– ¡Aaahhh! La espalda empezaba a dolerme de estar tanto tiempo encorvado…
Con un agudo chirrido, la puerta se cerró tras él. Kor no había salido; seguía en el pasadizo, detrás de la puerta.
– ¡Kor, Kor! ¡Sal! ¿Qué haces?
Buscó un modo de abrir la puerta, pero no encontró nada que pudiera abrirla desde el exterior.
– ¡Kor, abre esta puerta! ¿Me oyes? ¡Kor!
– Tu amigo Kor se ha ido -dijo una voz detrás de él-. Ha realizado su trabajo, y ha regresado por donde vino.
Timor giró en redondo. A su espalda, justo al otro lado del afloramiento rocoso, había un grupo de figuras encapuchadas ataviadas con túnicas blancas, colocadas en forma de semicírculo a su alrededor. Todas ellas llevaban velos. Los ojos del templario se desorbitaron. ¡La Alianza! Kor, ese miserable traidor…
– Si piensas enfrentarte a nosotros con tus hechizos de profanador, inténtalo -dijo el mago protector que había hablado antes-. Nos encantaría que nos pusieras a prueba.
Timor se pasó la lengua por los labios y miró en derredor atemorizado. Ya no tenía su libro de conjuros, y su memoria se negaba de improviso a facilitar ningún hechizo que pudiera ser de utilidad en esta horrible situación. Por otra parte, lo superaban en número, y, aunque podía eliminar a dos o tres, si tenía suerte, los otros no tardarían en acabar con él. El cerebro le daba vueltas en busca de una salida, pero no consiguió hallar una solución. No tenía escapatoria.
Varias figuras encapuchadas se hicieron a un lado, y el elfling se adelantó, acompañado por una hermosa joven sacerdotisa villichi.
– ¡Tú! -exclamó Timor.
Sorak se detuvo y contempló al templario con expresión perpleja.
– ¿Por qué? -inquirió. Y, mientras hablaba, la Guar – diana sondeó la mente del otro y el joven obtuvo su respuesta.
Timor lanzó un grito inarticulado de rabia y se abalanzó sobre el elfling, pero Ryana se adelantó rápidamente y lo golpeó con su b B astón.
¿Así que eso era todo?, se dijo el joven interiormente. ¿Una suposición equivocada?
Atribuyó sus propios motivos siniestros y tortuosos a todos los que lo rodeaban, explicó la Guardiana. Conspiraba contra otros, de modo que creía que ellos también conspiraban en su contra. Estaba ebrio con la idea de tener poder, así que consideraba que los demás no eran diferentes.
Entonces no ha hecho más que recibir lo que merecía, repuso Sorak, bajando la mirada hacia el templario, caído a gatas sobre el suelo.
Timor levantó los ojos hacia él, la sangre manando de la herida en la cabeza que le había infligido Ryana.
– ¡Adelante, mal nacido, bastardo, engendro mestizo! ¡Sigue adelante con ello y termínalo! ¡Mátame, maldita sea, y acaba con esto!
Sorak lo miró y sacudió la cabeza.
– No, templario, no seré yo. Me has provocado más dolor de lo que jamás sabrás, pero su causa tiene prioridad. -Volvió la cabeza para mirar a los hombres cubiertos con las túnicas blancas y los velos.
– ¡No! -chilló Timor-. ¡Ellos no; sé muy bien lo que pueden hacer! -Se aferró a la pierna de Sorak-. ¡Mátame! ¡Acaba conmigo! ¡Fui yo quien resucitó a los muertos y los lanzó en tu contra, fui yo quien envió a Rokan y a sus hombres a rebanarte la garganta!
El joven liberó violentamente la pierna de las manos del templario y se dio la vuelta.
– ¡Noooo! -aulló el otro-. ¡Mátame…, utiliza tu espada! ¡Mátame, maldita sea! Ten piedad de mí y mátame.
Sorak siguió andando, lejos de la ciudad, acompañado por Ryana. Ninguno de los dos se volvió a mirar cuando los encapuchados cerraron su círculo alrededor del templario y éste empezó a chillar con todas sus fuerzas.
Sorak y Ryana estaban sentados en la cima de una colina sobre la que se divisaba la ciudad. Ante ellos, las mesetas desérticas parecían extenderse hasta el infinito.
– ¿Por qué me seguiste? -preguntó Sorak con suavidad mientras levantaba el pergamino que la Alianza del Velo le había entregado.
– ¿Necesitas preguntarlo?
– ¿La señora te dio permiso?
Ryana bajó la mirada y negó con la cabeza.
– Cuando abandoné la torre y me enteré de que te habías ido, supe que tenía que seguirte.
– ¿Estás diciendo que abandonaste el convento sin el permiso de la gran señora?
– Sí -contestó ella-. Rompí mis votos. Ya no puedo seguir siendo una sacerdotisa; ni tampoco deseo serlo. Tan sólo quiero estar contigo.
– ¿Me seguiste?, ¿todo el camino hasta Tyr?
– Soy una villichi -sonrió ella-. Seguir tu rastro por las montañas no fue muy difícil, pero costó un poco encontrarte una vez que llegaste a la ciudad. De todos modos, tu reputación se había extendido con rapidez. Mucha gente hablaba sobre el temible elfling luchador y maestro del Sendero que trabajaba en la casa de juego La Araña de Cristal, y comprendí que sólo podías ser tú. Pero cuando te vi con aquella semielfa, pensé… -Su voz se quebró.
– Tú precisamente no deberías haber dudado.
– Sí, lo sé -asintió ella-. Lo sé perfectamente. Con todo, la abandonaste sin siquiera decir adiós. Estoy segura de que suspira por ti.
– Si realmente suspira, es por un ideal, no por mí -contestó él, echando una mirada a su espada.
– No puedes ir por ahí eternamente solo, Sorak, a pesar de tu nombre. Nadie puede. Me necesitas.
– Sería mejor si regresaras.
– No puedo.
– ¿No puedes o no quieres?
– Ambas cosas -respondió ella-. Puedes decirme que no quieres que te acompañe, Sorak, pero no servirá de nada. Te seguiré quieras o no. Nadie te conoce como yo, nadie te comprende como yo, nadie se preocupa por ti como yo, y nadie puede vigilar tu espalda tan bien como yo -añadió, pensando en los dos hombres que había eliminado en el callejón mientras esperaban para atacarlo. Eso no se lo diría; no deseaba que él se sintiera obligado. Sólo lamentaba que su puntería con la ballesta no hubiera sido mejor. Si también hubiera acabado con Rokan, Tigra no habría muerto. Tampoco le contaría esa parte.
Él le dedicó una débil sonrisa.
– ¿Por qué vas a malgastar tu tiempo en un hombre que no puede amarte debidamente?
– ¿Por qué echarme a perder en un convento villichi, donde nunca veré a un hombre, y mucho menos podré amar a uno? -replicó ella.
– Pero has renunciado a tus votos, y ya no eres una sacerdotisa. Ya no tienes ningún juramento que mantener, en tanto que yo tengo uno que no puedo romper, no importa lo mucho que pudiera desear hacerlo.
– Me daré por satisfecha con lo que me ofrezcas. Si no puedo ser tu amante, seré tu hermana, como lo fui ya una vez.
– Y siempre lo serás -dijo Sorak-. Muy bien pues, hermanita. Puesto que no puedo disuadirte, iremos los dos en busca del Sabio. En algún lugar de ahí fuera.
Dirigió la mirada al inmenso desierto athasiano que empezaba a pasar lentamente del naranja dorado al rojo sangre a medida que el oscuro sol se hundía en el horizonte.