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– No me hacen falta tus agudezas -repuso Rokan con una mueca despectiva-. A lo mejor esto embotará tu sentido del humor. -Le arrojó una moneda de plata.

El hombre la cogió al vuelo, la contempló sorprendido y gruñó:

– Vaya… puedes considerarme la personificación de los sin gracia. Esto es más de lo que esperaba.

– Se supone que también pagará tu silencio.

– Esto es el mercado elfo, mi fastidioso amigo -respondió el curandero en tono seco-. Veo heridas parecidas, y aún peores, cada día. La discreción es parte del tratamiento; de lo contrario no duraría mucho en este negocio.

Rokan dio un respingo cuando el otro aplicó el ungüento sobre la herida.

– ¡Puaff! ¡Huele peor que los excrementos de kank!

– No es nada comparado con el olor que desprendería ese agujero en unos pocos días si no le aplicara el ungüento -replicó el otro-. Te daré un poco para que te lo lleves. Lava la herida y aplícate un poco cada día, tal y como lo hago yo ahora, y cámbiate el vendaje antes de que se ensucie. Si tienes problemas ven a verme o, mejor aún, ve a amenazar a otro en plena noche. Ya está. Eso debería ser suficiente.

Rokan echó una mirada al vendaje y a modo de prueba movió brazo y hombro.

– ¿Eres zurdo? -preguntó el curandero.

– No, diestro.

– Excelente; si tienes que matar a alguien, utiliza el brazo derecho e intenta no mover demasiado el izquierdo.

– Te estoy agradecido, curandero.

– Agradezco que me paguen -repuso éste encogiéndose de hombros-, y tan generosamente, por añadidura. Hace que no me importe tanto perder el sueño.

– Hay más monedas en el mismo lugar de donde salió ésta -dijo Rokan.

– ¿Las hay de verdad? ¿Y qué vileza debería realizar para obtenerlas?

– ¿Qué sabes sobre venenos? -inquirió el bandido.

– ¿Un hombre de mi profesión, en este vecindario? Mucho; pero no te suministraré ningún veneno para matar a nadie. Al fin y al cabo yo curo a la gente.

– Lo encuentro justo; sólo pido información. Puedo encontrar el veneno en otra parte.

– En el mercado elfo, podrías conseguirlo en casi cada esquina -declaró el curandero con frialdad-. En cuanto a la información que necesitas, eso valdría al menos otra moneda de plata.

– – Hecho.

– Humm. Debiera haber pedido dos. ¿Con qué propósito quieres ese veneno?'

– Necesito algo que pueda untar en una saeta, como ésta -explicó él, tomando la ensangrentada flecha que el curandero había arrancado de su hombro-. Y tiene que ser potente, lo bastante potente como para tumbar a un kank en seco.

– Comprendo -dijo el hombre-. No soy experto en venenos, pero conocí a un bardo que me enseñó un poco. Yo recomendaría el veneno de la araña de cristal. Es lo bastante espeso para untarlo sobre una flecha, aunque yo no lo haría con los dedos, y paraliza al instante. La muerte ocurre a los pocos instantes.

– Veneno de una araña de cristal -repitió Rokan con una sonrisa que proporcionó a su rostro una expresión repugnante-. Qué apropiado. -Arrojó otra moneda de plata al curandero-. Ahora ya puedes volver a dormirte.

Timor atravesó la Puerta Principal montado en el kank y desapareció en la oscuridad que se extendía al otro lado de las murallas. Los centinelas de guardia en la puerta lo dejaron pasar sin hacer comentarios sobre su salida de la ciudad a una hora tan inusual. No eran ellos quiénes para interrogar a un templario y mucho menos al sumo templario en persona; y, si se preguntaron qué asunto se llevaba entre manos en mitad de la noche, se guardaron mucho de hacer la pregunta en voz alta.

Envuelto en su capa para protegerse del frío nocturno, Timor hizo girar al kank y siguió la muralla exterior de la ciudad; pasó junto a los jardines del rey y el barrio de los templarios, y dejó atrás el estadio y el zigurat de Kalak, en dirección a las fábricas de ladrillos y los antiguos corrales de esclavos, ahora vacíos. Se encaminó hacia el este, lejos de la muralla, y siguió por una carretera de tierra varios kilómetros más allá de las granjas correccionales hasta que el camino empezó a ascender en dirección a las colinas.

La carretera no seguía al interior de las montañas sino que se detenía a sus pies, en una vasta meseta que se extendía bajo las estribaciones de la cordillera. Durante el día casi nadie iba allí, y por la noche el lugar estaba siempre solitario. Los únicos sonidos eran el silbido del viento sobre el desierto y el escarbar de las zarpas de escarabajo del gigantesco kank sobre el duro suelo. Timor golpeó ligeramente las antenas del animal con un látigo y saltó de su lomo; tras soltar el látigo, ató las riendas de la criatura a una excrecencia rocosa. El kank se limitó a permanecer allí, dócil, las enormes pinzas abriéndose y cerrándose mientras examinaba el suelo a su alrededor en busca de comida.

Timor contempló el desierto cementerio. Era éste el lugar donde Tyr sepultaba a sus muertos, en sencillas tumbas en forma de túmulo señaladas tan sólo por lápidas de arcilla roja con los nombres de los difuntos grabados sobre ellas. Los túmulos de tierra amontonada se extendían por la vasta meseta y ascendían por la ladera de la colina. Una fresca nube de polvo que realizaba fantasmales ondulaciones a impulsos de la brisa nocturna ocultaba a muchos de ellos.

El sumo templario descubrió un montículo rocoso y se subió a él; echó hacia atrás la capucha de su capa y sacó el libro de conjuros. Si no podía encontrar hombres vivos que realizaran el trabajo de matar al elfling, sacaría a los muertos de sus tumbas para que lo hicieran. Paseó la mirada a su alrededor cautelosamente. No tenía motivos para esperar que hubiera nadie por allí a aquellas horas, pero no le convenía ser visto no tan sólo practicando la magia profanadora, sino profanando tumbas además. Únicamente los guardas de la Puerta Principal lo habían visto abandonar la ciudad, y, a su regreso, él les lanzaría un hechizo para que lo olvidaran, asegurando de este modo que su parte en todo esto permanecería ignorada. Los muertos no hablarían.

Abrió el libro por la página apropiada y repasó con rapidez los pasos que debía seguir. Luego alzó o los ojos al cielo y empezó a salmodiar las palabras del conjuro en voz sonora. El viento ganó fuerza, y se escuchó un lejano retumbar como reacción a la perturbación del éter; la nube de polvo que flotaba sobre el suelo empezó a girar sobre sí misma, como agitada por una corriente surgida de debajo de ella.

El kank levantó la quitinosa cabeza e hizo girar las antenas de un modo curioso en respuesta a las extrañas vibraciones que de improviso impregnaban la atmósfera. El viento fue subiendo de intensidad; tiró de la capa de Timor, provocando que se agitara a su alrededor, y al tornarse más fuerte empujó la capa hacia atrás como si se tratara de un manto. Se oyeron truenos, y relámpagos difusos iluminaron el cielo. Flotaba un olor a ozono en el aire… y algo más: el creciente hedor penetrante del azufre. La nube de polvo a ras del suelo, contraviniendo toda ló ó gica, el sentido común y las leyes de la naturaleza, empezó a hacerse más espesa, a pesar de que el fuerte viento debiera haberla disipado.

Timor levantó la mano derecha por encima de la cabeza como si extrayera extrajera poder del cielo, luego la bajó despacio con una aureola de chisporroteante energía azul recorriendo sus dedos, y apuntó con el brazo extendido, la mano colocada de manera que la palma mirara al suelo y los dedos bien separados, en dirección al suelo a sus pies. Su voz se elevó más potente, el viento aumentó, y la aureola de energía que crepitaba alrededor de sus dedos extendidos fue tornándose alternativamente más potente y más apagada. La energía empezó a palpitar con regularidad, en una sucesión de latidos cada uno más brillante que el anterior, cada uno extrayendo más cantidad de energía de la vegetación que lo rodeaba.