– ¡Imposible! -exclamó.
– ¿Por qué? -inquirió Sorak, contemplándolo con tranquilidad.
Los otros jugadores intercambiaron miradas nerviosas.
– Es cierto -intervino el noble-, ¿por qué?
– ¡Se lo ha sacado de la manga! -chilló el otro en un desagradable tono acusador.
– No, en realidad, lo he sacado de la parte superior de tu bota izquierda -repuso Sorak.
Los ojos del mercader de la caravana se abrieron desmesuradamente y de forma inconsciente descendieron veloces hacia su bota alta, que le subía hasta más arriba de la rodilla.
– Las cartas que descartaste eran un seis de copas y un dos de cetros -continuó Sorak-. Las cartas que sacaste eran un dragón de espadas y un cuatro de pentáculos. Es por eso que sabías que era imposible que yo tuviera cuatro dragones, porque el dragón de espadas y el cuatro de pentáculos estaban en la parte superior de tu bota izquierda, donde los escondiste al hacer el cambio.
– ¡Embustero! -chilló el que había repartido.
Dos de los guardas semigigantes se colocaron detrás de él sin hacer ruido.
Sorak miró a los otros jugadores.
– Si miráis dentro de la parte superior de su bota izquierda, encontraréis el cuatro de pentáculos escondido aún ahí. Y dentro de la parte superior de la bota derecha hay dos hechiceros. Empezó con cuatro, uno de cada palo.
– Será mejor que comprobemos esas botas -propuso el joven noble con una mirada penetrante al mercader de la caravana.
Los dos semigigantes avanzaron para sujetarlo por los brazos, pero el hombre fue demasiado rápido para ellos. Clavó el codo con fuerza en el plexo solar de un semi – gigante, que quedó sin respiración, y descargó el tacón de la bota con violencia sobre el empeine del otro. Mientras el semigigante aullaba de dolor, el mercader aprovechó para hundirle el puño en el bajo vientre. Había actuado tan deprisa, que todo había sucedido en un instante, y, al mismo tiempo que otros guardas cruzaban la sala hacia él, la espada de hierro del comerciante saltó de su vaina.
La mano de Sorak fue veloz hacia la empuñadura de su espada, pero, mientras sus dedos se cerraban alrededor de ella, el joven sintió repentinamente como si se desvaneciera. Una nueva presencia surgía de su interior, y Sorak notó como si se sumiera en un negro torbellino de oscuridad. Un frío helado le envolvió todo el cuerpo a medida que la Sombra se alzaba como un torrente de las zonas más recónditas de su mente subconsciente.
Justo cuando el mercader de la caravana dejaba caer su arma con un gruñido, dirigiendo un golpe devastador a la cabeza de Sorak, la Sombra desenvainó a Galdra con una velocidad relámpago y detuvo el mandoble. La hoja de hierro chocó contra el acero elfo con un tañido y se hizo añicos como si fuera de cristal. El mercader se quedó boquiabierto, pero se recuperó con rapidez y dio una patada a la mesa que lanzó por los aires naipes, monedas y copas; la mesa redonda quedó volcada, convertida en un eficaz escudo entre él y Sorak. La Sombra alzó a Galdra y la descargó con un violento golpe vertical que partió la mesa por la mitad como si la gruesa madera de agafari no fuera más consistente que un pedazo de queso.
El hombre de la caravana retrocedió precipitadamente, pero se encontró con que un grupo de semigigantes y semielfos armados le cerraba el camino hasta la puerta. Lanzó una maldición y se volvió otra vez hacia Sorak.
– ¡Muere, mestizo! -gritó, sacando una daga de obsidiana y arrojándola contra el joven.
La Sombra se retiró de improviso y la daga se detuvo, paralizada en el aire a pocos centímetros del pecho del elfling al hacer su aparición la Guardiana. Los ojos de Sorak centellearon a la vez que el estilete giraba despacio sobre sí mismo, la punta apuntando ahora a quien lo había lanzado. El hombre se quedó atónito, y muy pronto su asombro se convirtió en pánico cuando la daga salió disparada hacia él como un moscardón furioso. Se dio la vuelta e intentó huir, pero la hoja se enterró hasta la empuñadura entre sus omóplatos, y cayó al suelo, resbalando sobre las baldosas arrastrado por su propio impulso; acabó chocando contra una mesa, que derribó, y se quedó allí hecho un ovillo inerte.
La sala de juego se sumió en un profundo silencio, que muy pronto quedó roto por las sordas murmuraciones de los clientes. Sorak se acercó al lugar donde yacía el cadáver del fullero y lo golpeó con el pie; acto seguido se inclinó y sacó un naipe de la parte superior de la bota del muerto. Se acercó con el naipe a los otros jugadores y lo mostró.
– Podéis repartiros el fondo entre vosotros -dijo-, de acuerdo a lo que cada uno haya puesto. En cuanto a lo que apostó este tramposo, podéis repartirlo en partes iguales. -Se volvió y lanzó o la carta sobre el cuerpo, la cual fue a aterrizar sobre el pecho del fullero-. No se toleran las trampas en esta casa -añadió-. Podéis coger mi parte del fondo y dividirla entre vosotros, a modo de disculpa por las molestias. -Indicó a una de las camareras que se acercase-. Por favor, trae a estos caballeros una bebida, que yo invito -le ordenó.
– Gracias -dijo el mercader de vinos tragando saliva muy nervioso.
El joven noble contempló con curiosidad los restos de la mesa y luego volvió la mirada hacia Sorak.
– ¡Esa mesa era de madera maciza de agafari! -exclamó incrédulo-. ¡Y la cortaste en dos mitades!
– Mi hoja es de acero y tiene un buen filo -repuso él.
– ¿Tan afilado como para hacer añicos una espada de hierro? -intervino el tratante de animales-. Ni siquiera una hoja de acero podría hacerlo; aunque sí una que estuviera hechizada.
El joven guardó la espada y no respondió.
– ¿Quién eres? -inquirió el tratante de animales.
– Mi nombre es Sorak.
– Sí, eso dijiste cuando empezamos a jugar -respondió su interlocutor-. ¿Pero qué eres?
– Un elfling -respondió el joven mirándolo con fijeza.
– No es a eso a lo que me refería -replicó el tratante de animales sacudiendo la cabeza.
Antes de que Sorak pudiera responder, uno de los guardas semielfos se le acercó y le dio un golpecito en el hombro.
– La señora quiere verlo -le dijo en voz baja.
Sorak levantó los ojos hacia el segundo piso y vio a Krysta, que lo miraba a través de la cortina de abalorios de su oficina. Asintió y se encaminó a las escaleras. A su espalda, los clientes empezaron a conversar animadamente sobre lo que acababan de presenciar.
La puerta ya estaba abierta cuando llegó desde el corredor, y los semielfos de la antecámara lo miraron con respetuoso silencio. Atravesó la cortina que cubría la arcada de acceso y penetró en el despacho de Krysta. Ésta se encontraba de pie detrás del escritorio, esperándolo.
– Siento los desperfectos… -empezó él.
– No te preocupes por eso -lo interrumpió ella, saliendo de detrás de la mesa-. Déjame ver tu espada.
– ¿Mi espada? -Sorak frunció el entrecejo.
– Por favor.
El joven la extrajo de su vaina.
– Acero elfo -musitó ella-. Te lo ruego, gírala de modo que pueda ver la hoja plana.
Hizo lo que le pedía y oyó como Krysta aspiraba con fuerza al leer la inscripción de la hoja.
– ¡Galdra! -exclamó o en una voz que apenas era un susurro. Levantó la mirada hacia él, los ojos muy abiertos y atemorizados-. Jamás soñé… -empezó-. ¿Por qué no me lo dijiste?
– Señora… -dijo uno de los guardas semielfos, apartando la cortina detrás de ellos-. ¿Es cierto?
– Lo es -respondió ella, contemplando a Sorak con expresión de asombro.
El guarda miró fijamente al joven y penetró en la habitación seguido por los otros.
– ¿Qué sucede? -inquirió Sorak-. ¿Qué es lo que es cierto?
– Llevas a Galdra, la espada de los antiguos reyes elfos -explicó Krysta-. El arma a la que nada puede oponerse. ¿Es posible que el viejo mito sea verdad?