– ¿Qué mito?
– El mito que todo elfo considera simplemente un cuento de viejas: «Un día aparecerá un campeón, un nuevo rey que unirá las tribus separadas, y por Galdra lo conoceréis». Incluso los semielfos criados en la ciudad conocen la leyenda, aunque nadie la cree. Nadie ha visto la espada desde hace mil años.
– Pero yo no soy un rey -replicó Sorak-. Esta espada me la regaló la gran señora de las villichis, a cuyo cuidado estuve.
– Pero te la dio a ti -insistió Krysta.
– Pero… sin duda, eso no me convierte en un rey -protestó él.
– Te convierte en el campeón del que hablaba el mito -contestó ella-. El poder de Galdra jamás serviría a alguien que no fuera digno de empuñarla. -Sacudió la cabeza-. No estoy muy segura de creerlo yo misma, pero, si lo hubiera sabido, quizá no habría sido tan insolente.
Sorak se volvió hacia los guardas semielfos, que lo contemplaban con temor.
– Esto es absurdo. Por favor, salid, todos vosotros. ¡Salid, he dicho!
Se dieron todos la vuelta en un amasijo revuelto de cuerpos y salieron por la puerta.
– Cuando esto se sepa -dijo Krysta-, todos los hombres y mujeres de esta ciudad con sangre elfa en las venas empezarán a hacerse preguntas sobre ti, Sorak. Algunos querrán convertirte en lo que no deseas ser; otros, robar la legendaria espada. Y si las tribus nómadas del desierto se enteran…
– Espera -intervino Sorak-. El simple hecho de que haya crecido una especie de mito alrededor de una espada no significa que yo sea su realización. No he venido aquí a investirme de ningún manto de autoridad, y, si he de ser el campeón de alguien, entonces lucharé por el Sabio.
– ¿Y qué sucede con el mito? -preguntó Krysta, en tono divertido.
– ¡Por última vez, yo no soy un rey! -declaró el joven-. ¡Ni siquiera soy un elfo de pura sangre! La estirpe de los reyes elfos desapareció con Alaron, y yo ni tan sólo sé quiénes eran mis padres.
– Y sin embargo conoces el nombre de Alaron.
– Sólo porque oí la historia de labios de una venerable pyreen -replicó Sorak con exasperación-, igual que tú has oído esa leyenda popular. Ésta habrá sido su espada, pero el que yo la tenga no me convierte en el sucesor de Alaron. Y, si me la roba un humano, ¿convertiría eso al humano en rey de los elfos? Si fuera tuya, ¿recaería el título sobre ti?
– Deja que la empuñe por un instante -pidió Krysta, extendiendo la mano.
– Como quieras -suspiró él, entregando la espada.
Los dedos de la semielfa se cerraron alrededor de la empuñadura. La mujer se mordió el labio inferior mientras sostenía la espada, los ojos fijos en la hoja como si fuera algo sagrado, y luego la descargó con todas sus fuerzas en un golpe de arriba abajo sobre su escritorio. La hoja se clavó profundamente en la madera y se quedó allí.
– ¡Por la sangre de un gith! -exclamó Sorak-. ¿Qué haces?
Krysta gruñó mientras intentaba liberar la hoja, lo que consiguió al tercer intento.
– Hubo un tiempo en que luché en la arena -explicó-. No soy una hembra debilucha que no puede manejar una espada. Mis guardas testificarán que ninguno de ellos hubiera podido asestar un golpe más fuerte. Ahora prueba tú.
– ¿Para que servirá dejar más muescas en tu escritorio? -quiso saber Sorak.
– Es un capricho mío.
El joven meneó la cabeza, recuperó la espada, y la abatió con fuerza sobre la mesa. El pesado escritorio se hundió por el centro y se desplomó al partirlo la hoja completamente en dos.
– Según la leyenda, el hechizo de la hoja no servirá a nadie más -manifestó Krysta-. Y, si cayera en las manos de un profanador, se haría pedazos. La magia servirá únicamente al campeón, porque su fe es autentica. A lo mejor tú eres ese campeón. Tú eres el legítimo monarca.
– ¡Pero ya he dicho que no soy un rey! -se quejó él-. ¡No lo creo! ¿Dónde está, entonces, mi fe?
– En la tarea que te has fijado, y en la trayectoria que debes seguir -respondió ella-. El mito también lo menciona.
– – ¿Sí?
– Dice: «Aquellos que creen en el cam m peón lo aclamarán, pero el rechazará la corona, ya que los elfos se han hundido en la decadencia. Tendrán éstos primero que alzarse por encima de su fracaso y merecer a su rey antes de que éste los acepte, pues al igual que Galdra, espada de los reyes elfos, las tribus dispersas deberán recuperar su espíritu y forjarse de nuevo en la fe, antes de conseguir su auténtico temple». Tanto si te gusta como si no, cumples todas las condiciones del mito.
– No soy un rey -dijo Sorak enfurecido-. Soy Sorak y, sea lo que sea que cualquier mito signifique, no tengo la menor intención de convertirme jamás en rey ni de ceñir ninguna corona.
– Como desees -respondió Krysta con una sonrisa-. Pero, de todos modos, puede ser que te encuentres con que te lo imponen. Si no quieres que hable de ello, no lo haré, pero no puedes negar tu destino.
– Cualquiera que sea mi destino -dijo Sorak-, por el momento está ligado a mi búsqueda del Sabio. Dijiste que investigarías sobre la Alianza del Velo.
– Y lo he hecho. Se me ha dicho que se puede encontrar a miembros de la Alianza casi en todas partes, pero que un buen lugar para establecer contactos es en la taberna El Gigante Borracho. No está lejos de aquí. Pero debes ser discreto; no hagas preguntas en voz alta. La señal de que se desea establecer contacto es pasarse la mano por la parte inferior del rostro, como si se indicara un velo. Si hay algún miembro de la Alianza presente, te vigilarán y seguirán, y alguien se pondrá en contacto contigo.
– La taberna El Gigante Borracho -repitió Sorak-. ¿Dónde puedo encontrarla?
– Haré que mis guardas te acompañen -ofreció Krysta.
– No, preferiría ir solo. Sin duda sospecharán de mí ya desde un principio, y si fuera con una escolta no haría más que empeorar las cosas. Quiero sacar a esa gente a la luz, no asustarlos.
– Te dibujaré un mapa -dijo Krysta, volviéndose hacia su escritorio. Contempló las dos mitades de la mesa unos instantes; todo lo que había estado encima se había desparramado por el suelo-. Pensándolo mejor, quizá sea suficiente con que te lo explique.
Una vez que Sorak hubo marchado, el capitán de su guardia regresó ante ella y comentó vacilante:
– ¿Qué debemos hacer? ¿Lo seguimos?
– No creo que eso le gustara -respondió ella, negando con la cabeza.
– Pero si le sucediera algún daño…
– En ese caso el mito sería falso -afirmó ella-, tal y como siempre creí. -Clavó los ojos en lo que quedaba de su escritorio-. Además, no me gustaría estar en el lugar de quien intentara hacerle daño, ¿no crees?
Un grupo de pordioseros estaba sentado contra la pared al otro lado de la calle frente a La Araña de Cristal. A pesar del toldo que pendía sobre sus cabezas, los seis estaban envueltos en sus mugrientas y andrajosas capas con capucha, apiñados unos contra otros para resguardarse del frío nocturno. Cuando Sorak abandonó la casa de juegos, uno de ellos dio un codazo a sus compañeros.
– Ahí va -dijo.
Rokan levantó la cabeza y se echó la capucha ligeramente hacia atrás para poder verlo mejor con el ojo bueno.
– ¿Estás seguro de que es él?
El templario que le había dado el codazo asintió, pero mantuvo la mirada desviada. No quería mirar al desfigurado bandido más de lo absolutamente necesario.
– Lo he estado vigilando, ¿no es así? -respondió el templario en tono irritado, pues le disgustaba tener que tratar con la escoria; cuanto antes hubiera terminado esto, mucho mejor para él-. ¡Ve y atácalo! Está solo.
– Actuaré cuando esté preparado, templario -replicó Rokan con sequedad-. Este mestizo me ha costado mucho y no quiero que muera demasiado deprisa.
– ¡Pero se aleja!
– Tranquilízate -repuso el bandido-. Lo seguiremos, pero a una discreta distancia. Yo escogeré el momento y el lugar.