Tras dar a Sorak una buena ventaja, Rokan hizo una señal con la cabeza a los otros, y todos se incorporaron a una, para marchar en la misma dirección que había tomado el elfling. El templario apresuró el paso tras él, pero Rokan lo agarró por la capa y tiró de él hacia atrás.
– ¿Adó o nde crees que vas? -preguntó.
– Pues, contigo, para ver cómo matas al elfling, claro -contestó éste.
– De claro, nada -dijo Rokan, empujándolo hacia atrás con la fuerza suficiente para que diera con el trasero en medio de la calle-. Quédate aquí y no estorbes.
– Pero tengo que observar…
Rokan se dio la vuelta sin decir nada más y se alejó a grandes zancadas con sus hombres. El templario se levantó del polvo y dirigió una mirada de odio a la espalda del otro. Había habido una época en que nadie se habría atrevido a tratarlo de este modo. Sin embargo, esos días habían pasado ya. Kalak estaba muerto, y los templarios habían perdido su magia. En tiempos del rey-hechicero, el templario había infundido el temor en el corazón de cualquiera al que mirara aunque sólo fuera con severidad; ahora sabía lo suficiente como para tener miedo de un hombre como Rokan, y aquella sensación no le sentaba nada bien en la boca del estómago. Se quedó atrás, observando cómo los bandidos desaparecían calle abajo. A Timor no le gustaría, pero Timor no estaba aquí, y sí Rokan.
Uno de los malhechores se deslizó junto a Rokan mientras seguían a Sorak de lejos.
– ¿Qué sucederá cuando hayas matado al mestizo?
– Entonces el trabajo habrá concluido, y seréis libres de marcharos -respondió Rokan, intentando no perder de vista al elfling en aquel laberinto de calles serpenteantes.
– ¿Cómo sabemos que podemos confiar en este Timor?
– No podéis -dijo Rokan-; pero no temas, Vorlak. Vosotros no le interesáis; somos insignificantes en lo que respecta a sus planes. Tiene algo mucho más importante entre manos y nosotros no somos mas más que instrumentos que utilizará a durante un corto espacio de tiempo para servir a sus necesidades más inmediatas antes de dejar de ocuparse de nosotros.
– Esto ha sido un mal negocio desde el principio -refunfuñó Vorlak-. Para empezar, nunca debiéramos haber venido aquí.
– Nos pagaron bien.
– No lo suficiente para compensarnos por lo que ha sucedido -respondió Vorlak con amargura-. Tampoco nos pagará el resto de lo convenido nuestro cliente nibenés, ahora que se ha descubierto que somos espías. La caravana con destino a Altaruk ha abandonado ya la ciudad, y nos lleva todo un día de ventaja; de modo que, aunque pudiéramos obtener una reata de veloces crodlus, cosa que no podemos, no conseguiríamos alcanzar a los otros a tiempo de avisarles. Atacarán la caravana tal y como se planeó, y caerán directamente en la trampa.
– ¿Crees que no lo sé? -replicó Rokan en tono arisco-. ¿Qué esperas que haga yo?
– No hay nada que hacer -intervino Gavik, otro de los bandidos-. Se ha acabado. Incluso aunque algunos de nuestros camaradas pudiera pudieran escapar, aún les quedarían los altiplanos por cruzar. Y, si el desierto no acaba con ellos, ¿qué les espera a su regreso? ¿Qué nos espera a todos nosotros?
– Todavía tenemos el campamento en las Montañas Me – killot -contestó Rokan-, y aún tenemos a nuestras mujeres y a los hombres que no vinieron con nosotros.
– Un simple puñado -se lamentó Gavik-. Ni siquiera son suficientes para emboscar una caravana pequeña.
– Empecé con menos que eso -repuso Rokan-, y puedo volver a empezar. Nada ha terminado.
– Entonces ¿no piensas aceptar la oferta de este templario para que te quedes a su servicio? -inquirió Vorlak.
– Rokan sólo sirve a Rokan -proclamó el jefe de los bandidos con una voz que era casi un gruñido.
– Pero… ¿y tu rostro? -quiso saber Gavik-. Dijiste que el templario prometió curar las heridas si le servías fielmente.
– Una promesa vana -dijo el bandido con amargura-, que estoy seguro nunca ha tenido la intención de cumplir. Cree que le ha dado un ascendiente sobre mí, pero descubrirá que está muy equivocado.
– Entonces… ¿para qué molestarse con este elfling? -preguntó otro de los bandidos-. ¿Por qué no nos limitamos a aceptar nuestras pérdidas y abandonamos la ciudad ahora mismo?
– Devak tiene razón -dijo Tigan, el quinto hombre del grupo-. Marchémonos de la ciudad ahora, antes de que nos enredemos con la guardia de la ciudad o nos traicionen los templarios.
– Cuando esto termine, el resto de vosotros puede hacer lo que le venga en gana -manifestó Rokan-. Si queréis marcharos, por mí podéis ir a asfixiaros en el Mar de Cieno; pero el elfling pagará por lo que ha hecho. Y, cuando haya acabado con él, regresaré y mataré al templario.
– ¿Enfrentarte a un profanador? -se sorprendió Devak-. No cuentes conmigo.
– Ni conmigo -declaró Gavik-. Sabes mejor que ninguno de nosotros lo que Timor puede hacer, ¿y no obstante sigues pensando que puedes matarlo?
– Creerá que soy su servidor, esclavizado por su promesa de curar mi cara y hacerme rico -explicó Rokan-. Me comportaré como su lacayo y, cuando llegue el momento, le romperé el cuello o le hundiré un cuchillo en las costillas.
– Déjame fuera de esto -dijo Vorlak-. Ya tengo bastante de todo este asunto. Yo ya he acabado.
– ¡Habrás acabado una vez que el elfling esté muerto, y no antes! -exclamó Rokan, agarrándolo por la garganta-. ¡Después de eso, podéis iros al infierno, por lo que a mí respecta!
– Muy bien -refunfuñó Vorlak con voz encogida-. El elfling morirá; pero no quiero tomar parte en el intento de matar al templario.
– Ninguno de nosotros quiere -apuntó Gavik.
– Como queráis -dijo Rokan, soltando a Vorlak y retomando la persecución de Sorak.
El joven se encontraba ya casi fuera de la vista, y tu – vieron que acelerar el paso para acortar distancias. Las calles estaban ya muy oscuras y casi desiertas. Tan sólo en algunas viviendas brillaba la luz de las lámparas. Sorak dobló por otra calle, y ellos apresuraron el paso para alcanzarlo; cuando llegaron a la esquina, descubrieron que había entrado en una estrecha callejuela sinuosa que terminaba en un callejón sin salida. Varios callejones salían de cada uno de los lados, entre los edificios apelotonados. Era el lugar perfecto para una emboscada.
– Acabemos con esto -dijo Vorlak, avanzando al tiempo que acercaba la mano a la espada.
– Espera -lo contuvo su jefe, cogiéndolo del brazo.
Sorak había entrado en una taberna, el único edificio de la calle que aún tenía luces ardiendo en su interior. Varias personas salieron al entrar él, y los bandidos observaron en silencio mientras pasaban por su lado.
– Esperaremos hasta que salga -anunció Rokan-. Vorlak, tú y Tigan os colocáis en ese callejón de ahí. -Señaló el oscuro callejón cubierto de basura situado justo al otro lado de la calleja-. Devak, tú y Gavik apostaos en el callejón del otro lado. Yo esperaré en la calle, junto a la entrada de la taberna, y fingiré estar borracho. Cuando salga, lo dejaré pasar y luego me acercaré por detrás mientras vosotros salís y le cortáis el paso.
– ¿Qué sucederá si no sale solo? -inquirió Tigan-. ¿Y si va alguien con él?
– En ese caso, mala suerte para ellos -respondió Rokan.
Sorak se detuvo unos segundos frente a la entrada de la taberna. Era un vetusto edificio de dos plantas de adobe encalado, y, al igual que muchas construcciones de la zona, gran parte del enlucido se había desgastado o desconchado, lo que dejaba al descubierto los ladrillos y la argamasa de debajo. La entrada no estaba protegida por ningún alero. Un corto tramo de escalones de madera conducía a un portal en forma de arco con una pesada puerta claveteada de madera. Sobre la puerta colgaba un letrero también de madera en el que se veía la imagen de un gigante borracho, toscamente pintada. Había dos ventanas en el muro a cada lado de la puerta, ahora bien cerradas para impedir la entrada al frío nocturno y los enjambres de insectos noctámbulos.