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Algo silbó junto al mago, viniendo desde lo alto a toda velocidad, y Sorak percibió la corriente de aire producida por la saeta al pasar junto a él, sin darle por cuestión de centímetros. Sonó un gañido a su espalda, y Sorak se volvió justo en el momento en que Tigra se desplomaba en el suelo.

– ¡Tigra!

Los miembros de la Alianza se giraron en busca del lugar del que había surgido el ataque, pero Sorak, sin pensar en su propia seguridad, corrió hasta el tigone y se arrodilló junto al animal.

– ¡Ahí; en el tejado! -gritó uno de los magos, señalando un edificio situado al otro lado de la calle.

Rokan ya había vuelto a colocar otra saeta en su ballesta y, mientras tensaba el arco, Ryana sacó y arrojó su daga en un mismo movimiento veloz, guiando el arma con sus poderes mentales hasta su objetivo. La daga se clavó en el pecho del bandido, y el hombre cayó del tejado a la calle.

– Bien hecho -dijo el jefe de la Alianza del Velo, con un gesto de aprobación. Todos avanzaron hacia el cuerpo.

Rokan seguía vivo, pero sólo apenas.

– Maldito hombro -masculló con los dientes apretados-. Me hizo fallar…

– ¿Quién te envió? -preguntó el jefe de la Alianza, inclinándose sobre él-. ¿Fue el templario…, fue Timor?

– Timor… -La voz de Rokan era apenas un graznido-. Hechicero piojoso… Acabó conmigo… Acabó con todo… Matad a ese bastardo… -Sus últimas palabras escaparon en una prolongada y vigorosa exhalación, y murió.

– ¿Quién es Timor? -preguntó Ryana.

– Nosotros nos ocuparemos -contestó el jefe de la Alianza-. Es nuestro problema y nosotros lo resolveremos. Encárgate de que Sorak abandone la ciudad sin sufrir daño. Y cuanto antes, mejor. -Alzó la mano para cerrarla sobre el hombro de la joven-. Ha sido un honor, sacerdotisa. Cuida bien de él.

El grupo se dispersó y desapareció rápidamente en las sombras del amanecer. Ryana regresó junto a Sorak, que permanecía agachado sobre el herido animal.

Sorak…, los pensamientos del tigone eran débiles.

Todo irá bien, amigo, respondió él, acariciando el costado de la enorme bestia. La herida no es mortal.

No poder mover…, Tigra herido… Mucho dolor…

Sorak sintió cómo el cuerpo del animal se ponía rígido bajo su mano, y su mirada corrió veloz hacia la flecha. Había algo untado sobre el proyectil. Lo sujetó con fuerza y tiró para sacarlo, con cuidado de no tocar la parte del astil que estaba embadurnada. Olisqueó la sustancia. Era veneno. Veneno de araña. Paralizaba primero, y a continuación le seguía una muerte rápida pero dolorosa.

– ¡Noooo! -gimió.

Sorak… Sorak…

Percibía la agonía del tigone. Al entrar en contacto con su mente, compartió con él aquel dolor abrasador, y éste lo inundó como una llamarada.

No… Tigra, no…, sollozó, no como protesta por el dolor del animal que compartía, gracias a su vínculo místico, sino por el cruel final de aquel compañero de toda la vida.

Sorak… El dolor que sentía disminuía veloz ahora a medida que la propia vida del tigone se apagaba, y el vínculo entre ambos se volvía más débil. Amigo… protege…

Y entonces el animal expiró.

Sorak sintió cómo moría. Experimentó su muerte, y por un momento se quedó petrificado por la conmoción y la sensación de pérdida, como si una parte de él mismo también hubiera muerto. Y echó la cabeza hacia atrás y aulló, un sonido que era totalmente inhumano, un sonido que surgía de su corazón destrozado y de Chillido, la entidad animal que residía en su interior. El grito resonó por las calles otra vez desiertas, y Ryana permaneció allí inmóvil a su lado, con lágrimas en los ojos mientras el negro sol se elevaba despacio sobre la ciudad.

Epílogo

Timor se detuvo justo en la entrada de la pequeña sala del consejo y miró a su alrededor. Todos los consejeros estaban ya presentes, sentados a la mesa, y todo el mundo permanecía en silencio, mirándolo. Todos excepto Kor, quien muy significativamente mantenía los ojos fijos en la superficie de la mesa que tenía delante.

– Habrás oído lo que dice la gente -empezó Sadira sin preámbulos, aun antes de que él hubiera tomado asiento-. Toda la ciudad está escandalizada por la profanación de las tumbas en el cementerio -continuó-. La cuenta no es exacta todavía, pero sabemos que se levantó de la tumba a más de sesenta difuntos. Sacados de la tumba mediante magia profanadora -añadió de mala gana, simplemente para recalcar el dato. Rikus estaba sentado a su lado, contemplándolo con expresión furiosa.

Timor hizo intención de contestar, pero Sadira siguió hablando.

– Toda la ladera de la colina y la meseta donde se encuentra el cementerio de la ciudad han quedado completamente yermas merced a ese repugnante hechizo -proclamó, sin apartar los ojos de él ni un solo instante-. Por si fuera poco, los muertos vivientes fueron enviados al interior de la ciudad… ¡dentro de la ciudad misma! Hay docenas de testigos. La gente se parapetó en sus casas presa del pánico; los niños quedaron traumatizados, sin mencionar a aquellos cuyos seres queridos estaban enterrados en ese cementerio, y fueron resucitados para volver a andar bajo la forma de carne putrefacta imbuida de un mortífero y repelente propósito. Toda una dotación de guardas fue asesinada en la casa de juego La Araña de Cristal antes de que miembros de la Alianza del Velo consiguieran neutralizar la amenaza.

– Sí, un acontecimiento trágico -empezó a decir Timor en tono congraciador, meneando la cabeza con expresión de conmiseración-. Es una suerte que… -pero no pudo terminar, porque lo que Sadira dijo a continuación lo dejó sin habla.

– La gente anda diciendo que tú eres el responsable -le espetó, taladrándolo con la mirada..

– ¿Yo? -exclamó el sumo templario-. Sin duda, fue la guardia de la ciudad la responsable, por ser negligente en sus deberes. Los templarios, como tú bien sabes, puesto que fuiste tú quien redactó el edicto, ya no tenemos un papel activo en la aplicación de la ley en la ciudad. Apoyamos a la guardia de la ciudad, desde luego, pero…

– Dicen que fuiste tú, Timor, quien resucitó a los muertos -lo interrumpió Sadira, categórica.

Timor sintió un escalofrío, pero se recuperó con rapidez.

– Eso es absurdo. Todo el mundo sabe que los templarios perdimos los poderes cuando fue asesinado Ka – lak. ¡Sin duda tú, precisamente, no irás a creer tal estupidez!

– Lo que yo crea o no crea no es lo que se discute aquí -replico Sadira.

– ¿Qué es, exactamente, lo que se discute? -exigió él, pero ella hizo caso omiso de sus palabras y siguió hablando.

– También se encontró muerto en el lugar de los hechos a un tal Rokan, del que se dice que era el jefe de los bandidos procedentes de Nibenay, y uno de los espías arrestados por la guardia de la ciudad y entregados a ti para su custodia. ¿Cómo es, Timor, que un criminal bajo tu custodia, un asesino y espía declarado, no sólo podía pasear con toda libertad por las calles de Tyr, sino que pudo hacerlo armado con una daga, una espada y una ballesta? ¿Por qué no se lo condujo enseguida ante el consejo?

«¿Ballesta? Yo no le di ninguna ballesta -pensó Timor-. Debió de obtenerla por su cuenta; sin duda porque temía enfrentarse al elfling cara a cara.» Sin embargo, aquello no importaba. Ahora estaba clara la situación. Buscaban cargárselo todo a él. Era evidente que tenían sus sospechas; pero, si Rokan estaba muerto, no podían poseer ninguna prueba.