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– No fue el elfling quien destrozó mi cara -replicó Rokan con voz chirriante y con el único ojo lleno de rabia.

– No, eso es cierto, pero míralo de esta forma: tú y tus cómplices nos fuisteis descritos con todo detalle, y esa descripción se distribuyó a todos los soldados de la guardia de la ciudad. Tu rostro era conocido; pero ahora nadie te reconocería. Si lo consideras de este modo, te hice un favor.

– ¿Y esperas que te dé las gracias?

– No, no en realidad -respondió Timor-, sólo tu obediencia, que podría fácilmente imponer. No obstante, un hombre sirve mejor a su amo cuando también se sirve a sí mismo. Lo has perdido todo, Rokan. Te ofrezco la posibilidad de vengarte del que te ha hundido.

– Sorak -masculló Rokan.

– Sí, Sorak. Puedo decirte dónde encontrarlo. Y, cuando el resto de tus cómplices sean conducidos ante mí, tendrán que escoger entre convertirse a mi causa o morir. Creo que ambos sabemos cuál será su elección.

– ¿Deseas la muerte de este elfling? -inquirió Rokan-. Considéralo hecho. No necesito ayuda; puedo ocuparme de él yo mismo.

– Oh, me parece que no. El elfling es un maestro del Sendero y, al parecer, muy hábil con la espada, también. Sería mejor no correr riesgos. Realiza un servicio para mí, y para ti mismo, y habrás probado tu valía.

– ¿Y luego? -preguntó el bandido.

– Y luego descubrirás que las recompensas por servirme son mucho mayores que por saquear caravanas o espiar para Nibenay.

– ¿Y mi rostro? -quiso saber Rokan-. ¿Puedes utilizar tu magia para curarlo?

– A lo mejor -sonrió Timor, y sus dedos juguetearon con el pie de la copa-. Más adelante.

– ¿Cuándo exactamente? ¿Por qué debo creerte? Pides mucho, pero prometes poco.

– Prometo más de lo que jamás podrías imaginar, estúpido -contestó Timor- En cuanto a devolverte el rostro, considéralo un incentivo.

– La magia profanadora sigue prohibida en Tyr -contestó. Rokan-. Estoy seguro de que al consejo le fascinaría enterarse de que el sumo templario es un practicante clandestino de la hechicería profanadora.

Timor emitió una risita complacida.

– Sí, estoy seguro de ello, pero jamás se lo contarás.

– ¿Qué me detendría? Puedes matarme en cualquier momento que lo desees. Sólo me ahorraría la incertidumbre de la espera.

– Matar a un hombre es algo muy sencillo -contestó Timor-. Utilizarlo de forma constructiva es más creativo, y en última instancia más provechoso. Tú, como jefe, lo comprendes tan bien como yo. Quizá no temas a la muerte, pero eres un superviviente; incluso tienes la arrogancia necesaria para intentar negociar con aquellos que están por encima de ti. Yo respeto eso. Pero yo soy el futuro de Tyr, Rokan, y sin mí tú no tienes futuro. Observa.

Timor extendió la mano con indiferencia y, murmurando un rápido conjuro, juntó los dedos con el pulgar, como si apretara alguna cosa entre ellos.

El malhechor sintió una opresión en la garganta. Se sujetó el cuello con las manos e intentó chillar, pero únicamente un débil graznido escapó de sus labios. No podía hablar; todo lo que conseguía emitir era una especie de gruñido áspero.

– Imagina tu futuro, Rokan -manifestó Rokan-. Privado del habla, el rostro desfigurado, te verías reducido a mendigar por las calles. Sentado en un rincón y chirriando como un lagarto deforme, con la esperanza de que algún transeúnte no sienta excesiva repugnancia por tu aspecto y se compadezca lo suficiente para arrojarte a la palma alguna insignificante pieza de cerámica. Hay castigos peores que la muerte, amigo mío. Podría dejarte así, y permitir que siguieras viviendo.

Separó los dedos, y Rokan hizo esfuerzos por respirar en medio de un violento ataque de tos.

– Creo que nos comprendemos mutuamente, ¿no es así? -inquirió Timor con suavidad.

– Sí, mi señor -contestó Rokan, recuperando la voz.

– Excelente -dijo el sumo templario con una leve sonrisa; luego se volvió hacia sus templarios-: Llevad a este hombre abajo y ocupaos de que coma bien y descanse. Preparadle una habitación en la zona destinada a la servidumbre. Necesitará armas, pero creo que él es quien mejor puede deciros lo que necesita. -Se giró hacia Rokan-. Te conducirán a tu alojamiento. Permanece allí hasta que te haga llamar. Y piensa en el elfling, Sorak. Tu ruina se la debes a él. La suya se deberá a ti.

Mientras los templarios se llevaban al bandido, Timor se sirvió más vino. Empezaba a sentirse a gusto y satisfecho en su interior; las cosas progresaban a la perfección, pensó. Lo que se dice a la perfección.

10

Sorak observó cómo el que tenía la banca barajaba los naipes y los pasaba al hombre situado a su lado. El mercader de vinos cortó la baraja y la volvió a entregar al que repartía, un comerciante de la caravana llegada de Altaruk. Había cinco hombres alrededor de la mesa, sin contar a Sorak. Y uno de ellos hacía trampas.

Sorak tomó sus cartas, las abrió en abanico, y les echó una ojeada.

La apuesta eran diez monedas de plata. En cuanto todo el mundo hubo puesto sus monedas en el caldero de hierro, el mercader de vinos se descartó de tres cartas, y el que repartía depositó tres nuevas sobre la mesa frente a él. El otro las recogió y las deslizó entre las que ya tenía; su rubicundo rostro mofletudo no mostró nada.

El joven noble de cabellos oscuros tomó dos. El fornido tratante de animales cogió tres. Sorak se quedó con las que tenía, y el medio calvo comerciante en cerámica cogió también dos.

– La banca coge dos -anunció el mercader de la caravana, dándose dos cartas.

El mercader de vinos abrió con diez monedas de plata.

– Veo tus diez monedas y subo otras diez -anunció el noble de cabellos morenos.

– Eso hacen treinta para ti -indicó la banca al tratante de animales. El musculoso jugador lanzó un gruñido y echó una nueva mirada a sus cartas.

– Voy -contestó, contando veinte mon h edas de plata

y arrojándolas al negro caldero situado en el centro de la mesa.

– Yo subo otras veinte -dijo Sorak sin mirar sus cartas, y dejó caer las monedas en el recipiente.

– Demasiado para mí -suspiró el comerciante en cerámica, recogiendo sus cartas y colocándolas boca abajo sobre la mesa.

– Yo veo tus veinte -dijo el mercader de la caravana, sosteniendo la mirada de Sorak-, y subo a veinte más.

El mercader de vinos recogió sus cartas. El tratante de animales y el noble siguieron, lo mismo que Sorak.

– Voy y veo -indicó Sorak.

El mercader de la caravana sonrió mientras extendía sus cartas boca arriba sobre la mesa.

– Llorad y lamentaos, amigos míos -anunció, recostándose cómodamente en su asiento. Tenía un tres y cuatro hechiceros. El tratante de animales maldijo por lo bajo y arrojó sus cartas sobre la mesa.

– Eso me deja fuera -dijo el noble con un suspiro, en tanto que el mercader de la caravana sonreía y alargaba la mano hacia el recipiente.

– Cuatro dragones -proclamó Sorak, y extendió sus cartas. El mercader de la caravana se incorporó de un salto, arrojando su silla al suelo con estrépito.