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– ¡Ryana! ¿Cómo…, qué haces aquí?

La mujer lanzó una cuchillada con la espada y deca -. pitó un cadáver ambulante; luego, de una patada, arrojó el cuerpo que seguía andando de vuelta al estanque del que había salido.

– Alguien tenía que cuidar de ti -respondió ella.

– ¡A tu espalda!

Pero, con los bien afilados instintos de una luchadora villichi, ella giraba ya en redondo, blandiendo la espada, y otro zombi se desplomó cuando le rebanó la podrida cintura de un fuerte tajo. -Ya había abatido a éste antes -observó-. No se quedan en el suelo, ¿verdad?

– Lo hacen si es Galdra quien los golpea -explicó él, preguntándose por qué la Sombra no se manifestaba. Se acercaban muchos más, demasiados, incluso para la Sombra.

– ¿Galdra}?

En ese momento Sorak percibió una curiosa y cálida sensación de flotar que se apoderaba de él y lo recubría por completo. Una voz melodiosa que parecía un eco procedente de algún lejano desfiladero llegó hasta él mentalmente y le dijo:

Sorak…, déjate ir.

– Kether -murmuró.

– Sorak…, tenemos mucha compañía -dijo Ryana, y su voz traicionaba su ansiedad a pesar de su bravata exterior.

Déjate ir, Sorak. Déjate ir.

– ¡Ryana! -la llamó el joven-. ¡Utiliza esto!

La joven enfundó rápidamente su daga y agarró la espada que él le lanzaba, y, en cuanto lo hubo hecho, Sorak sintió que se desvanecía poco a poco en una adormecedora y sedante sensación de afecto. Comprendió entonces por qué la Sombra no había respondido a la amenaza. Existía en su interior un poder mayor aún, algo que parecía formar parte de él, y que sin embargo no era parte de él, una entidad que parecía manifestarse por voluntad propia, no proviniente proveniente desde su interior, sino de… alguna otra parte. Mientras su visión se desvanecía en una total pero a la vez reconfortante neblina blanca, pudo oír vagamente cómo Ryana lo llamaba, pero enseguida su voz se desvaneció también.

– ¡Sorak! -chilló la joven.

Lo vio allí parado, totalmente inmóvil, con los ojos cerrados y sin una sola arma en las manos. Y no había tiempo para hacer otra cosa excepto defenderse ella misma y defenderlo a él, mientras cuatro cadáveres avanzaban hacia ellos por el sendero, y otros seis surgían de la casa de juego detrás de ellos. El que había arrojado al estanque se incorporó, chorreando y todavía sin cabeza, y empezó a avanzar por el agua hacia ella. Tigra rugió y saltó sobre el que había en el estanque, pero los otros siguieron aproximándose. Eran demasiados, se dijo Ryana, sujetando su espada en una mano y la de Sorak en la otra. No podía luchar y utilizar a la vez sus poderes paranorma paranormales í es. No había esperanza.

– Venir aquí no fue una idea muy inteligente -murmuró, y asestó un mandoble con la espada de Sorak al cadáver más cercano. La carne del zombi humeó mientras la hoja la atravesaba sin esfuerzo y cortaba el torso en dos. La inerte criatura cayó y no volvió a levantarse. Ryana lanzó un silbido para sí-. Bonita espada -dijo.

Los zombis estaban ya más cerca. Retrocedió en busca de más espacio para combatir, y entonces vio que ellos se desviaban y se encaminaban hacia Sorak, haciendo caso omiso de ella.

El joven seguía allí inmóvil, desarmado, sin hacer nada.

– No -musitó la muchacha.

Los cuerpos muertos lo rodearon, ocultándolo a la vista.

– ¡No! -gritó ella.

Estaba a punto de lanzarse sobre ellos cuando vio algo que la dejó paralizada allí mismo. Los cadáveres sencillamente se caían a pedazos. La poca carne que quedaba sobre sus huesos se desintegraba, y a poco los mismos huesos caían con estrépito al suelo como una lluvia de ramas secas. En un abrir y cerrar de ojos, todos se convirtieron en cenizas que la brisa desperdigó.

Sorak, por su parte, seguía allí inmóvil, donde momentos antes una multitud de no muertos se apiñaba a su alrededor. Los brazos le colgaban inertes a los costados, y su rostro mostraba una expresión de total calma y serenidad.

Ryana comprendió de improviso que no se trataba de Sorak, en absoluto. Era uno de los otros, pero no era la Guardiana o el Vagabundo, ni tampoco Chillido o Poesía… Nunca antes había visto a éste.

La entidad bajo la apariencia de Sorak se encaminó lentamente al sendero. Los zombis siguieron acercándose a él, sin hacer caso de Ryana ahora que no se interponía entre ellos y su presa. Y, a medida que llegaban hasta él y extendían los brazos para agarrarlo, todos ellos se desplomaban y se hacían añicos, se secaban y acababan arrastrados por el viento igual que los otros. Siguieron entrando por la verja, avanzando pesadamente desde la calle, siniestros y aterradores en su descomposición y carencia de vida, y Sorak -o quienquiera que fuera- se limitaba a dejar que se acercaran a él, y, cada vez que uno lo tocaba, sucedía lo mismo.

Ryana permaneció allí, contemplándolo todo con un sentimiento de temor y admiración. ¿Qué clase de poder era aquél? ¿Qué asombrosa entidad lo dominaba ahora?

Había aún docenas de zombis arrastrándose y avanzando por la calle en dirección a la entrada, y fue Sorak quien marchó ahora a su encuentro. Pero, cuando llegó a la verja, la calle situada al otro lado se vio repentinamente iluminada por una brillante luz azul. Pequeñas esferas de fuego azul celeste surgieron a toda velocidad, y en el mismo momento, de varios callejones, chocaron contra los zombis y los envolvieron en refulgentes aureolas incandescentes. Uno tras otro, los cadáveres se consumieron, y la granizada de energía prosiguió durante varios minutos, hasta que la calle quedó otra vez completamente vacía.

Ryana llegó corriendo para reunirse con el joven ante la verja y, al levantar la vista hacia él, se dio cuenta de que se trataba otra vez de Sorak en persona. El rostro tenía una expresión algo diferente, transfigurada, pero era el mismo rostro que recordaba, la misma expresión estoica y neutra de un varón decidido a guardárselo todo en su interior.

– Ya está -anunció él.

– ¿Qué sucedió? -preguntó ella.

– Refuerzos. Mira.

Una docena de figuras salieron de entre las sombras y se plantaron en la calle. Todas llevaban largas túnicas blancas con capucha y velos sobre la mitad inferior del rostro. El cielo empezaba a clarear. Estaba a punto de amanecer.

– La Alianza del Velo -indicó Sorak.

– Tu espada -dijo Ryana, devolviéndosela-. Toda un arma. ¿Sabes dónde puedo conseguir otra igual?

– ¿Funcionó contigo?

– Como ninguna espada que haya empuñado jamás -respondió ella, observando cómo las encapuchadas figuras se acercaban.

– Entonces tu espíritu es fuerte y tu fe sincera -repuso él con una sonrisa-. O bien es eso, o eres el rey de todos los elfos.

– ¿Qué?

– No importa. Ya te lo explicaré luego.

Las embozadas figuras llegaron hasta ellos, y Sorak les dedicó un saludo con la cabeza.

– Gracias -dijo.

– Habríamos venido antes de haber podido -explicó uno de los hombres adelantándose-, pero no recibimos el aviso hasta que el ataque no hubo empezado.

– ¿Aviso? -inquirió Ryana.

– Me han estado vigilando -replicó Sorak-, para ver si demostraba ser digno de su confianza.

– Y lo has hecho -manifestó el que parecía hablar en nombre de los otros. Introdujo una mano en su túnica y sacó un fino rollo de pergamino, atado con una cinta-. Ésta es la información que querías de nosotros -anunció, entregando el rollo a Sorak-. Por desgracia, no te dará la respuesta que deseas, pero es todo lo que sabemos, y tal vez te sirva para ponerte en camino. Quema el pergamino cuando lo hayas leído, y esparce las cenizas.

– ¿De qué habla? -quiso saber Ryana.

– Más tarde -contestó Sorak.

– Sí, puede explicártelo más tarde. Ahora mismo, sería mejor que abandonases la ciudad. Te has convertido en un hombre marcado, Sorak. Lo que ha sucedido aquí esta noche fue tan sólo el principio. Allí donde vayas, cuenta con los miembros de la Alianza como tus aliados. No los encontrarás en ninguna otra parte, me temo. Creemos saber quién desató esta plaga de zombis sobre ti, y, si nuestras sospechas son correctas, entonces…