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– Bueno, si ése era nuestro contacto de la Alianza del Velo, me temo que lo hemos asustado -comentó Sorak.

¿Se te ha ocurrido que nuestros así llamados contactos de la Alianza del Vel t o podrían muy bien ser estos hombres que yacen ahí delante en medio de la calle?, dijo Eyron.

– ¿Eso piensas? -replicó el joven-; pero ¿por que querrían atacarnos?

Porque hemos estado haciendo preguntas en la taberna, repuso Eyron. La Guardiana percibió que Trag desconfiaba. Si pensó que eras un agente de los templarios…

No, intervino la Guardiana. Trag no forma parte de la Alianza, y, aunque lo fuera, no habría tenido tiempo de enviar un mensaje a estos hombres para que nos salieran al paso. a Ya nos esperaban cuando salimos de la taberna:

– Eso es cierto -asintió Sorak-. Además, la Alianza utiliza la magia y habría tenido más sentido que hubieran lanzado un ataque mágico. Estos hombres iban armados con espadas y cuchillos. La Sombra es un asesino muy eficiente, pero no se detiene a pensar. Si hubiera dejado con vida a uno de estos hombres, sabríamos quién los envió y por qué.

Se oyó el sonido de un postigo al abrirse y volver a cerrarse luego rápidamente con un portazo. Sorak alzó la vista y vio rostros que lo contemplaban desde varias ventanas con los postigos abiertos. Al ver que él levantaba la cabeza, todos desaparecieron apresuradamente dentro de sus habitaciones.

Será mejor que no nos quedemos mucho por aquí, aconsejó la Guardiana. Resultaría un poco embarazoso si nos tropezáramos con la guardia de la ciudad.

– Fue en defensa propia -protestó Sorak-. Pero tienes razón. No hay motivo para enemistarnos con el capitán Zalcor, ni con el consejo de asesores.

Empezó a andar a buen paso y con decisión por las oscuras y desiertas calles, de regreso a La Araña de Cristal. Nadie lo llamó ni intentó detenerlo. Lo cierto es que, si alguien había presenciado la rapidez con que se había deshecho de aquellos hombres, eso por sí mismo ya debía de haber sido disuasión suficiente. Pero en el mercado elfo la gente acostumbraba ocuparse de sus asuntos, por su propio bien.

Si esos hombres no pertenecían a la Alianza, entonces ¿quiénes eran y por qué nos atacaron?, preguntó Eyron.

– No lo sé. A lo mejor eran simples asesinos que buscaban nuestro dinero -sugirió Sorak.

No parecían asesinos corrientes, respondió la Guardiana. Además iban armados con espadas de hierro.

Pues, si no eran miembros de la Alianza ni asesinos, ¿qué nos queda?, insistió Eyron.

¿Soldados?, apuntó Poesía.

– ¿Soldados? -Sorak se detuvo en seco.

Los soldados van bien armados, al fin y al cabo, manifestó Poesía, y casi inmediatamente perdió todo interés por el asunto y empezó a silbar una vigorosa melodía.

Soldados, se dijo Sorak. Desde luego, aquellos hombres podían haber sido soldados disfrazados. Y eso, claro está, quería decir que los había enviado el consejo, o quizá los templarios. Pero ¿por qué habrían de querer verlo muerto?, ¿para evitar tener que pagarle una recompensa por su información? Sin duda, ésa era una razón demasiado mezquina; debía de existir otra explicación. Si es que eran auténticos soldados, pues él no tenía ninguna prueba de ello, aunque de improviso parecía ser la posibilidad más verosímil. Y ello explicaría que fueran disfrazados de mendigos. No convenía al gobierno que se viera a los soldados de la guardia de la ciudad asesinando a alguien en la calle, y Krysta ya lo había prevenido sobre los templarios. Pero ¿qué tenían que temer de él los templarios?

Los templarios fueron antes servidores del rey profanador, advirtió Eyron. Quizá no han abandonado realmente sus antiguas costumbres.

– Pero se dice que los templarios perdieron su magia cuando Kalak fue asesinado -explicó Sorak-. Y la magia profanadora está prohibida en la ciudad.

Prohibido no significa eliminado, le recordó Eyron. Con Kalak, los templarios disfrutaban de mucho más poder. Hubo un tiempo en que eran la ley en Tyr. Ahora el consejo los ha reemplazado y es probable que no estén satisfechos con su nuevo papel más reducido.

Tenía sentido, se dijo Sorak. Pero seguía sin explicar por qué los templarios lo consideraban una amenaza. A menos, claro está, que supieran que buscaba el avangion, aunque él no lo había mencionado más que a Rikus y Krysta, y sabía que ninguno de ellos habría compartido esta información con los templarios.

De alguna forma, sin pretenderlo, había ido a tropezar con una especie de intriga. El equilibrio de poder en Tyr se columpiaba muy precariamente, y, sin comprender en realidad cómo o por qué, él se encontraba en el fulcro de aquel punto de equilibrio. ¿Cuál era con exactitud la naturaleza de su implicación? La pregunta siguió corroyéndolo mientras regresaba a la casa de juego, y andaba tan absorto en sus pensamientos que no detectó al mendigo andrajoso que lo seguía a una discreta distancia.

El templario se aseguró de mantener toda la distancia posible entre él y el elfling, justo la suficiente para no perderlo de vista. Después de lo que había presenciado, no tenía intención de acercarse más. Había seguido a Rokan y a los otros, ya que era su responsabilidad informar a Timor y, a pesar de lo mucho que temía a Rokan, temía aún más al sumo templario.

Lo horrorizaba tener que regresar junto a Timor y contarle lo sucedido, pero sabía que lo haría: no tenía otra elección. Culparía a Rokan. El malhechor y sus secuaces lo habían fastidiado todo. Mientras acechaba desde las sombras en el otro extremo de la calle, el templario había visto a dos de los bandidos atacar al elfling, y había contemplado la devastadora y espantosa velocidad con que el otro se había deshecho de ellos. Había visto cómo Rokan, listo para unirse a la refriega, daba un traspié en la calle, aunque no había visto la saeta que se había clavado en el cabecilla de los bandidos, y había supuesto que el hombre había tropezado mientras intentaba detener su carrera hacia adelante al ver lo que el elfling había hecho a sus camaradas. El muy cobarde había dado media vuelta y huido, y los otros dos bandidos ni siquiera habían salido de su escondrijo en el callejón. Sin duda, pensó el templario, también habían escapado. Eso era lo que sucedía cuando se utilizaba escoria como aquélla para un trabajo así, observó para sí. Eran criminales, y no se podía confiar en criminales. Pero el elfling…

El templario se había ocultado entre las sombras cuando pasó el elfling y lo había oído hablar consigo mismo; una conversación incoherente, como si conversara con espíritus invisibles. No había oído más que la voz del joven, pero éste parecía estar hablando con alguien y dando respuestas, y el templario se había estremecido al oírlo. El elfling estaba loco o habitado por espíritus; en cualquier caso, resultaba increíblemente peligroso.