– Los de tu clase pueden servir a cualquier amo, ya que no tenéis espíritu -contestó Timor-. No me ensuciaré las manos contigo. Te concedo tu petición, Rokan.
Realizó un leve movimiento con los dedos, y el bandido notó cómo sus ataduras se soltaban. Con un gruñido se abalanzó contra Digon, quien, con las manos aún atadas, estaba indefenso. El desdichado gritó e intentó apartar de una patada a su adversario, pero Rokan fue demasiado veloz. En un instante tuvo las manos alrededor de la garganta de Digon y, mientras lo asfixiaba, lo obligó a arrodillarse, luego lo tumbó boca arriba y se sentó encima de él a horcajadas. Digon, con la boca desencajada, intentó en vano llenar de aire sus pulmones. Timor se sirvió un poco más de vino y se acomodó en un sillón de respaldo alto para contemplar cómo Rokan se vengaba.
Con una mano, Rokan siguió apretando despiadadamente la garganta de Digón Digon, mientras introducía la otra en la boca de su víctima y le agarraba la lengua. Mediante un salvaje tirón, arrancó la lengua del desdichado y volvió a introducírsela en la boca para obligarlo a tragársela. El bandido aulló y empezó a dar boqueadas, tanto por culpa de su propia sangre como de la lengua.
– Siempre tuviste la lengua muy suelta, Digon -le espetó Rokan. Luego hundió los dedos y sujetó con fuerza la tráquea del malhechor; con un brusco y potente movimiento, le desgarró la garganta.
– Veo que cumples tu palabra -comentó Timor, recordando la amenaza del bandido-. Un rasgo muy digno de elogio.
Rokan se incorporó y se volvió hacia él, respirando entrecortadamente.
– Si creyera poder conseguirlo, también te desgarraría el gaznate a ti, templario.
– No dudo de que lo harías -repuso él-, si creyeras poder lograrlo. Pero ¿por qué dirigir tu cólera contra mí? No soy más que el intermediario de tu destino. Fue Sorak quien sobornó a tu difunto y nada llorado cama – rada y averiguó todos vuestros planes, y fue Sorak quien reveló esos planes al consejo de asesores. Nos dio vuestros nombres, descripciones detalladas de vosotros y nos dijo dónde se os podría encontrar; también nos avisó de vuestro plan para atacar la caravana cuando abandone Tyr. Nuestros soldados los estarán esperando, y acabarán con ellos hasta el último hombre. Todos tus amigos espías acabarán ante mí, tal vez incluso antes de que finalice esta noche. Habéis realizado el largo viaje desde las Montañas Mekillot hasta Tyr, sólo para encontrar aquí la muerte, y todo ello lo ha provocado un solo hombre, que ni siquiera es un hombre en realidad, sino un mestizo elfling a quien jamás has visto.