– ¿Y crees que el Sabio puede ayudarte a averiguar todo eso? ¿Es eso todo lo que deseas de él?
– También quiero servirle -dijo Sorak-. Creo que, si lo hago, encontraré el propósito que hasta ahora ha faltado a mi existencia.
– Comprendo.
– ¿Puedes ayudarme?
– No; yo no tengo la información que buscas, ni tampoco te la daría por las buenas si la tuviera. No obstante, entre nosotros hay quienes podrían ayudarte, pero primero has de demostrar tu valía.
– ¿Cómo puedo hacerlo?
– Ya te lo diremos. Pensábamos que podrías ser un agente de los templarios hasta que éstos intentaron matarte esta noche.
– Así que eran los templarios.
– Los hombres que enviaron contra ti eran los mismos espías de Nibenay que denunciaste al consejo.
– ¿Los bandidos? -Frunció el entrecejo; podría haberlos reconocido por las imágenes tomadas de la mente de Digon de no haber sido porque estaba oscuro, y tampoco había quedado mucho que reconocer una vez que la Sombra se hubo ocupado de ellos.
– Uno huyó -siguió el desconocido-. Y te siguieron de regreso aquí.
– ¿Me siguieron?
– ¿No viste al mendigo que iba detrás de ti a cierta distancia?
– No -admitió el joven-. Estaba absorto en mis pensamientos.
– El mendigo era un templario -dijo su interlocutor-. Te han estado vigilando desde que te presentaste ante el consejo. Cuando los templarios te siguen la pista es aconsejable vigilar la espalda.
– Agradezco la advertencia -repuso Sorak.
– Volveremos a hablar -se despidió el desconocido, meneando la cabeza.
– ¿Cómo me pondré en contacto con vosotros?
– Cuando llegue el momento, nosotros nos pondremos en contacto contigo -respondió el encapuchado.
– ¿Por qué quieren verme muerto los templarios? -inquirió Sorak.
– No lo sé -replicó el otro-, a menos, quizás, que les hayas dicho algo de tu misión para buscar al Sabio.
– Só o lo se lo he dicho a dos personas -contestó Sorak-, a Krysta y al consejero Rikus.
– Rikus no siente el menor cariño por los templarios -aseguró el desconocido-. No tendría ningún motivo para contarles nada. Krysta mira por sus propios intereses en primer lugar y ante todo, pero es lo bastante rica como para no sentirse tentada por cualquier recompensa que los templarios pudieran ofrecer a cambio de información sobre ti. También siente una fuerte devoción por Rikus y no iría en contra de sus deseos. A menos que tú tengas motivos para pensar diferente.
– Krysta no me traicionaría a los templarios -afirmó Sorak.
– En ese caso no puedo explicar por qué querrían verte muerto -repuso el hombre-. Está claro que te consideran una amenaza, pero no sé la razón. No obstante, procuraré descubrir sus motivos. El enemigo de nuestro enemigo es nuestro amigo. A veces.
– ¿Y es é e sta una de esas veces?
– Quizá. En tiempos de Kalak, las alineaciones eran mucho más claras. Sin embargo, en estos tiempos, las cosas no son tan simples. Volveremos a hablar.
El desconocido pasó junto a él y se encaminó hacia la verja. Sorak lo observó alejarse y luego se volvió de nuevo en dirección a la entrada de la casa de juego. Se le ocurrió entonces que quizá debiera dar las gracias a aquel hombre, y giró en redondo para hacerlo, pero el sendero que llevaba hasta la puerta estaba repentinamente desierto. El desconocido había sido muy rápido. Corrió de vuelta a la verja, con la esperanza de alcanzarlo.
– El hombre que acaba de pasar por aquí -dijo Sorak al portero-, ¿por dónde se fue?
– ¿Qué hombre? -inquirió el portero, arrugando la frente.
– El hombre encapuchado. Pasó por tu lado hace un instante.
El portero sacudió la cabeza.
– Estás equivocado -respondió-. Nadie ha pasado por aquí desde que tú cruzaste la verja.
– ¡Pero tuvo que pasar por tu lado! -exclamó Sorak-. ¡No existe otra salida!
El desconcertado portero volvió a menear la cabeza.
– No he abandonado mi puesto, y nadie ha pasado por aquí desde que tú cruzaste la verja -insistió.
– Ya veo -repuso Sorak despacio-. Bueno, no te preocupes. Debo de haberme equivocado.
Se volvió de nuevo hacia la entrada. Magia, pensó, con cierta inquietud. Él sabía muy poco sobre la magia, pero tenía la sensación de que su educación estaba a punto de empezar.
Timor dirigió una mirada furibunda al templario que permanecía de pie, tembloroso, ante él.
– ¿Me estás diciendo que cinco hombres, todos ellos asesinos expertos, fueron incapaces de liquidar a un miserable campesino mestizo?
– No es ningún campesino, mi señor -respondió el otro, mordiéndose el labio inferior en su ansiedad; deseó fervientemente que Timor no fuera a culparlo a él del fracaso de los bandidos-. Yo mismo lo vi abatir a dos de los salteadores con tal rapidez y ferocidad que resultaba impresionante. Sólo Rokan escapó con vida. Huyó, como un cobarde.
– Eso hace tres -dijo Timor-. ¿Qué hay de los otros dos?
– Encontré sus cuerpos en el callejón donde se habían ocultado, esperando para caer sobre el elfling. A uno lo habían decapitado, y al otro lo habían matado de una sola estocada en el corazón.
– Pero tú me has dicho que viste cómo el elfling salía de la taberna y avanzaba por la calle, como si no supiera nada de la emboscada -repuso Timor.
– Es cierto, mi señor.
– Entonces, ¿quién mató a los dos hombres del callejón?
El templario adoptó una expresión de perplejidad.
– No… no lo sé, señor. Había dado por supuesto que el elfling había…
– ¿Cómo pudo hacerlo el elfling si no lo perdiste de vista desde el momento en que abandonó la taberna hasta el momento en que lo atacaron? ¿Cuándo podría haber despachado a los dos hombres del callejón?
– No lo sé, mi señor -respondió el templario, sacudiendo la cabeza-. A lo mejor sospechó de alguna forma que le tenderían una emboscada y abandonó la taberna por la puerta trasera, se acercó a los dos asesinos por la espalda en la calleja y los sorprendió.
– En ese caso ¿por qué regresar a la taberna y salir por la puerta delantera otra vez? ¿Por qué incitar a la emboscada? -Timor volvió a arrugar la frente-. No, no tiene sentido. Si lo que me dices es la verdad…
– ¡Lo es, mi señor, lo juro!
– Entonces alguien más mató a aquellos dos hombres del callejón. Es la única explicación posible. Parece que el elfling tiene un protector. Tal vez más de uno.
– No veo por qué habría de necesitar uno -manifestó el templario-. Por la forma en que manejó esa espada suya, y el modo en que las otras espadas se rompieron al tocarla…
– ¿Qué?
– Dije que por la forma en que manejó esa espada…
– No, no… ¿Dijiste que las otras hojas se rompieron al tocar su espada?
– Sí, mi señor. Sencillamente se hicieron añicos cuando golpearon contra el arma del elfling.
– ¿Qué quieres decir con que se hicieron añicos? ¡Eran espadas de hierro! Yo mismo me ocupé de que Rokan y sus hombres fueran equipados con ellas.
– De todos modos, mi señor, se rompieron. Quizás había algún defecto en su estructura…
– Tonterías -dijo Timor-. En una espada, puede ser, pero desde luego no en ambas. Además, incluso aunque hubiera un defecto, la hoja se resquebrajaría y partiría, no se haría pedazos. ¿Estás seguro de que se hicieron añicos?
– Estallaron como si estuvieran hechas de cristal -insistió el templario.
Timor volvió la cabeza y se dedicó a mirar por la ventana, absorto en sus pensamientos.
– Entonces la espada del elfling debe de estar hechizada -concluyó-. Uno de mis informadores comunicó algo sobre cómo el elfling había matado a un hombre en La Araña de Cristal. En el informe también constaba que la hoja de su oponente se había hecho añicos al chocar con la de é e l, pero podría haber sido de obsidiana, y la obsidiana puede hacerse pedazos contra una hoja de metal bien templada. También se mencionaba algo sobre haber partido en dos una mesa, y volver el cuchillo del hombre contra éste… Todo exageraciones sin duda, o al menos eso pensé entonces.