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– ¿Quieres decir que no es tuyo? -inquirió Sadira, enarcando las cejas.

– ¡No lo he visto nunca en mi vida!

La consejera hizo un gesto con la cabeza a Zalcor, y el soldado agarró de improviso a Timor por detrás, inmovilizándole los brazos. Mientras el templario protestaba a gritos, Rikus se levantó de su silla y empezó a registrarlo.

– Zalcor no encontró ninguna llave -explicó Rikus-. Pero, con lo que contenía ese cofre, si fuera mío, yo no perdería nunca de vista la llave. ¡Ajá! ¿Qué tenemos aquí?

Rasgó la túnica de Timor y mostró la llave que el templario llevaba colgada al cuello. De un tirón, el mul la arrancó y la introdujo en la cerradura del cofre. Encajaba a la perfección. La hizo girar, y la cerradura se abrió.

– Supongo que también colocaron ahí la llave -dijo Sadira con frialdad.

La mujer cerró los ojos unos instantes, aspiró con fuerza, murmuró algo para sí e hizo un gesto con la mano. El libro de conjuros se abrió solo, y las páginas empezaron a girar por sí mismas unos segundos. Luego se detuvieron, y el libro quedó abierto sobre la mesa.

– Capitán Zalcor, ¿serías tan amable de mirar la página por la que el libro ha quedado abierto?

– Es un conjuro para resucitar a los muertos, señora -anunció Zalcor echando una mirada por encima del hombro de Timor.

– Jamás supe que planeara esto -dijo Kor, sin levantar los ojos de la superficie de la mesa. Tragó saliva y sacudió la cabeza-. ¡Lo juro, nunca supe que fuera a llegar tan lejos!

– ¡Kor! -chilló Timor-. ¡Cierra la boca, imbécil!

– Diga lo que diga no cambiará nada ahora -anunció Rikus-. Ya has sido declarado culpable.

Del exterior del edificio, llegó el sonido de un gran alboroto. Innumerables voces que gritaban, el ruido de muchos pies. El sonido de un cántico siniestro que cada vez se oía más próximo. Timor se quedó helado. Entonaban su nombre.

– ¡Ti… mor! ¡Ti… mor! ¡Ti… mor! ¡Ti… mor!

– Al parecer las noticias viajan deprisa -comentó Sadira-. ¿Los oyes, Timor? La misma turba que querías lanzar contra nosotros. La voz del pueblo, Timor. Y te quieren a ti.

– ¿No me entregaréis a ellos, verdad? -inquirió él, palideciendo-. ¡No podéis… no debéis! ¡Me despedazarían!

– Y eso sería una gran desgracia -repuso Rikus en un tono que rebosaba sarcasmo.

La muchedumbre estaba cada vez más cerca. Los cánticos sonaban más fuertes ahora, y más insistentes. Por las ventanas abiertas penetraron varias piedras arrojadas desde la calle, y aquellos que estaban sentados en la línea de fuego se retiraron rápidamente cuando nuevos proyectiles cayeron sobre la mesa y las paredes a su espalda. Los miembros del consejo gatearon para ponerse a salvo, y uno de ellos se arriesgó o a echar un vistazo por una ventana.

– Va a haber un motín -anunció-. ¡Hay cientos de ellos ahí fuera! ¡La guardia no podrá contenerlos!

– Debería estar con mis hombres -dijo Zalcor.

Una nueva descarga de piedras entró por las ventanas, y todo el mundo se agachó. Todo el mundo excepto Ti – mor, que aprovechó la oportunidad para soltarse del aturdido Zalcor y, tras dar un violento empujón al soldado, salió corriendo. Rikus fue tras él, pero el bombardeo de piedras a través de las ventanas lo retrasó. Varios pe – druscos de gran tamaño golpearon al mul en la cabeza, y éste dio un traspié mientras levantaba los brazos para protegerse el rostro.

Timor salió al vestíbulo. No tenía ni idea de adónde podría huir; todo lo que sabía era que no podía permitir que la muchedumbre le pusiera las manos encima. Detrás de él, Kor lo llamó.

– ¡Timor! ¡Timor, rápido, por aquí!

El sumo templario se volvió y lanzó un juramento. Luego, al oír pasos rápidos que salían de la pequeña sala del consejo, comprendió que no tenía más alternativa que seguir a Kor, Doblaron una esquina, y el consejero lo sujetó por el brazo y lo arrastró pasillo abajo.

– ¡Por aquí! -dijo-. ¡Deprisa, deprisa!

– ¿Adónde me llevas? -exigió Timor-. ¿Hacia esa turba vociferante de ahí fuera?

– Sólo intento ayudarte -protestó el otro.

– ¡Ya me has ayudado bastante! ¡Todo lo que te importa es salvar tu miserable pellejo!

– No había nada que pudiera hacer. Estabas acabado antes de entrar en la sala. -Kor lo introdujo en una pequeña salita-. ¡Aquí, rápido!

– ¡Esto no conduce a ninguna parte, idiota! ¡Estamos atrapados!

– No, observa -dijo el consejero. Oprimió un botón oculto junto a la repisa de la chimenea, y la pared posterior de la chimenea se hizo a un lado para mostrar un pasadizo secreto-. ¡Por aquí, corre!

– ¿Adónde conduce?

– Es una antigua ruta de escape que lleva al otro lado de los muros de la ciudad -explico Kor mientras se introducían en el interior y cerraban la entrada del pasadizo detrás de ellos.

– No lo sabía -replicó Timor, avanzando apresuradamente por el estrecho pasillo con el cuerpo inclinado al frente para no golpearse la cabeza con el bajo techo.

– Se le ocultó a Kalak y a los templarios -repuso su compañero-. Cuando Kalak gobernaba, el consejo tenía mucho que temer, de modo que se construyó este pasadizo para permitirles una ruta de escape a la cólera del rey-hechicero en el caso de que se volviera contra ellos.

– ¿Cómo es que lo conoces? -inquirió el sumo templario, maldiciendo mientras apartaba las telarañas que encontraba en su camino.

– Mi abuelo fue el arquitecto que diseñó la pequeña cámara del consejo -dijo Kor-. Era un hombre prudente.

– ¡Si tú conoces este camino, los otros también lo conocerán!

– No, Rikus y Sadira no saben nada de él, y soy el único que queda ahora en el consejo cuya familia hubiera servido en tiempos de Kalak.

– ¡No puedo ver nada en esta infernal oscuridad!

– Limítate a seguir el pasadizo. Conduce hasta una puerta oculta camuflada en una protuberancia rocosa, fuera del muro de los jardines del rey.

– ¿Por qué me ayudas ahora, Kor, cuando me arrojaste a los carroñeros hace un instante?

– Porque yo habría sido el siguiente. Sabían que era tu hombre, y me hubieran hecho compartir tu castigo.

– Vaya, un maldito cobarde hasta el final, ¿verdad? -se burló Timor.

– Tú también huíste huiste. Además, no considero que el deseo de supervivencia sea una cobardía. Y no fui yo quien acabó contigo, Timor. Lo hiciste tú solito. ¡Yo te apoyaba, pero jamás imaginé que llegarías hasta el extremo de lanzar una invasión de no muertos sobre la ciudad!

– ¡No la lancé sobre la ciudad, estúpido! ¡Los envié tras ese elfling bastardo!

– Debieras haberlo dejado en paz -dijo Kor-. Ese elfling ha sido tu perdición.

– Y yo estoy decidido a ser la suya -masculló Timor entre dientes-. ¡No descansaré hasta encontrarlo y hacer que pague por su interferencia! ¡Su muerte será lenta y atroz!

– Espera, ve más despacio -advirtió el consejero justo por delante de él-. Me parece que ya casi estamos. ¡Sí, aquí está la puerta!

Timor aguardó.

– Está atascada -dijo Kor-; no la han utilizado durante años. Aquí, ayúdame a empujar.

Colocándose junto a su guía, Timor apretó el hombro contra la puerta.

– ¡Si esto no estuviera tan cerrado, haría estallar esta maldita puerta fuera de sus goznes!

– ¿Y dar a conocer tu posición a cualquiera que estuviera vigilando desde las murallas de la ciudad? ¿Quién es ahora el estúpido? ¡Empuja!

Ambos hombres gruñeron a causa del esfuerzo, y la puerta fue cediendo poco a poco. Una rendija de luz diurna hizo su aparición, y luego creció a medida que la puerta se abría sobre sus chirriantes bisagras. Una fresca brisa azotó el rostro de Timor, que aspiró con fuerza. El viciado aire mohoso del interior del pasadizo lo había mareado. Atravesó la puerta y se enderezó.