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Los ondulantes pastos marrones que habían crecido encima y alrededor de los túmulos y por toda la meseta se ennegrecieron y consumieron hasta convertirse en estiércol vegetal. Las flores silvestres que crecían en las laderas de las colinas y obsequiaban con una colección de brillantes colores a este mundo yermo se marchitaron y murieron al serles absorbida la energía vital.

El sumo templario se estremecía a medida que la energía robada a la vegetación de los alrededores fluía al interior de su mano extendida y se distribuía por todo su cuerpo. Se sentía vivificado, vibrante de poder. La energía vital de las plantas lo inundaba, lo recorría, lo llenaba de un calor y vitalidad que creaban adicción; deseaba más. No quería que se detuviera jamás.

Las carnosas plantas del desierto, los cactus de largas espinas que eran cuatro veces más altos que un hombre y necesitaban al menos dos siglos para alcanzar la madurez total, se ablandaron y se tornaron fláccidos, y acabaron por desplomarse sobre el suelo con fuertes golpes sordos para descomponerse en cuestión de segundos. Los arbustos de color verde jade se encorvaron y se despojaron de sus hojas carnosas en forma de aleta al adquirir primero un tono pardusco parduzco, luego negro y finalmente desmoronarse sobre el suelo como montoncitos de ceniza. Los árboles azules de pagafa que crecían en las laderas, sus gruesos y espesos troncos y ramas casi tan duros como la roca, perdieron las diminutas hojas azul verdoso y empezaron a resquebrajarse a medida que les era arrebatada la humedad, y, en medio de sonoros chasquidos, se astillaron y cayeron como golpeados por rayos invisibles. En una amplia extensión de terreno alrededor del templario, todo se marchitó, murió y se descompuso, dejando atrás una desolación aún más terrible que los arenosos territorios del altiplano.

Timor no pensó en absoluto en la destrucción sin sentido que acababa de provocar. En aquellos momentos estaba totalmente concentrado en el puro y lascivo placer de sentir toda aquella cálida energía vivificadora recorriendo su ser. Éste era el atractivo de la auténtica hechicería, se dijo, el embriagador torrente de poder sensual que los protectores, con su patética y débil filosofía, jamás comprenderían. ¡Esto era lo que significaba sentirse realmente vivo!

Era un placer que tan sólo podía percibirse vagamente al consumir una comida excelente preparada por los mejores cocineros o en la exquisita liberación de la realización sexual. He aquí la medida exacta de la satisfacción que podía encontrarse al saciar por completo los sentidos; se trataba del desenfreno definitivo, la embriaguez que únicamente un auténtico mago podía experimentar jamás. Era lo que impulsaba a los reyes-hechiceros a seguir la dolorosa senda de la metamorfosis que los convertiría en dragones, cuya capacidad de poder era mayor porque su ansia y su necesidad de él eran también mayores. No quería que terminara nunca.

Pero tenía que terminar. Aún no era rey, y sólo podía contener una cantidad limitada de energía. Cuando le pareció que ya no podía absorber más, se detuvo y se quedó allí inmóvil durante un buen rato, deseando alargarlo, vibrando con el poder que lo inundaba, poseído de tan violentos espasmos en todos sus músculos que parecía como si se le fueran a quebrar los huesos. Todas las fibras nerviosas de su cuerpo zumbaban con un dolor intenso. Tenía los labios distendidos hacia atrás mostrando las encías, las facciones torcidas en una expresión de éxtasis mientras permanecía con la cabeza echada hacia atrás, jadeante y tembloroso. «Aún no, aún no -se decía-. ¡Hazlo durar! Resiste sólo un poco más…»

Y por fin, cuando ya no pudo soportarlo por más tiempo, se vio obligado a soltarlo todo o arriesgarse a ser consumido por él. Con un supremo esfuerzo, bajó la mirada hacia su libro de conjuros -la mano le temblaba tanto que apenas conseguía mantenerlo inmóvil-, revisó las últimas palabras del hechizo, cerró los ojos, finalizó el sortilegio y liberó el poder.

La energía brotó o a través del brazo extendido y salió a borbotones de sus dedos como una cortina de llamaradas azules. Chocó contra el suelo y abrió hendiduras en la tierra que se propagaron como un fino tejido de venas y capilares por todo el cementerio. Timor se quedó sin aliento y todo empezó a dar vueltas a su alrededor mientras se balanceaba en los límites de la conciencia; era igual que la más profunda liberación sexual, sólo que aumentado cien veces. Lo embargó una sensación de agotamiento total al tiempo que caía de rodillas y aspiraba ansiosamente para llevar aire a sus pulmones. Sus dedos se hundieron en el yermo suelo como si intentara aferrarse a la tierra para evitar salir flotando, y su pecho se agitó convulsionado mientras intentaba respirar. Y, durante un tiempo, apenas si fue capaz de conseguir siquiera eso.

Recuperó las fuerzas poco a poco, pero era aún una sensación insignificante comparada con la fuerza bruta que había surgido de su interior momentos antes. A medida que se iba recobrando, regresó a su estado normal, un estado endeble comparado con lo que acababa de experimentar, y se sintió traicionado, abrumadoramente decepcionado y, sobre todo, estafado. Esto no era vida. Lo que había sentido cuando toda aquella energía había corrido por su interior, ¡eso sí era vida! Pero había sido una experiencia tan breve…

Se obligó a incorporarse. Era necesario controlarse, se dijo. Para un mago, el autocontrol lo era todo, y no se atrevía a intentarlo de nuevo tan pronto: no sobreviviría a ello. Tampoco sobreviviría si permanecía allí mucho más. Se quedó unos instantes, respirando con dificultad. El hechizo estaba casi terminado; ahora era necesario dirigirlo. Visualizó mentalmente al elfling mientras pronunciaba las palabras que obligarían al hechizo a hacer su voluntad. Había esperado casi demasiado tiempo, ya que, apenas acabadas de pronunciar las frases, el suelo alrededor de los túmulos funerarios empezó a requebrajarse resquebrajarse y pandearse.

Recogió el libro de conjuros y regresó a toda prisa al lugar donde había dejado atado al kank. La cuerda estaba toda deshilachada; al parecer el animal había tirado de ella como un poseso para soltarse durante el punto álgido del conjuro. Por suerte, los kanks eran insectos estúpidos, pues hubiera podido cortar fácilmente las ataduras con sus pinzas de haber poseído la inteligencia para hacerlo. El sumo templario desató al animal y montó; luego instó a la bestia colina abajo por el sendero que conducía a la ciudad. La criatura no necesitó que la azuzaran demasiado. Mientras iniciaba el descenso por la ladera, la primera de las tumbas se abrió violentamente, y una mano huesuda cubierta con jirones de maloliente carne descompuesta apareció abriéndose paso hacia el exterior.

12

Estaba a punto de amanecer. La casa de juego había cerrado ya, y el personal de limpieza todavía no había empezado su trabajo. Empezarían poco después del amanecer, y trabajarían toda la mañana y la tarde para preparar a La Araña de Cristal para otra noche más de juego, cenas y diversiones. El lugar estaba desierto cuando Sorak entró y ascendió por las escaleras traseras hacia sus aposentos.

Tigra se había sentido nervioso e inquieto durante su ausencia y había destrozado la cama. El tigone había roído también dos patas de una silla, volcado una mesa, desgarrado la alfombra y arrancado las cortinas que cubrían la ventana. Por suerte, Sorak había dejado los pesados postigos de la ventana cerrados y asegurados, y Tigra tampoco había podido abrir la puerta. De lo contrario, los daños habrían ido sin duda más allá de su habitación.

– ¿Qué has hecho? -inquirió el joven al entrar.

El animal dejó de restregarse contra él y lo miró con expresión contrita.

Solitario, le transmitió mentalmente el tigone. Sorak marchado. Dejar Tigra solo.

– Creía que teníamos un acuerdo -dijo él-. Se suponía que te comportarías. Fíjate en lo que has hecho.