Y yo vi una figura.
Ahora escribo «figura» y dudo. Había ropa blanca secándose al fondo, en el balcón de una casa que asomaba por el resquicio, y su temblor frente a la brisa pudo confundirme aún más de lo que creo. Pero en ese mundo que habitan nuestros errores cotidianos yo vi una figura. Bailaba o se movía desordenadamente en mitad de la calle regada por el sol, frente a las casas. Me pareció posible, incluso probable, que lo hiciera al ritmo de la canción infantil que todavía escuchaba.
Fue un mirar y remirar y ya no ver sino sábanas tendidas donde antes (y, digo otra vez, un «antes» que casi fue un «ahora») bailaba la hipótesis de una figura. Pero justo en ese «antes» yo había creído percibir muchas cosas: que estaba desnuda por completo, que ostentaba la cabeza rapada, calva, bien formada y brillante como todo su cuerpo (fue esa brillantez móvil, como de llama, lo que me hizo advertirla de reojo) y que danzaba con los dulces y calculados pasos de una bailarina clásica. Advertí pechos sobre su torso blanquísimo y me la imaginé mujer. Nació así, toda junta y repentina, tan real que no verla un instante después me dejó igual de asombrado que su presencia, como si ésta fuera superior al error de mis ojos y se hiciera indispensable.
Reconozco que no fue otra cosa sino las secuelas de aquella confusión lo que me hizo volver sobre mis pasos, mirar de nuevo, introducirme por el resquicio del equívoco y atravesar la calle en busca (ridículamente) de algún rastro. Pero nada había salvo la calle, siempre interminable, flanqueada de casitas al sol, como puestas a secar, los balcones adornados de ropa limpia.
Y al fondo, bajo el cuidado débil de un árbol, allí donde las recordaba la última vez, cantaban las niñas coreadas a ratos por los ladridos de un perro lejano:
¿Qué son? ¿Dónde están?
¿Como encontrarlos?
De nuevo volví a tener la imperiosa sensación de que las respuestas a tales preguntas eran importantísimas y allí, bajo el sol, un escalofrío me hizo temblar.
¿Por qué tanto miedo? Ahora no sé explicarlo realmente. Recuerdo que por un instante pensé que había enloquecido, mi pulso se aceleró y mis sienes latieron con fuerza. Notaba la boca como hecha de corteza de árbol, áspera y seca. Pasé junto a las niñas con el terror aún encima (no sé por qué me dio por creer que habían visto también a la figura que bailaba y se reían en secreto de mí) y me apresuré hasta la casa azul, me tendí en el frescor oscuro del dormitorio y cerré los ojos.
Allí la vi, en la negrura de mis ojos. ¡Se me había quedado más ahí que todas las visiones reales del pueblo! Aún bailaba, se movía, con una gracia incomparable. Tenía una belleza aterradora pero huidiza, como la de un gamo, como la del agua cristalina de un torrente.
Cuando abrí los ojos de nuevo eran cerca de las siete. Me refresqué un poco en el lavabo mientras oía el murmullo acompasado de una radio lejana. Ya no quedaban rastros de mi terror (lo he atribuido todo a la fatiga del primer día de trabajo) pero me seguía inquietando la causa de aquella vívida alucinación.
Cuando bajé al patio hallé a Rosa preparando café.
– Querrá usted una tacita -me dijo, moviéndose con exactitud por la cocina oscura (Rosa ahorra electricidad hasta la noche, e incluso en ésta. Creo que por eso me dice que tenga cuidado con la lámpara).
– Se lo agradezco.
– ¿Cómo le ha ido en el primer día, don Marcelo? -me preguntó desde la cocina y se volvió para mirarme-. ¡Virgen santa, qué pálido está! ¿Le ha pasado algo?
– El cansancio y la falta de costumbre. Un café me vendrá muy bien.
Fue tan considerada como para no seguirme preguntando. Di una vuelta por el patio mientras se hacía el café. Había una quietud mojada de plantas, un aire húmedo que llegaba a los pulmones antes de ser respirado. Decidí que no era una sensación agradable y entré en la cocina. Allí, sobre la mesa de mármol viejo, Rosa me sirvió una taza de café y unos dulces grandes recubiertos de azúcar. Acepté un poco de leche y observé las hojitas de nata desplegarse con suavidad en la superficie.
El café me entonó, pero tras varios sorbos tuve una sensación de irrealidad repentina. Fue cuando Rosa se introdujo en la zona más sombría de la cocina, de espaldas a mí, donde una oquedad en la cal pintada con llamas de hollín señala el lugar donde antes pudo haber una cocina de leña. Noté (noto) las palmas de las manos resbaladizas, la frente salpicada de algo frío, el pulso batiendo incontrolable en las muñecas. Aún ahora vuelvo a experimentar esa sensación. Evidentemente, la mañana de trabajo me ha engañado con su aparente brevedad. Quizá también el sol.
Rosa debió de percibirlo. Guardaba unos platos en un altillo (un sonido como de castañuelas fuertes), su cabeza flotando en la penumbra, como en un teatro de sombras, y de repente me dijo, sin mirarme:
– ¿Por qué no se distrae un poco esta primera noche, don Marcelo? Roquedal no tiene muchas cosas para usted, pero puede pasear por la playa. Y si no quiere venir a cenar, no venga. Cualquiera que le busque por una urgencia, ya me encargaré de decirle que está usted en la playa, cerca de los bares. O donde usted me diga.
Acepté, pero no quise marcharme mucho tiempo. Le dije que estaría de vuelta en diez minutos y quedamos en que quien quisiera verme, esperaría abajo, en el vestíbulo. Salí al fresco violeta del ocaso y me sentí nuevo. ¡Qué buen médico es doña Rosa! El aire inminente de la noche olía a playa y todo Roquedal estaba tan animado que daban ganas de perderse. Caminé sin rumbo por las calles pequeñas, frotándome los ojos hasta dominarlos y parecerme que percibía en la penumbra, que podía aprovechar los últimos resplandores rosados, separar todavía el mar del cielo allí, a lo lejos.
Y hacia el mar fui, siguiendo el consejo de mi cuidadora. Bajé el último tramo de la calle principal casi veloz, con la débil sensación de que debía llegar al mar antes de que algo me sucediera. Y, sin embargo, nunca llegué.
Un grupo de jóvenes subía calle arriba mientras yo bajaba. Al pasar junto a mí oí:
– Buenas noches.
Y me volví. Algunas cabezas giraron indiferentes para mirarme pero solo una se mantuvo así el tiempo necesario como para que yo la reconociera. Era Rocío. Alzó una mano blanca, como queriendo confirmar que era ella, y que ella era la autora del saludo. Le respondí con mi propia mano y los vi alejarse. Vestía un algo negro que parecía mejor y más moderno que el conjunto a cuadros de esa mañana. Sus piernas blancas, descubiertas, habían prendido mis ojos y apenas adivinaba lo que había entre su cabeza dorada y ellas: un cuadro negro, una solución de continuidad era aquel vestido que invitaba a la mirada a imaginar. La vi perderse de nuevo en una calle cuesta arriba, como destinada a irse siempre por las cimas, a esconderse en la cresta de las cosas.
Y decidí seguirla.
No fue difícil. El grupo de adolescentes con el que iba era ruidoso y lento, sin disimulos. Ella siempre con las manos en la espalda, sus compañeros zumbando a su alrededor entre risas y gritos, ella en silencio.
Extrañamente, no temí en ningún momento que me sorprendieran. No había muchas direcciones que escoger en Roquedaclass="underline" las gentes se cruzaban entre sí y se seguían sin voluntad de seguirse, se miraban sin querer, solo con abrir los ojos, el saludo (ya lo sabía) era un ritual de monosílabos sin importancia, porque siempre están ahí todos, no hay pérdidas. Yo la seguía a ella, pero podía no hacerlo y aun así, ir tras ella. Me sentí impune en la pequeñez del pueblo.
Llegamos a una calle flanqueada por una valla. En el otro lado, una farola emergía de la pared para iluminar con apropiada escasez la escena, dotarla de las adecuadas sombras. Los vi dirigirse al final del todo, hacia una casa pintada de colores de donde procedía el estruendo de una música constante, y entrar en ella. Jóvenes con cervezas de litro se sentaban en la acera como bultos o se erguían inquietos junto a la puerta. Me acerqué y la oscuridad me amparó. En las paredes de la entrada había una barahúnda de largas colas de pez y torso y rostro de mujer realizados con peor tino, como si el pintor conociera mejor a los peces que a las mujeres. En letras que pretendían ser olas azules se ondulaba un nombre: «La Sirena». La música ocupaba todos los sentidos y apenas dejaba ver más.
Entré. No sé por qué me sorprendió tanto el decorado rojo del interior. Quizá -pienso- me esperaba un mundo azul y submarino, pero no las profundidades rojas de la tierra. Las paredes, las luces, las sillas, las mesas, las caras y los cuerpos, todo era rojo y abrumador. Las personas se movían indecisas, cambiando constantemente de dirección, llevando cosas frágiles o derramables en las manos, bailando sin bailar, llenos de sonidos. Pero no me costó esfuerzo encontrar su cara.
Miraba hacia un grupo y no bailaba, no se movía, apenas sonreía, y me estremecí por segunda vez (desde que la había contemplado aquella mañana) porque supe que no había fingido seriedad delante de su madre: es seria. Tiene unos gestos seguros, una firmeza sin bromas, que no parecen pertenecer ni a su edad ni a su contexto. No podría decir si me gusta o no, si realmente es tan hermosa (a ratos me lo pareció) o tan vulgar. Pero aquella absoluta seriedad me inquieta. ¿Dónde aprendió esa sonrisa sin alegría, ese gesto que indica lo contrario de lo que es? ¿Hay alguna escuela para enseñar a impresionar sin voluntad, a saberse mirada sin conciencia? Supuse incluso, nada más verla, que ella ya sabía de mi presencia y me dejaba mirar. Era un juego invisible en el que ella era el enigma, el objeto contemplado, el ETER escrito en las paredes del camposanto, y yo el descifrados de códigos. Toda su figura me decía que no vacilaba: que estaba allí, seria y definida, iluminada en rojo, por un mero capricho, pero que en realidad pertenecía al mundo anciano del silencio.
Tanto más me sorprendió lo que sucedió después. Pero no me adelantaré a mi propia historia.
Permanecimos así un instante, ella escuchando a un interlocutor invisible (alguien le hablaba) y yo mirándola. Entonces la vi responder algo y marcharse de improviso.
– ¡Rocío! ¡Eh, Rocío! -oí que alguien gritaba (no puedo estar seguro).
Pero ella se desasía de algo, quizá de todas las miradas, y salía imperiosa, se marchaba, se ocultaba fuera. Volví a seguirla y mis intenciones parecieron hacerse visibles, porque me sentí vigilado de repente. Pero salí también y la seguí.
– ¡Rocío! -oía tras de mí. La llamaban. Quizá había discutido con algún chaval que ahora se arrepentía. La vi afuera caminando erguida y cubierta a medias por la sombra. Persistí. La música quedó atrás y volví a oír-: ¡Eh!
Ella se iba con rapidez, se disolvía con esa velocidad adolescente del impulso, del hacer algo ya, ahora mismo, sin esperar. Giró en una furiosa revuelta, su falda negra hacia el lado inverso, y la esquina la desvaneció completa. Cuando yo hice lo mismo, advertí una calle pequeña y ondulada por donde solo caminaba ella. Y entonces ya no pude ocultar que la seguía.
Y ella (eso creo) no ocultó más tiempo que lo sabía.
– Hola -dije. Se había detenido al final del callejón, frente a un solar tan oscuro que parecía el mar, el pelo rubio castaño, con olor a jabón, horizontal por la brisa que nos venía.
– Hola. -Tenía los brazos cruzados. Me miró al decir «hola» y no supe si le agradaba o no mi presencia. Volvió á fijarse en el solar oscuro.
Sospeché que no deseaba compañía, pero la necesidad de una excusa me dejó allí clavado.
– Entré en la discoteca y te vi -le dije-. Como saliste con tanta prisa pensé que te pasaba algo. -Confié en su adolescencia para que no se burlara de la estupidez de mi explicación. No lo hizo pero tampoco me ayudó: permaneció allí, clavada también, mirando a la nada.
– Escucha -dijo de repente.
Escuché. Había sonidos lejanos, confusos, una mezcla de paz y sucesos distintos, sin nombre: una música (la de la discoteca), la brisa, una amalgama de ladridos en algún sitio y quizá (pero creo que sí) la presencia del mar.