– ¡Son no muertos! -jadeó.
– A mí me parecen muy muertos -dijo Sorak.
Los cuerpos en descomposición avanzaron torpemente hacia ellos.
– ¡Guardas! -gritó Krysta, corriendo hacia las escaleras.
Ninguno de los tres cadáveres le prestó atención y fueron directos hacia el elfling.
– ¡Tigra! -llamó Sorak.
El tigone rugió y de un salto derribó al primer cadáver, que se debatió violentamente mientras el animal lo despedazaba. Los pedazos desperdigados siguieron retorciéndose y agitándose sobre el suelo.
Sorak blandió su espada contra el segundo cadáver que se acercaba dando traspiés, los dedos putrefactos, con los huesos asomando, extendidos hacia él. Galdra silbó en el aire y partió al zombi en dos mitades, y de los lugares por donde había pasado la hoja empezó a desprenderse un humo acre procedente de los convulsos huesos y trozos de carne.
El tercer zombi se acercó a él dando bandazos, la mortaja convertida en jirones podridos, los pies simples huesos, el rostro poco más que una calavera sonriente. Sorak volvió a blandir la espada y le arrancó limpiamente la cabeza de los hombros; una columna de humo brotó del cuello del ser, o más bien de lo que quedaba de su cuello, pero el cuerpo siguió avanzando a trompicones, los brazos extendidos, los esqueléticos dedos intentando agarrarlo. Sorak lanzó un nuevo mandoble que le cercenó un brazo. Éste cayó al suelo envuelto en humo y retorciéndose, pero el cadáver siguió adelante, para desplomarse finalmente al saltar Tigra sobre su espalda y despedazarlo con sus zarpas y colmillos.
Sorak oyó el sonido de pies que corrían; eran guardas que descendían por la escalera. Iba a decirles que ya había terminado todo cuando vio que otros dos zombis atravesaban bamboleantes el umbral, seguidos por un tercero, y luego un cuarto cadáver.
Mientras miraba, los restos desperdigados del primer cuerpo que Tigra había hecho pedazos se arrastraron unos hacia otros por el suelo y empezaron a unirse otra vez.
– ¡Por la sangre de un gith! -exclamó el capitán de la guardia, mientras los no muertos avanzaban dando bandazos hacia Sorak desde el otro extremo de la sala de juego. Y otros dos entraban en aquellos instantes.
Sorak arremetió contra ellos, y los guardas sacaron sus espadas y se unieron a la lucha. Los zombis iban desarmados y no se movían con rapidez, pero a medida que caían, despedazados por Sorak o por uno de los guardas, otro venía a ocupar su lugar. Y, al poco rato, los que habían caído volvían a levantarse, sus cuerpos putrefactos reconstruidos otra vez. Los guardas y Sorak repartían mandobles a diestro y siniestro con sus espadas, y Tigra saltaba de un cadáver andante a otro, desgarrándolos y haciéndolos pedazos.
El elfling se dio cuenta de que aquellos que él mutilaba y derribaba se retorcían unos instantes para luego quedarse quietos, simple carne podrida y huesos en el suelo. Los que no habían sido despedazados por Galdra siempre se reconstruían y volvían a atacar. Un brazo desmembrado se retorcía y luego empezaba a arrastrarse por el suelo para reunirse con el torso al que pertenecía; un cráneo partido en dos volvía a fusionarse mágicamente. Uno de los guardas atravesó el pecho de un zombi con su espada, pero la hoja atravesó las costillas del cadáver sin un efecto aparente, y la criatura siguió avanzando, empalándose en la espada hasta que los esqueléticos dedos se cerraron alrededor del cuello del guarda y empezaron a apretar. El semielfo chilló, pero los otros no podían perder tiempo en salvarlo, y se desplomó bajo el peso del cadáver.
Krysta bajó la escalera a toda velocidad tras haber echado mano a toda prisa de su espada. Varios zombis más aparecieron en la entrada y Sorak cargó contra ellos, abriéndose paso a mandobles, balanceando a Galdra como si fuera una guadaña. Cuando cayeron, descubrió a otros tres en el jardín frente a la puerta; cayeron bajo su ataque y se convirtieron en simple carne podrida y pedazos de hueso sobre el suelo, pero otro avanzaba ya por el sendero en dirección a él.
– ¡Sorak, cuidado! -gritó la voz de Krysta a su espalda.
El joven giró en redondo y lanzó un tajo con Galdra justo en el instante en que otro zombi abandonaba vacilante la sala de juego para lanzarse sobre él. El acero elfo partió el cuerpo en dos, y las humeantes mitades se derrumbaron sobre el suelo.
Sorak vio cómo Krysta se abría paso a mandobles por entre varios de ellos y corría a su lado. Otros tres zom – bis la siguieron hasta la puerta. Juntos, ella y Sorak los derribaron, pero sólo aquellos que Galdra había tocado permanecieron en el suelo despedazados. Al parecer, a los otros no se los podía detener.
– Atravesarlos con la espada no sirve de nada -se quejó Krysta, jadeante-. Puedes despedazarlos, pero los pedazos vuelven a unirse. Cinco de mis guardas han muerto ya, y los otros están en dificultades. Pero es a ti a quien buscan. Mira, aquí vienen dos más.
Mientras lo decía, otros dos zombis atravesaron la puerta tambaleantes y se dirigieron hacia ellos. Con un rugido, Tigra se lanzó tras ellos y aterrizó sobre ambos en un frenesí de zarpas y dientes. Sin embargo, Sorak sabía que se trataba de un aplazamiento temporal; al parecer únicamente Galdra podía ser efectiva contra ellos. A su espalda, dentro de la casa de juego, los sonidos de la lucha disminuían. Se escuchó un alarido, seguido de otro, y otro más a medida que los guardas de Krysta eran abatidos.
– ¡Sangre de kank! -exclamó la semielfa, mirando detrás de Sorak y señalando con el dedo, los ojos desorbitados por el terror-. ¡Mira!
El joven se volvió para mirar en la dirección que le indicaba. Miró al exterior a través de la verja abierta junto a la que yacía el cuerpo estrangulado del portero, y vio que toda la calle que se extendía tras ella estaba repleta de muertos vivientes. Había docenas de ellos que avanzaban por la calle como espectros arrastrando los pies, algunos fallecidos recientemente y reconocibles aún como humanos, otros simples esqueletos. Y, mientras él miraba, los sonidos de lucha en la casa de juego a su espalda se apagaron por completo: el último de los guardas de Krysta había caído. L, ¿ os cadáveres empezaron a regresar al exterior hacia ellos.
– Vamos a morir -dijo Krysta.
«No si despierto a la Sombra», se dijo Sorak, y se preguntó si siquiera él, con toda su osadía, podría enfrentarse a tal superioridad numérica.
– No -respondió el joven en voz alta-, tú no. Es a mí a quien buscan.
– Mataron a todos mis guardas -protestó ella.
– Sólo porque les estorbaban -replicó Sorak-. ¡Apártate de mí, huye y estarás a salvo!
– No te dejaré -afirmó Krysta, alzando su espada al ver que los zombis se iban acercando en ambas direcciones. Tigra derribó a dos de ellos, pero se acercaban más.
– No tengo tiempo para discutir contigo -repuso Sorak; traspasó a Galdra rápidamente a su mano izquierda y, con la derecha, asestó un violento puñetazo a Krysta en la barbilla. La sostuvo para que no cayera al suelo, la arrastró fuera del sendero y la dejó caer detrás de unas rocas del jardín.
– Si tú no lo hubieras hecho, lo habría hecho yo -dijo una voz conocida.
Sorak giró en redondo y se quedó boquiabierto al ver a una joven sacerdotisa villichi detrás de él, vestida para el combate, la blanca melena sujeta a la espalda, la espada en una mano, una daga en la otra.