– Sé lo que vi, mi señor -dijo el templario-. El elfling es un luchador muy experto y peligroso. Apostaría a que puede enfrentarse a cualquier gladiador de la ciudad.
Timor se frotó la barbilla distraídamente.
– Creo haber oído algo, hace muchos años, sobre una espada contra la que todas las otras espadas se hacían añicos… Una espada muy especial. -Hizo una mueca-. No puedo recordarlo ahora. Pero ya lo haré. -Se volvió para mirar a su esbirro-. Al menos, esto es una prueba evidente de que el elfling no es un simple pastor como afirma ser, y también demuestra que, sea lo que sea lo que trama, no está solo. No puedo seguir adelante con mis planes hasta estar seguro de que no se han visto comprometidos. Y cada vez queda menos tiempo. No confío en Rikus ni en esa maldita hechicera; planean algo, estoy seguro, y este elfling está involucrado de alguna manera.
– ¿Qué queréis que haga, mi señor? -preguntó el templario.
– Por el momento continúa con tu vigilancia del elfling -respondió él, y el templario suspiró aliviado al darse cuenta de que al parecer no iban a culparlo a él del fracaso de la emboscada-. Manténme informado de todos los movimientos que haga. Ya te avisaré si tengo nuevas instrucciones.
El hombre hizo una reverencia y se retiró agradecido, dejando a Timor solo en sus aposentos.
«Esa taberna es un conocido punto de contacto para los miembros de la Alianza del Velo -pensó el sumo templario, examinando esta nueva información-. Y el elfling lleva una espada mágica.» Todo parecía demasiado conveniente para ser simple coincidencia; estaba involucrado con ellos, con la Alianza, sin el menor asomo de duda. Y se había entrevistado en secreto con Rikus. ¿Qué significaba todo ello?
Sin duda, se trataba de una especie de conspiración, y Sadira tenía que estar detrás de ello; Rikus era su confidente, igual que Kor lo era de él. ¿Sería posible que la mujer fuera un miembro secreto de la Alianza del Velo? Pero, no, se dijo. Ella había sido una profanadora, y, aunque había abjurado de la magia profanadora y se había arrepentido de haberla utilizado, el hecho de haber profanado en una ocasión sería suficiente para impedir que la Alianza la aceptara. Sin embargo, eso no significaba necesariamente que no pudiera trabajar de tapadillo, en beneficio de ambas partes. ¿Con qué fin? ¿Qué podían desear tanto Sadira como la Alianza del Velo?
Evidentemente, la destrucción de los templarios. Igual que el mismo Timor deseaba más que nada aniquilar a la Alianza por ser la única amenaza a su poder, de igual forma podía considerar ésta a los templarios. Para la organización secreta, los templarios siempre serían enemigos; siempre serían los ejecutores de Kalak. Él podía afanarse para cambiar la imagen de los templarios en las mentes de la ciudadanía de Tyr, pero la Alianza se mantendría siempre firme en su implacable oposición. Y la única otra amenaza a que debía enfrentarse, el único otro poder en el consejo, era Sadira; sin ella y sin aquel gladiador híbrido, sería él quien tuviera el control absoluto ya que el resto de los asesores no eran más que arbolillos que se inclinaban a favor del viento reinante.
Sí, se dijo, Sadira sin duda también se daba cuenta. No era una estúpida y él no cometería el error de subestimarla. Al fin y al cabo, había acabado con Kalak. Había más cosas en aquella fulana de lo que se veía a simple vista, aunque lo que se veía resultaba muy atractivo. En las circunstancias adecuadas, convertida ella en apropiadamente dócil… pero no. Apartó la idea de su cabeza; era más seguro que pasara a mejor vida, pero de tal forma que no pudiera culparse a los templarios. Y ella, desde luego, estaría pensando en lo mismo con respecto a él en este mismo instante.
«No puede actuar abiertamente contra mí -pensó-, de modo que se ha buscado a este elfling para que sea su pelele.» Él debería ponerse en contacto con la Alianza por ella. ¿Qué era é e l, y dónde lo habría encontrado? ¿Qué le había prometido a cambio de sus mercenarios servicios? ¿Sería posible que él pudiera comprar a su vez al joven? No, se dijo Timor, el momento para haberlo intentado habría sido antes de intentar atentar contra su vida. Ahora era demasiado tarde para tales medidas; ahora lo único que podía hacerse era finalizar la tarea que Rokan había fastidiado.
Las comisuras de sus labios se inclinaron hacia abajo al pensar en el desleal bandolero. Aún no había acabado con él, ni mucho menos. A estas alturas, el malhechor podría encontrarse ya en mitad del desierto, sólo que él no haría eso; podía huir de una batalla que sabía no tenía posibilidades de ganar, pero no abandonaría la guerra. No ésa. Además, existía también la cuestión de su rostro. Timor sonrió. Rokan se quedaría, en tanto existiera la promesa de verse curado. Si esa promesa no se mantenía, entonces el malhechor haría todo lo que estuviera en su poder para matarlo. ¡Oh, sí! Timor conocía a aquel hombre: Rokan era alguien a quien comprendía. Y aún podía resultar útil, aunque hasta qué punto, bueno… eso dependía en gran parte de Rokan.
Por el momento, Timor tenía que concentrarse en aquel comodín de su baraja: el elfling, Sorak. Desconocía hasta qué punto éste podía desbaratar sus planes, pero no tenía intención de correr el menor riesgo. Había enviado a cinco hombres peligrosos y bien armados a eliminar al muchacho, se dijo, y habían fracasado, lo que venía a confirmar el dicho de que si se quiere un trabajo bien hay que hacerlo uno mismo.
Sacó una llave que llevaba colgada al cuello, se aproximó a un pequeño cofre de madera que tenía sobre el aparador, hizo girar la llave en la cerradura y lo abrió. En su interior, sobre un lecho de terciopelo negro, se encontraba su libro de conjuros. Ocultó el libro entre los pliegues de su túnica y se puso la capa; era tarde, pero la noche no había finalizado aún, y él tenía mucho que hacer hasta el alba.
Rokan hizo una mueca de dolor cuando el curandero tanteó con cuidado la herida alrededor de la saeta.
– ¡Déjate de tonterías y arranca esta condenada cosa! -le espetó, apretando los dientes.
– Bastante malo fue que me despertaras en medio de la noche y amenazaras con abrirme la garganta si no me ocupaba de tu herida -respondió irónico el curandero-, y encima ya me he dado cuenta de que no me van a pagar por esto; así que lo que menos me hace falta es la molestia añadida de tener que deshacerme de tu cadáver. Esa saeta podría ser la única cosa que mantiene de una sola pieza un vaso sanguíneo; de modo que, si me limito a darle un tirón sin un examen cuidadoso, podría empezar a salir sangre como si esto fuera un colador.
– Hablas demasiado -masculló Rokan malhumorado-. Haz tu trabajo.
– Lo haré si dejas de retorcerte. Ahora siéntate bien quieto.
Rokan adoptó una expresión hosca, pero obedeció.
– ¿Qué le sucedió a tu cara? -preguntó el hombre mientras proseguía con su examen de la herida.
– Se quemó. ¿Puedes arreglarla?
– No poseo esa clase de poder. Los antiguos templarios tenían ese nivel de poder, pero yo no.
– Olvídate de mi cara y ocúpate de mi hombro, ¿o también eso está más allá de tus conocimientos?
– No te muevas -dijo el hombre.
Agarró con fuerza la saeta y tiró. Rokan lanzó un grito de dolor y se aferró a los brazos de su sillón con todas sus energías. El curandero extrajo la flecha y la sostuvo en alto.
– Ya está -anunció-. ¿Te dolió mucho?
– ¡Sí, maldito seas!
– Bien. Eres un hombre con suerte ya que podría haber sido mucho peor. Un poco de ungüento curativo y un vendaje sobre la herida y te recuperarás por completo. Es decir, claro está, a menos que alguien te vuelva a disparar, y no puedo imaginar por que querría nadie hacer eso a un tipo tan agradable como tú.