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– Rokan… -dijo Timor, como si intentara situar al hombre-. No estoy seguro de recordar cuál de ellos era. En cualquier caso, no se me informó de que hubiera conseguido escapar. Evidentemente, la culpa es de aquellos que estaban encargados de su custodia, y me aseguraré de averiguar quién era el responsable.

– Está claro quién era el responsable -intervino Ri – kus en un tono de voz que era casi un rugido.

– ¿Qué estás sugiriendo? -replicó Timor con voz ofendida-. Tu comentario da a entender alguna clase de acusación.

– No necesito dar a entender nada -dijo Rikus-. Está todo muy claro en mi opinión. Los cinco espías nibe – neses fueron arrestados por la guardia de la ciudad. Los cinco fueron entregados a la custodia de los templarios. En concreto fueron conducidos directamente a tu finca, y los cinco muy convenientemente escaparon para intentar atentar contra la vida de Sorak, el elfling. Los restos de los cinco han sido identificados sin lugar a dudas.

– Que consiguieran escapar es lamentable -manifestó Timor con suavidad-, y es evidente que intentaron vengarse del hombre responsable de su captura. Es una suerte que el elfling sepa cuidar de sí mismo; parece que sabe luchar muy bien para ser un simple pastor. Pero no consigo ver qué tiene todo esto que ver conmigo, a menos que queráis hacerme personalmente responsable de la lamentable huida de esos espías. Lo admito, los interrogué, pero luego…

– Te hacemos personalmente responsable de soltar a esos espías con órdenes de matar a Sorak -anunció Rikus-. Y de unas cuantas cosas más.

– Debes de estar loco. ¿Por qué iba a hacer yo tal cosa? Por otra parte, no sé quién inició el pernicioso rumor de que yo era responsable de la plaga de no muertos, pero es totalmente absurdo. No son más que murmuraciones maliciosas y del todo infundadas. No soy ningún hechicero.

– ¿De modo que niegas practicar la magia profanadora? -preguntó el mul.

– ¡Claro que lo niego! ¡Es ilegal!

– ¿Y niegas haber utilizado coacción, magia o cualquier otra cosa, para lanzar a los bandidos contra Sorak?

– Lo repito, ¿qué motivos podía tener yo para hacer tal cosa? ¿Qué podría ganar?

– La muerte del elfling, si es que considerabas que podía ser una amenaza para cualquier complot que estuvieras maquinando -contestó Rikus.

– ¡Ridículo! ¡No he coaccionado a nadie, ni con magia ni con ninguna otra cosa! ¡Me niego a permanecer aquí sentado escuchando estas absurdas e insultantes acusaciones! No es ningún secreto que los dos abrigáis desde hace mucho un resentimiento hacia los templarios. ¡Esto no es más que una estratagema para hacer que los templarios caigan en desgracia ante el pueblo y para expulsarme a mí del consejo!

– Ese tal Rokan estaba terriblemente desfigurado cuando lo encontraron -dijo Sadira.

– ¿Y… qué tiene eso que ver?

– Haced pasar al primer testigo -llamó Sadira.

– ¿Testigo? ¿Testigo de qué? -inquirió Timor colérico.

Un soldado de la guardia de la ciudad entró en la estancia.

– ¿Fuiste tú uno de los que detuvieron al malhechor nibenés, Rokan?

– Sí, señora, lo fui.

– ¿Tenía él alguna clase de desfiguración en ese momento?

– No, señora, ninguna.

– ¿Quedó desfigurado de algún modo durante su captura?

– No, señora.

– ¿Mostraba alguna desfiguración cuando lo dejasteis en los aposentos privados del sumo templario?

– No, señora.

– Gracias; puedes irte.

El soldado se dio la vuelta y salió.

– ¿Y qué? -dijo Timor, cáustico-. ¿Que prueba eso? Sólo que no estaba desfigurado cuando me lo trajeron; sin duda le sucedió durante la huida o quizá poco después.

– Haced pasar al siguiente testigo -ordenó Sadira.

Entró un hombre a quien Timor no había visto en su vida.

– ¿Eres un curandero del mercado elfo? -preguntó Sadira.

– Sí, señora.

– ¿Y trataste al bandido llamado Rokan?

– Él nunca me dijo su nombre, señora, pero lo reconocí cuando me mostraron su cuerpo. Vino a verme en mitad de la noche y me amenazó con rebanarme la garganta si no lo curaba de una herida de flecha. Una saeta lanzada por una ballesta, para ser preciso.

– Para que conste, la noche en cuestión fue la misma en que tuvo lugar el ataque contra el elfling, Sorak -indico Sadira, paseando la mirada por los miembros del consejo-, del que ya han dado fe otros testigos. -Se volvió hacia el curandero-. ¿Estaba Rokan desfigurado cuando fue a verte para que lo curases?

– Sí, señora, de una forma horrible -respondió el hombre-. Su rostro estaba tal y como lo vi cuando me enseñaron el cadáver.

– ¿Mencionó cómo fue que resultó desfigurado?

– Preguntó si podía devolverle su aspecto normal, y yo le dije que estaba más allá de mis habilidades. Respondió que había sido un hechicero quien lo había desfigurado, pero no dijo su nombre.

– ¿Así que curaste la herida de flecha y luego se fue? -inquirió Sadira.

– Realizamos otra pequeña transacción -contestó el curandero-. Quería información sobre venenos. Algo muy fuerte, que matara deprisa. Le dije que yo curaba y no trataba con venenos, pero, como no quería que me degollara, mencioné uno que podría servir. Hubiera podido encontrarlo con facilidad en el mercado elfo, así que, de todos modos, no le conté nada que no hubiera podido averiguar en otra parte; no vi ningún motivo para callar una simple información.

– ¿Cuál fue el veneno que le mencionaste? -quiso saber Sadira, pasando por alto la ambigüedad del curandero.

– Veneno de la araña de cristal, señora. Quería algo para envenenar una flecha.

– ¿Una flecha como esta saeta? -preguntó ella, alzando con cuidado el objeto.

– Sí, señora.

– Esta flecha se recuperó del cuerpo del tigone que pertenecía al elfling -especificó Sadira-. Rokan la disparó contra el elfling, pero falló y en su lugar mató al animal. Curandero, ¿podrías examinar esta sustancia pastosa que se ve sobre la saeta?

El hombre se acercó a ella, se inclinó, y con sumo cuidado olfateó la flecha.

– Es veneno de una araña de cristal, señora.

– Gracias; te puedes ir.

El hombre saludó con la cabeza y abandonó la habitación.

– ¿De qué sirve todo esto? -exigió Timor-. Así que Rokan intentó matar al elfling. ¿Y qué tengo yo que ver con ello? No habéis probado nada con estos supuestos «testigos». Te limitas a traerlos para que añadan una apariencia de solidez a tus infundadas insinuaciones.

– A Rokan lo desfiguraron mediante la magia -afirmó Sadira-. No estaba desfigurado cuando lo llevaron ante ti.

– ¡Bien, pues lo desfiguraron utilizando magia, y eso demuestra que yo no pude hacerlo! ¡No soy un hechicero! Mi poder me lo dio Kalak durante su reinado, porque yo no sabía nada sobre magia. ¡No sé nada de hechizos profanadores!

– Que entre el capitán Zalcor -dijo Sadira.

Al poco rato, el capitán de la guardia de la ciudad penetraba en la sala.

– Capitán Zalcor, ¿has llevado a cabo tu registro?

– Sí, señora.

– ¿Registro? -preguntó inquieto Timor-. ¿Qué registro?

– ¿Y qué has encontrado?

– Esto, señora -respondió Zalcor, sacando un pequeño cofre de debajo de la capa.

Los ojos de Timor parecieron a punto de saltar de las órbitas al verlo.

– ¿Y dónde lo encontraste?

– En los aposentos privados del sumo templario, señora.

– ¿Y qué contenía?

– Una vez rotas las bisagras y abierto el cofre, se descubrió que contenía un libro de conjuros, señora. Este libro de conjuros. -Lo arrojó sobre la mesa de modo que fue a aterrizar frente a Timor.

– ¡Mentiras! -exclamó el sumo templario-. ¡Esto es una conspiración! ¡Han colocado ese cofre en mi casa!