A nuestro alrededor había brisa de mar y gentes que iban y venían saludándose con gestos y sonidos. Todo muy lento, como si sobrara el tiempo. Un hablar monosilábico y difícil que se desarrollaba a mi espalda:
– Eh.
– Qué.
– Ya.
– Vale.
Y de vez en cuando, Juan, el farmacéutico, estiraba su delgadez para saludar con la mano alzada, pero reprimía el monosílabo. Tiene dedos de pianista y un anillo en cada anular. Parece tentarle la capital, y él coquetea con esa tentación, pero permanece fiel a su rinconcito: en su charla siempre critica y alaba la ciudad a partes iguales. Te deja en la duda sobre lo que realmente piensa de ella. Habla igual de su mujer, la oronda María: mezcla sus defectos y virtudes sin pausas (o con la pausa de un chipirón masticado) y, en general, de todo, como si temiera ofender los gustos o como si él mismo no anduviera seguro de los suyos. Es una perenne contradicción: ama el mar, pero prefiere la montaña; don Roberto le agrada por sus años y su experiencia, pero le gustan más los médicos jóvenes como yo.
De aquella conversación dual, casi estereofónica, me salvó la llegada de don Fernando, el cura. Sonaron campanas lejanas y apareció él de improviso, tras la esquina, tan coincidente que me pregunté si sería deliberado. Vestía la sotana (después he sabido que es su traje de etiqueta. Se ha hecho a la comodidad y prefiere camisa holgada y pantalones negros en verano) y venía como de haber realizado un gran esfuerzo físico (dos veces, contando esta primera, me lo he topado hoy, y en ambas he tenido la misma impresión): sus hombros anchos, algo encorvado, sudoroso, limpiándose las manos y jadeando. Su pelo blanco está peinado sin raya hacia atrás. Es simpático y proverbial, y ama todo lo práctico. A su alrededor, las cosas se estropean solo para que él las componga. En un mundo perfecto y prístino, personas como él se morirían pronto. Nada más sentarse percibió que la mesa estaba coja y (siempre jadeando) se levantó y buscó un pedazo de madera para enderezarla. Volvió a sentarse y volvió a inspeccionar su alrededor en la esperanza de hallar otra cosa torcida, mal puesta, rota o necesitada de su pericia. Naturalmente, todo estaba aceptable salvo yo, y sobre mí recayó el utensilio de su mirada.
– ¿Se ha traído usted la chaqueta? ¿Tiene frío?
– Me equivoqué -dije-. Debí dejarla en casa.
– Se le va a caer. -Me la señaló con un dedo moreno y breve: yo la había puesto sobre el brazo de la silla y rozaba con el suelo. La coloqué mejor pero no quedó satisfecho-. Traiga, traiga.
Me la colgó del respaldo con tanta sabiduría que ni queriendo hubiera podido tirarla. Volvió a sentarse, ya satisfecho.
– En estos meses, en Roquedal, no hace frío, hombre -me dijo.
– Por las noches refresca, pero hace calor tanto de día como de noche, igual -refirió Juan con su característica dualidad.
Antes de la llegada de don Fernando me había defendido con un breve bosquejo de mi biografía, pero con él las preguntas arreciaron. Cuando mencioné que era divorciado hubo un corto silencio que se hizo raro e incómodo por lo breve, al contrario de lo que es usual. En Roquedal los silencios sanos son largos y vacíos como el cielo. Éste apenas duró. Dije:
– Me separé de mi mujer hace dos años.
Y tras una brevísima pausa en la que ni siquiera se masticó pescado, Marta (bien fuera su profesión, bien su temple maternal) pareció querer salvarme:
– ¿Y ahora está soltero y sin compromiso?
Y agradecí su aparente indiscreción, porque las risas que siguieron (ella también es soltera y sin compromiso) me permitieron relajarme:
– Hasta ahora estoy solo -dije.
– Dios proveerá -aseguró don Fernando. Pero como miró hacia la entrada oscura del bar y llamó con un gesto al chico que atendía las mesas, no supe a qué se refería: era como si Dios estuviera allí, tras la barra, y proveyera bandejas de pescado frito.
Cuando pasó la ronda de curiosidades me estremecí con el recóndito temor de que una nueva aparición (el alcalde, por ejemplo) me obligara a repetir todos los datos que ya había ofrecido. En parte se cumplió porque lenta, jerárquicamente, vino Carmen, la matrona oficial, muy elegante, con una permanente vertical que oscilaba con la brisa, y me dio un fuerte apretón de manos y un fuerte beso (será gracioso, pero juro que olía a niño recién nacido). Una joven a su lado permanecía seria y sumisa.
– Y ésta es Rocío, mi hija.
No me detuve al pronto en Rocío, como si la hubiera hallado oculta por algo, quizá por la languidez del pueblo, pero cuando se sentaron frente a mí, obligándonos a remover las sillas con un jaleo metálico de chirridos, pareció revelárseme y me intrigué.
Ya he dicho que padezco (entre otras cosas) lo que creo que se trata de un defecto de ciudad: tengo que pensar y pensar antes de saber si algo me gusta o no. A Rocío la pensé un instante: tiene la cara ovalada y fuerte, el cabello rubio castaño muy peinado y los ojos grandes y claramente claros, de una claridad azul que me sorprendió. Los abría (los abre) mucho, y ellos miran simétricos sin cesar, con un parpadeo que no los enturbia, fugaz e invisible, como si en vez de párpados tuviera solo esas membranas nictitantes de los pájaros, que se cierran sobre el ojo sin cubrirlo. Era… ¿mayor?, ¿adolescente? Su edad estaba borrada. Llevaba un vestido a cuadros escoceses que finalizaba un poco por encima de sus rodillas, y ella, cruzándolas, lo hacía retroceder más. Piernas blancas, brazos blancos tapizados de vello débil. Me gustó: sobre todo, esos ojos. La brisa le encaramó unas hebras de pelo en la nariz y me estremecí al comprobar que ni siquiera así daba risa: lo ridículo no la tocaba, ni el vestido a cuadros ni el pelo en la cara. Ella, detrás, miraba seria.
Y como para acompañarla, una nube cubrió el sol y las sombras se extendieron.
– Hay algo en el ambiente -dijo don Fernando, pero su comentario, extraño, no llamó (aún más extraño) la atención de nadie.
Dejé de mirar a Rocío (ella no me miraba) y tuve que recuperar a la fuerza el hilo de la conversación, que ahora dominaba Carmen. Es provinciana y bondadosa, pero tiene algo salvaje, como si a fuerza de atender partos hubiera llegado a pensar que todas las cosas importantes de la vida se obtienen así: con la violencia controlada, con el poder de la labor instantánea, con la decisión rápida de los brazos. Hablaba mientras pelaba boquerones, sin mancharse los labios repintados. Es sumamente graciosa, con ese acento del sur, rápido y dulce, que siempre deja un eco de risas tras él. Pero debajo hay perspicacia. Enseguida le pareció extraño que un médico aún no maduro pero tampoco demasiado joven como yo andara sustituyendo a los colegas en los pueblos mientras buscaba trabajo fijo.
– ¿Y no ha podido colocarse aún en la capital? -decía.
– Prefiero trabajos esporádicos en lugares como éste.
– ¿Y por qué no se viene a vivir a un pueblo?
– Porque no es fácil, ni siquiera en mi profesión.
En realidad, porque aún no quiero, pero esto no lo he dicho. Desde que Mariela se marchó, busco y no busco la soledad. En eso soy tan doble como Juan, el farmacéutico. Me parece desearla, pero solo eso: tenerla ahí delante, a mano, sin poseerla del todo. Tengo un miedo amoroso a quedarme solo: ese miedo del amante primerizo que desea y teme conseguir. Pero esto no lo he dicho. Menos aún cuando la conversación se desenfocó de mí dócilmente, llevada por Carmen, y apuntó a otros temas. Juan, entonces, me habló de don Baltasar.
– ¿Por qué no te pasas a verle un día de éstos? -Alzaba el cuello entre dos líneas de palabras: Carmen y la oronda María hablaban sin parar, cruzadas con Marta y don Fernando, que hacían lo propio-. Está muy mal.
– ¿Qué le ocurre?
– Está muy mal -repitió-. Tenemos miedo de que haga algo. Su familia era una de las más adineradas de la zona antes de la guerra civil, y él mismo se casó con la hija de unos terratenientes y vivió bien hasta hace diez o doce años, en que falleció su mujer. Desde entonces viene de mal en peor. No tuvieron hijos, por lo que se quedó solo en su casa de las afueras. Antes bajaba algo al pueblo pero ahora ni eso. Yo paso a veces por allí y me recibe como un amigo. A mí me quiere mucho. Me invita a café y charlamos de todo. Está como una chota, pero razona como tú o como yo.
Era la ambivalencia típica de su lenguaje, y asentí como si lo comprendiera todo. Se ajustó las gafas con una puntería sorprendente de su índice veloz y me alentó a visitarle juntos un día.
– Quizá podamos convencerle de que le vean en un hospital. A mí no me hace caso y don Roberto no quiere ni saber de él.
– Ése termina pegándose un tiro -afirmó don Fernando.
Fue como si decir «un tiro» hubiera sido una verdad, porque surgió un silencio asustado. Ya no hablamos de mucho más. El calor no aflojaba a pesar de las nubes que, a ratos, eclipsaban la luz dejándonos en medio de una charca de sombras. Yo miraba a Rocío y me abrumaba su misterio. Estaba respetada como una estampa, allí sentada, frente a mí, bajo las sombras trémulas, el pelo acariciado por la brisa alta, los ojos fijos en algo -que podía a veces ser alguien pero nunca los ojos de alguien-, abiertos y absortos, como si no fueran ojos: como si estuvieran allí, en su rostro, con un fin inverso al de mirar: el de ser mirados. Ojos que no veían, puestos allí para que yo los viera.
Habíamos pedido más cervezas, pero ya empezaba a gobernarnos la siesta. Hubo un lío de manos y gestos a la hora de pagar, pero se hizo cargo Juan, casi por obligación de precedencia y debido a la ausencia del otro Juan, el alcalde, que no había podido venir. Nos levantamos todos y en un momento se deshizo la reunión con esa prisa suave de la tranquilidad: todos se me ofrecieron de mil maneras frente a cualquier problema que pudiera tener en el pueblo, y cada uno fue abandonando el grupo y marchándose por su lado. Las últimas en desgajarse de mí (era paradójico la amabilidad y el abandono con que me dejaban) fueron Carmen y su hija: me dijeron un franco «hasta luego» y las vi subir una cuestecita empinada y polvorienta, madre e hija juntas, ésta con las manos en la espalda, la falda al vuelo, y perderse en la bajada como veleros en la redondez de la tierra.
Un sueño irreprimible, una pesadez de nube cargada, me hizo renunciar a mi primitiva idea de explorar el pueblo y decidí regresar a la casa azul y echarme a dormir.
Iba pensando en ello cuando oí a las niñas.
Seguían cantando su canción, jugando su juego, en alguna parte, en esa lejanía doméstica que tienen los lugares cercanos pero ocultos: una suave tonada que preguntaba algo, que algo quería, insípida, sin fuerza. En parte seguí aquel hilo de voces porque sabía que se hallaban cerca de casa y porque la curiosidad me lo dictaba.
Di la vuelta en una esquina y la brisa se apagó bruscamente. Me hallé a solas en una calle ondulante, quieto en el aire quieto, sobre las sombras completas de las casas. Una silla de mimbre yacía en la acera, frente a un portal, desprovista de significados. Avancé devanando el sonido de la canción en mis oídos, burlado por aquella soledad tranquila, y crucé un entramado de resquicios entre las casas, no verdaderas calles sino pasillos vacíos por los que mirar y ver pasar los gatos. Les presté una débil atención y percibí algo.
Escribo lo anterior y me propongo continuar, aun a sabiendas de que narraré un simple engaño de los sentidos. Pero he prometido contar, al menos, «todo» lo extraño, y si algo sobró en mi ambigua experiencia del mediodía fue precisamente su pura extrañeza, su absurdidad en este pueblecito de pescadores.
Fue como cuando caminas y algo, de repente, te penetra por las esquinas de los ojos. El cerebro, fugacísimo, emite una hipótesis arriesgada (no podemos existir sin inventar explicaciones) que después los ojos verifican o no. Pero si tu percepción difiere enormemente de lo que imaginaste, dudas en atribuirlo todo a tu error: si te pareció un árbol de reojo, quizá halles natural ver un poste de la luz, pero no un perro.